Mary se despertó de improviso, como si hubiera recibido un codazo. Aún era de noche; Dick dormía junto a ella. La ventana chirriaba sobre sus goznes y cuando miró hacia el cuadrado de oscuridad, vio estrellas moverse y centellear entre las ramas. El cielo era luminoso, pero había un matiz de fondo grisáceo; las estrellas brillaban, pero con un resplandor más bien débil. Dentro de la habitación, los muebles empezaban a iluminarse. Ya podía distinguir un destello en la superficie del espejo. Entonces cantó un gallo entre las chozas de los negros y una docena de voces estridentes contestaron por el amanecer. ¿Luz de día? ¿Resplandor de luna? Ambos. Ambos a la vez, y dentro de media hora saldría el sol. Bostezó, volvió a acomodarse sobre las almohadas llenas de bultos y se despertó. Pensó que en general sus despertares eran grises y reacios, una negativa de su cuerpo a abandonar el refugio de la cama. Hoy, en cambio, se sentía descansada y llena de paz. Tenía la mente clara y experimentaba un bienestar físico. Cruzó las manos bajo la nuca y miró hacia la penumbra que velaba los familiares muebles y paredes. Perezosamente, recreó el dormitorio en su imaginación, colocando en su lugar cada armario y cada silla, y luego salió de la casa y contempló su silueta en la noche como si la sostuviera en la palma de la mano. Por fin, desde un montículo, miró el edificio levantado entre los árboles y la invadió una ternura agradable y nostálgica. Le parecía estar sosteniendo en la palma de la mano aquella lastimosa estructura y toda la granja con sus habitantes, y la curvó para protegerlas de la mirada cruel y crítica del mundo circundante. Y sintió deseos de llorar. Notó las lágrimas resbalar por sus mejillas y un escozor en la piel y se pasó los dedos por la cara. El contacto de los dedos rugosos con la piel irritada la acabó de despertar. Continuó llorando, pero en silencio y como para sus adentros, aunque todavía desde una distancia conciliadora. Entonces Dick se movió e incorporó con una sacudida. Ella sabía que movía la cabeza en todas direcciones, en la oscuridad, escuchando, y permaneció muy quieta. Notó que le acariciaba la mejilla con tímido ademán, pero aquella caricia tímida y torpe la molestó y apartó la cabeza.
– ¿Qué te pasa, Mary?
– Nada -contestó.
– ¿Sientes marcharte?
La pregunta le pareció ridícula; no tenía nada que ver con ella. Y no quería pensar en Dick más que con aquella piedad distante e impersonal. ¿No podía dejarla vivir en paz aquel último y breve momento?
– Sigue durmiendo -dijo-. Aún no es de día.
Su voz pareció normal a Dick; incluso su rechazo era demasiado familiar para desvelarle del todo. Al cabo de un minuto volvió a dormirse, en la misma posición que antes de hablar. Pero en cambio ella ya no podía olvidarle; sabía que estaba acostada a su lado; podía sentir sus miembros estirados junto a ella. Se incorporó, resentida contra él porque no la dejaba nunca en paz. Siempre estaba allí, corno un penoso recordatorio de lo que tenía que olvidar para continuar siendo ella misma. Se sentó y apoyó la cabeza en las manos entrelazadas, consciente de nuevo, como no lo había sido durante mucho tiempo, de aquella tensión insoportable, como si estuviera atada a dos postes inamovibles. Se meció lentamente hacia delante y hacia atrás, con un movimiento maquinal, intentando sumirse de nuevo en aquella región de su mente donde Dick no existía. Porque se había tratado de una elección, si podía llamarse elección a una cosa inevitable, una elección entre Dick y el otro, y Dick había sido destruido hacía mucho tiempo. «Pobre Dick», pensó tranquilamente, recobraba al fin la distancia que les separaba; y la recorrió un estremecimiento de terror, una intuición de aquel terror que la invadiría más adelante. Lo conocía: se sentía transparente, clarividente, depositaria de todas las cosas. Con exclusión de Dick. Le miró: era un bulto bajo las mantas, su rostro, una pálida mancha en el incipiente amanecer. La luz entraba por el bajo cuadrado de la ventana y con ella llegó una brisa cálida y sofocante. «Pobre Dick», dijo por última vez y no volvió a pensar en él.
Se levantó y fue a la ventana. El bajo alféizar le rozaba los muslos. Si se inclinaba y alargaba la mano; podía tocar el suelo, que hacía pendiente hasta llegar a los árboles. Las estrellas habían desaparecido, el cielo era inmenso e incoloro y el veld aparecía difuso; todo estaba al borde del color. Había un atisbo de verdor en la curva de una hoja, un fulgor en el cielo que era casi azulado y el claro contorno estrellado de las poinsetias sugería el estallido del escarlata.
Con lentitud fue desparramándose por el cielo un maravilloso resplandor rosado y los árboles se estiraron para salir a su encuentro, tiñéndose de rosa, y al asomarse al amanecer, Mary vio que el mundo ya había adquirido color y forma. La noche se había esfumado. Pensó que cuando saliera el sol, su momento habría desaparecido, aquel momento inigualable de paz y perdón que le había concedido un Dios misericordioso. Se agachó y apoyó en el alféizar y permaneció inmóvil en su incómoda posición, aferrada a los últimos restos de felicidad, con la mente clara como el propio cielo. Pero, ¿por qué esta última mañana se había despertado tranquila de un sueño profundo y no, como de costumbre, de una de aquellas horribles pesadillas que parecían continuar durante el día, hasta que a veces no se distinguía ninguna división entre los horrores del día y de la noche? ¿Por qué estaba allí, contemplando el amanecer, como si el mundo se estuviera creando de nuevo para ella, y sintiendo aquella alegría honda y maravillosa? Se hallaba en el interior de una burbuja de brillante color y luz, de jubilosos sonidos y gorjeos de pájaros. Los árboles que la rodeaban rebosaban de pájaros cantores que proclamaban su felicidad y la entonaban a coro para invadir el cielo con ella. Ligera como una pluma al viento, abandonó la habitación y salió a la veranda. Era tan hermoso, tan hermoso que apenas podía soportar la contemplación de aquel cielo encendido, ribeteado de rojo y difuminado contra el intenso azul; de los hermosos árboles inmóviles, con su carga de pájaros felices; de las chillonas poinsetias estrelladas que cortaban el aire con su sierra escarlata.
El rojo se derramó desde el centro del cielo y pareció teñir el humo que coronaba las colinas e iluminar los árboles con un amarillo azufre de cálidos tonos. El mundo era un milagro de color, ¡y todo para ella, sólo para ella! Quería llorar de alivio y juvenil alborozo. Y entonces oyó aquel sonido que nunca podía soportar, la primera cigarra gritando entre los árboles. ¡Era el sonido del propio sol, y cómo odiaba ella al sol! Ya salía, asomaba como una hostil curva roja por detrás de una roca negra y un rayo de fuerte luz amarilla hendió el azul de cielo. Las cigarras se incorporaron una tras otra al grito de la primera, ahogando los trinos de los pájaros, y aquel chillido insistente se antojó a Mary el ruido del sol al girar sobre su ardiente núcleo, el sonido de la luz despiadada y deslumbrante, el clamor del fuego. Ya empezaba a latirle la cabeza y a dolerle los hombros. El disco rojo y mate salió con una sacudida de detrás de los riscos y el cielo perdió su color; ante ella se extendía un paisaje árido, aplanado por el sol, pardo, marrón y verde aceituna, y la niebla de humo estaba por doquier, flotando entre los árboles y oscureciendo las colinas. El cielo se cernió sobre Mary, cubierto por espesos cendales de humo amarillento. El mundo era pequeño, reducido a una habitación de calor, neblina y luz.
Se estremeció y pareció despertarse mientras miraba a su alrededor y se humedecía con la lengua los labios resecos. Estaba apoyada contra la delgada pared de ladrillos, con las manos extendidas y las palmas hacia arriba, como si quisiera detener la irrupción del día. Las dejó caer, se apartó de la pared y miró por encima del hombro el lugar donde se había apoyado. «Aquí -dijo Dick en voz alta-, será aquí.» Y el sonido de su propia voz, tranquila, profética, fatídica, sonó a sus oídos como un aviso. Entró en la casa, apretándose la cabeza con las manos, para huir de aquella veranda maligna.
Dick se había despertado y ya se ponía los pantalones para ir a tocar el gong. Mary se detuvo, esperando oír el ruido. Cuando hubo sonado, llegó el terror. Él estaba allí, en alguna parte, esperando que el gong anunciara el último día. Podía verle con claridad. Estaba bajo un árbol cualquiera, apoyado en el tronco y con los ojos fijos en la casa, esperando. Lo sabía. Pero aún no, se dijo para sus adentros, todavía no; todo el día por delante.
– Vístete, Mary -dijo Dick en voz baja y apremiante. La frase, repetida, penetró en su cerebro; entró, obediente, en el dormitorio y empezó a vestirse. Mientras se abrochaba los botones, se interrumpió, fue hacia la puerta, y estuvo a punto de llamar a Moses para que la abrochara, le alargara el cepillo, le atara el cabello y se responsabilizara de ella para evitarle la necesidad de pensar por sí misma. A través de la cortina vio a Dick y a aquel muchacho sentados a la mesa, comiendo algo que ella no había preparado. Recordó que Moses se había marchado y el alivio recorrió todo su cuerpo. Estaría sola, todo el día sola. Podría concentrarse en lo único que le importaba ahora. Vio a Dick levantarse con el rostro crispado y correr la cortina y Mary comprendió que se había detenido en el umbral con el vestido desabrochado, a la vista de aquel muchacho. La invadió una gran vergüenza, pero antes de que el bendito resentimiento pudiera contrarrestar aquella vergüenza, ya había olvidado a Dick y a su joven ayudante. Terminó de vestirse con gran lentitud y parsimonia, haciendo pausas después de cada movimiento -¿acaso no tenía todo el día a su disposición?-, y por fin salió del dormitorio. La mesa estaba llena de platos; los hombres se habían ido a trabajar. En una fuente grande había una gruesa capa de grasa blanca solidificada; pensó que debían haberse marchado hacía bastante rato.
Con desgana, amontonó los platos, los llevó a la cocina, llenó el fregadero de agua y entonces olvidó lo que estaba haciendo. De pie, con las manos colgando a los lados, pensó: «Él espera en alguna parte, fuera, entre los árboles.» Corrió por la casa llena de pánico, cerrando puertas y ventanas, y al final se desplomó en el sofá, como una liebre agazapada tras un montículo de hierba, viendo acercarse los perros. Pero era inútil esperar ahora; su intuición le decía que tenía el día entero por delante, hasta que anocheciera. Y durante un breve espacio de tiempo, su mente volvió a aclararse.