– Cuando haya estado en el país el tiempo suficiente, comprenderá que no nos gusta que los negros vayan por ahí asesinando a mujeres blancas.
Tony tenía atragantada la frase «Cuando haya estado en el país…» La había oído tan a menudo que le atacaba los nervios. También le encolerizaba. Y le hacía sentir inexperto. Le habría gustado soltar la verdad con una declaración abrumadora e irrefutable; pero la verdad no era así. Nunca lo era. El hecho que él conocía, o adivinaba, acerca de Mary, el hecho que aquellos dos hombres estaban conspirando por ocultar, podía formularse con bastante sencillez. Pero lo importante, lo que realmente hacía al caso, o al menos así lo creía él, era comprender el marco, las circunstancias, los caracteres de Dick y Mary, la pauta de sus vidas. Y aquello no era tan fácil de exponer. Había llegado a la verdad siguiendo muchos vericuetos y habría que explicarla sin omitir ninguno. Y su emoción dominante, que era una piedad impersonal hacia Mary, Dick y el nativo, una piedad mezclada con rabia contra las circunstancias, le impedía saber con claridad por donde debía empezar.
– Escuche -dijo-, le diré lo que sé desde el principio, pero me temo que será un poco largo…
– ¿Quiere decir que sabe por qué han asesinado a la señora Turner? -La pregunta equivalió a un corte astuto y rápido.
– No, no es eso exactamente. Sólo que puedo desarrollar una teoría. -La elección de las palabras fue muy desafortunada.
– No necesitamos teorías, necesitamos hechos. Y, en cualquier caso, debe usted pensar en Dick Turner. Todo esto es muy desagradable para él. Hay que pensar en el pobre diablo.
Otra vez lo mismo: el ruego totalmente ilógico que por lo visto no era ilógico para aquellos dos hombres. ¡El asunto no podía ser más ridículo! Tony empezó a perder los estribos.
– ¿Quiere o no quiere saber lo que tengo que decir? -preguntó con irritación.
– Adelante. Pero recuerde que no quiero oír fantasías. Quiero hechos. ¿Ha visto algo determinado que arroje luz sobre este asesinato? Por ejemplo, ¿ha visto a ese negro intentando robar joyas o algo parecido? Quiero hechos, no castillos en el aire.
Tony se echó a reír. Los dos hombres le miraron, estupefactos.
– Sabe tan bien como yo que este caso no se puede explicar con tanta facilidad. Usted lo sabe. Es algo que no se puede decir en dos palabras, blanco o negro.
No había nada que replicar a esto; nadie habló. Como si no hubiera oído las últimas palabras, el sargento Denham preguntó por fin, con el ceño muy fruncido:
– Por ejemplo, ¿cómo trataba a su criado la señora Turner? ¿Maltrataba a los peones?
El exasperado Tony, que buscaba a ciegas un asidero en aquel torbellino de emoción y lealtades medio comprendidas, se agarró a la pregunta como un modo cualquiera de iniciar su relato.
– Sí, creo que le maltrataba. Aunque, por otra parte…
– Le reñía, ¿eh? Bueno, las mujeres suelen hacerlo en este país, ¿verdad, Slatter? -La voz era desenvuelta, íntima, informal-. Mi vieja me vuelve loco… debe ser culpa de este país. No tienen idea de cómo tratar a los negros.
– Hay que ser hombre para tratar con ellos -intervino Charlie-. Los negros no comprenden a las mujeres que dan órdenes; ellos mantienen a las suyas en el lugar que les corresponde.
Rió y el sargento hizo lo propio. Se volvieron a mirarse, incluyendo a Tony, llenos de un alivio manifiesto. La tensión había remitido; el peligro había pasado; una vez más habían esquivado a Tony y, al parecer, daban la entrevista por concluida. El muchacho apenas podía creerlo.
– Pero, escuche… -empezó, y se detuvo a media frase. Los dos hombres le miraron con semblantes graves e irritados. ¡Y el aviso era inconfundible! Se trataba del aviso que se da al novato que está a punto de traicionarse a sí mismo hablando más de la cuenta. Comprender aquello fue demasiado para Tony. Renunció; se lavó las manos del asunto. Miró, atónito, a los otros dos; compartían el mismo estado de ánimo y emoción, en una avenencia perfecta; pero no eran conscientes de ello; su tratamiento conjunto de la cuestión había sido instintivo; no tenían la menor idea de que hubiera en él algo extraordinario, ni siquiera ilegal. Y, a fin de cuentas, ¿había algo ilegal? Pensándolo bien, se trataba de un diálogo inconsecuente, ahora que el cuaderno de notas estaba cerrado… y lo había estado desde que llegaran al momento crucial de la escena.
Charlie observó, volviéndose hacia el sargento:
– Será mejor sacarla de aquí. Hace demasiado calor para esperar más.
– Sí -asintió el policía, alejándose para dar las órdenes pertinentes.
Tony se dio cuenta más tarde de que aquella observación brutalmente prosaica fue la única referencia directa a la pobre Mary Turner. Sin embargo, ¿por qué referirse a ella? Aunque se trataba de una conversación cordial entre el granjero que había sido su vecino más próximo, el policía durante cuyas rondas había invitado a su casa y el ayudante qué había vivido allí varias semanas. No era una ocasión formal: Tony se lo dijo a sí mismo una y otra vez. Más adelante el caso pasaría a un tribunal de justicia, donde sería tratado debidamente.
– El juicio será sólo una formalidad, desde luego -dijo
el sargento, como si pensara en voz alta, con una mirada a Tony. Se hallaba junto al coche policial, viendo cómo el agente nativo levantaba el cuerpo de Mary Turner, que habían envuelto en una manta, para depositarlo en el asiento trasero. Estaba rígida; un brazo estirado chocó horriblemente contra la estrecha portezuela; fue difícil meterla dentro del vehículo. Por fin lo lograron y cerraron la puerta. Y entonces se presentó otro problema: no podían colocar a Moses, el asesino, en el mismo coche; no se podía poner a un negro al lado de una mujer blanca,- aunque estuviera muerta y él la hubiera matado. Sólo quedaba el coche de Charlie, y el loco, Dick Turner, estaba sentado en el asiento trasero, con la mirada fija. Todos parecían sentir que Moses, tras haber cómetido un asesinato, merecía ser llevado en coche; pero no había otra solución, tendría que ir andando hasta la estación de policía, escoltado por los agentes en bicicleta.
Una vez ultimados todos estos detalles, se produjo una pausa.
Permanecieron junto a los coches, en el momento de separarse, contemplando la casa de ladrillos rojos y tejado brillante por el calor, los espesos y envolventes chaparrales y el grupo de negros iniciando bajo los árboles su larga caminata. Moses, impasible, se dejaba conducir sin realizar ningún movimiento voluntario. Su rostro carecía totalmente de expresión; parecía tener los ojos fijos en el sol. ¿Pensaría quizá que le quedaba poco tiempo para verlo? Imposible afirmarlo. ¿Arrepentimiento? No daba ninguna señal de él. ¿Miedo? No se advertía ninguno. Los tres hombres miraban al asesino absortos en sus propios pensamientos, especulando, ceñudos, pero sin considerarle importante ahora. No, no tenía importancia: era el eterno negro que roba, viola y mata si se le da media ocasión. Ni siquiera para Tony era ya importante; y su conocimiento de la mente indígena era demasiado exiguo para permitirle cualquier conjetura.
– ¿Y qué hacemos con él? -preguntó Charlie, indicando a Dick Turner con el pulgar. Quería decir: ¿qué papel hará en el juicio?
– Tengo la impresión de que no servirá de mucho -opinó el sargento quien, después de todo, tenía mucha experiencia en muertes, crímenes y locuras.
No, lo importante para ellos era Mary Turner, que había dejado en mal lugar a su bando; pero, como estaba muerta, ni siquiera ella constituía un problema. Lo único todavía pendiente de solución era la necesidad de guardar las apariencias. El sargento Denham entendía de esto; formaba parte de su trabajo, aunque no apareciera en el reglamento, y estaba bastante implícito en el espíritu del país, el espíritu del que él estaba impregnado. Charlie Slatter entendía de esto, nadie mejor que él. Seguían el uno al lado del otro; como movidos por el mismo impulso, el mismo temor, la misma pesadumbre, permanecieron juntos hasta el último momento, antes de abandonar el lugar, dirigiendo a Tony la última advertencia silenciosa, mirándole con gravedad.
Y Tony empezó a comprender. Ahora sabía, por lo menos, que lo que se había dirimido en aquella habitación que acababan de abandonar no tenía nada que ver con el asesinato como tal. El asesinato en sí no era nada. La lucha que se había librado con unas breves palabras -o, mejor, en los silencios entre las palabras- no tenía nada que ver con el significado superficial de la escena. Lo comprendería mucho mejor al cabo de unos meses, cuando se hubiera «acostumbrado al país». Y entonces procuraría olvidar aquella revelación, porque vivir con la segregación racial en todos sus matices e implicaciones significa cerrar la mente a muchas cosas, si quiere uno seguir siendo un miembro aceptado de la sociedad. Pero en el intervalo habría algunos breves momentos en que vería las cosas con claridad y comprendería que en la actitud de Charlie Slatter y del sargento la «civilización blanca» luchaba en defensa propia, una «civilización blanca» que jamás, jamás admitirá que una persona blanca, y en particular, una mujer blanca pueda mantener una relación humana, ya sea para bien o para mal, con una persona negra. Porque una vez ha hecho esta admisión, se desmorona y nada puede salvarla. Por esto no puede de ninguna manera permitirse fallos como el de los Turner.
A causa de aquellos pocos momentos lúcidos y de su confusa intuición, puede decirse que Tony fue aquel día la persona de más responsabilidad entre las presentes. Porque ni al sargento ni a Slatter se les habría ocurrido pensar jamás que pudieran estar equivocados; les mantenía, como en todos sus contactos con la relación entre blancos y negros, el sentimiento de una responsabilidad casi mártir. Sin embargo, también Tony quería ser aceptado por aquel país nuevo. Tendría que adaptarse y, si no lo conseguía, sería rechazado; veía la cuestión con toda claridad, había oído demasiadas veces la frase «acostumbrarse a nuestras ideas» para hacerse ilusiones al respecto. Y, si hubiera actuado de acuerdo con sus ya confusas ideas sobre el bien y el mal, con su sentimiento de que se cometía una monstruosa injusticia, ¿qué diferencia habría supuesto para el único participante de la tragedia que no estaba muerto ni loco? Porque Moses sería colgado sin remedio; había cometido un asesinato, era un hecho evidente. ¿Deseaba acaso continuar luchando a ciegas por un principio? Y de ser así, ¿por qué principio? Si hubiese dado un paso hacia delante, como estuvo a punto de hacer, cuando el sargento Denham subió finalmente al coche y hubiese dicho: «Oiga, no pienso cerrar la boca acerca de esto», ¿qué habría ganado? Es seguro que el sargento no le habría comprendido. Sus facciones se habrían contraído y fruncido su ceño por la irritación y, levantando el pie del pedal del embrague, habría preguntado: «¿Cerrar la boca acerca de qué? ¿Quién le ha pedido que lo haga?» Entonces, si Tony hubiese murmurado algo sobre la responsabilidad, habría dirigido a Charlie una mirada significativa, encogiéndose de hombros. Tony podría haber continuado, haciendo caso omiso del gesto y de la implicación de su error: «Si tiene que echar la culpa a alguien, cargue con ella a la señora Turner. No se puede tener todo. O los blancos son responsables de su conducta o no lo son. En un asesinato de esta clase intervienen dos. Aunque en realidad no se la puede culpar, no pudo evitar ser como era. He vivido aquí, lo cual ninguno de ustedes dos ha hecho y todo el asunto es tan complicado que resulta imposible asegurar quien es el culpable.» A lo que el sargento habría replicado: «Puede usted decir lo que piensa ante el tribunal.» Esto era lo que habría dicho, como si la cuestión no hubiera sido decidida -aunque sin mencionarla explícitamente- sólo diez minutos atrás. «No se trata de dar la culpa a nadie- habría dicho el sargento-. ¿Acaso alguien ha pronunciado la palabra culpa? Pero no se puede negar el hecho de que este negro la ha asesinado, ¿verdad que no?»