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Y sobre todo, detestaba el cine. Cuando en aquella ocasión se encontró en la sala, se preguntó qué le habría impulsado a quedarse. No podía fijar la vista en la pantalla. Las mujeres de piernas largas y caras maquilladas le aburrían y el argumento no tenía sentido. Además, hacía calor y el aire estaba viciado. Al cabo de un rato prescindió por completo de la pantalla y contempló a los espectadores. Delante, alrededor y detrás de él, hileras y más hileras de gente que miraba con fijeza hacia la pantalla, apartándose unos de otros, centenares de personas que habían abandonado sus cuerpos y vivían las experiencias de aquellos estúpidos actores que hacían muecas. Se sentía muy inquieto.

Se removió en el asiento, encendió un cigarrillo y miró hacia las cortinas de terciopelo oscuro que ocultaban las salidas. Y entonces, al dirigir la mirada hacia su misma hilera, vio un rayo de luz procedente del techo que iluminaba la curva de una mejilla y una cabellera rubia y resplandeciente. El rostro parecía flotar, anhelante, mirando hacia arriba, cruzado por reflejos dorados y rojizos bajo el extraño rayo verdoso. Dio un codazo a su amigo y preguntó: «¿Quién es?» «Mary», fue el gruñido que siguió a una breve ojeada. Pero «Mary» no dijo mucho a Dick. Permaneció vuelto hacia el bello rostro flotante y la cabellera suelta y, cuando terminó la sesión, la buscó, atolondrado, entre el gentío apiñado en la puerta. Pero no pudo verla. Supuso vagamente que debía de haberse ido con alguien. Tenía que llevar a una chica a su casa a la que apenas dirigió una mirada. Vestía de un modo que se le antojó ridículo y los tacones altos sobre los que se tambaleaba al cruzar la calle a su lado le daban ganas de reír. Una vez dentro de la camioneta, la chica miró por encima del hombro hacia la repleta parte trasera y preguntó con voz rápida y afectada:

– ¿Qué son esas cosas tan raras que llevas ahí?

– ¿No has visto nunca una grada? -preguntó él a su vez. La dejó sin lamentarlo ante la casa donde vivía, un gran edificio lleno de luces y bullicio, y la olvidó inmediatamente.

En cambio, soñó con la chica del rostro levantado y la melena de cabellos sueltos y resplandecientes. Era un lujo soñar con una mujer, porque se había prohibido a sí mismo semejantes pasatiempos. Había empezado a cultivar la tierra hacía cinco años y aún no sacaba beneficios. Estaba en deuda con el Banco Agrícola y fuertemente hipotecado porque no tenía ningún capital cuando empezó. Había renunciado a beber, a fumar, a todo lo que no fuera estrictamente necesario. Trabajaba como sólo puede trabajar un hombre poseído por una visión, desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, comiendo en los campos, todo él concentrado en la granja. Su sueño era casarse y tener hijos, pero no podía pedir a una mujer que compartiera semejante vida. Antes tenía que saldar su deuda, construir una casa, ser capaz de ofrecer algún pequeño lujo. Después de sacrificarse durante años, parte de su sueño era mimar a su futura esposa. Sabía con exactitud qué clase de casa construiría: no uno de aquellos insensatos edificios, parecidos a bloques, plantados encima de la tierra. Quería una casa con techumbre de paja, grande, con amplias verandas abiertas a la brisa. Incluso había elegido los hormigueros que cavaría para hacer los ladrillos y marcado las partes de la granja donde la hierba crecía más alta, hasta rebasar la estatura de un hombre, para cubrir el techo. Sin embargo, a veces tenía la impresión de que estaba muy lejos de conseguir-lo que ansiaba. Le perseguía la mala suerte. Sabía que los granjeros de los alrededores le llamaban «Jonás». Si había sequía, a él le tocaba la peor parte, y si llovía a cántaros, su granja se inundaba más que ninguna otra. Si decidía cultivar algodón, éste bajaba súbitamente de precio, y si había una plaga de langostas, sabía, con una especie de airado, pero resuelto fatalismo, que irían directamente hacia su mejor campo de maíz. Su sueño había perdido grandiosidad en los últimos tiempos. Estaba solo, necesitaba una esposa y, sobre todo, hijos; y si las cosas continuaban como hasta entonces, pasarían años antes de que pudiera tenerlos. Empezó a pensar en pagar parte de la hipoteca y añadir otra habitación a la casa y comprar algunos muebles a fin de poder adelantar la boda. Pensó en la chica del cine, que pronto se convirtió en el foco de su trabajo y sus fantasías, aunque se maldecía a sí mismo por ello, sabiendo que pensar en las mujeres y, en particular, en aquella mujer, era más peligroso para él que la misma bebida; pero todo fue inútil. Un mes después de su visita a la ciudad, se sorprendió planeando la siguiente. No era necesaria y lo sabía; renunció incluso a convencerse a sí mismo de que era necesaria. En la ciudad, despachó con rapidez los pocos asuntos que tenía pendientes y fue a buscar a alguien que pudiera decirle el apellido de Mary.

Cuando se detuvo ante el gran edificio, lo reconoció, pero no relacionó a la chica que había acompañado a su casa aquella noche con la chica del cine. Ni siquiera la reconoció cuando bajó al vestíbulo y se quedó parada, buscándole. Vio a una chica alta y delgada, de ojos evasivos, profundamente azules, que parecían afligidos. Llevaba el pelo ondulado, muy pegado a la cabeza, y vestía pantalones. Las mujeres que iban con pantalones no le parecían nada femeninas; en aquello era muy anticuado. Entonces ella inquirió: «¿Me busca a mí?», muy perpleja y tímida y al instante él recordó aquella voz tonta preguntándole sobre las gradas y la miró con expresión incrédula. Estaba tan desilusionado que empezó a tartamudear y a mover los pies. Entonces pensó que no podía permanecer allí para siempre, mirándola con fijeza, y la invitó a dar un paseo en coche. No fue una velada agradable. Él estaba enfadado consigo mismo por su desengaño y debilidad; ella se sentía halagada pero no dejaba de preguntarse por qué la habría invitado, ya que apenas le dirigió la palabra mientras conducía sin rumbo por la ciudad con ella sentada a su lado. Él quería encontrar a la chica de sus sueños y lo consiguió antes de llevarla de vuelta a su casa. La miró de soslayo cada vez que pasaron por delante de un farol y comprendió que un juego de luces había creado algo hermoso y extraño en una chica corriente y no muy atractiva. Y entonces empezó a gustarle, porque era esencial para él amar a alguien; no se había dado cuenta de lo solo que estaba. Cuando la dejó aquella noche, fue con pesar, y le dijo que volvería pronto.

De regreso en la granja, reanudó con ahínco el trabajo. Si no tenía cuidado, aquello terminaría en boda y no podía permitirse aquel lujo. Así pues, todo había terminado. La olvidaría y no volvería a pensar en aquel asunto. Además, ¿qué sabía de ella? ¡Nada en absoluto! Sólo que parecía una chica «muy mimada», desde luego no de la clase apta para compartir la vida dura de un granjero. Así discutía consigo mismo, trabajando con más afán que nunca y pensando a veces: «Después de todo, si este año obtengo una buena cosecha, siempre estoy a tiempo de volver a visitarla.» Se acostumbró a caminar diecisiete kilómetros diarios por el veld, con la escopeta al hombro, una vez terminado el trabajo, con el propósito de agotarse. Acabó exhausto, adelgazó y llegó a parecer un visionario. Luchó consigo mismo durante dos meses, hasta que un día se sorprendió preparándose para ir en coche a la ciudad, como si lo tuviera decidido desde hacía tiempo y todas sus exhortaciones y la disciplina que se había impuesto no fueran más que una pantalla para ocultarse a sí mismo sus verdaderas intenciones. Mientras se vestía, silbaba una tonadilla, aunque en tono apagado, y en su rostro se dibujaba una sonrisa de desaliento.

En cuanto a Mary, aquellos dos meses fueron una larga pesadilla. Había hecho el viaje desde su granja después de conocerla durante cinco minutos y luego, tras dedicarle una velada, no se había animado a volver. Sus amigas tenían razón, le faltaba algo o, si no le faltaba, no le funcionaba bien.-.Pero se obstinó en recordarle, pese al hecho de repetirse a sí misma que era una inútil, una fracasada, un ser ridículo a quien nadie quería. Dejó de salir por las noches para quedarse en su habitación esperando que fuera a buscarla. Pasaba sola horas y horas, con la mente en blanco a fuerza de sentirse desgraciada; y por las noches soñaba que luchaba por cruzar un desierto de arena o subía escaleras que se derrumbaban cuando llegaba arriba, haciéndola resbalar de nuevo hasta abajo. Por las mañanas se despertaba cansada y deprimida, incapaz de afrontar la jornada de trabajo. Su jefe, acostumbrado a su invariable eficiencia, le dijo que se tomara unas vacaciones y no volviera hasta que se sintiera mejor. Salió de la oficina con la sensación de que la habían echado (aunque el jefe no pudo ser más comprensivo con su agotamiento) y permaneció todo el día en el club. Si se iba de vacaciones, Dick no la encontraría. Y sin embargo, ¿qué era Dick para ella, en realidad? Nada; apenas le conocía. Era un hombre flaco, requemado por el sol, de voz lenta y ojos profundos, que había aparecido en su vida por casualidad; aquello era todo lo que podía decir de él. No obstante, daba la impresión de que estaba enfermando por su causa. Toda su inquietud, todos sus vagos sentimientos de inferioridad se centraban en él, y cuando se preguntó, consternada, por qué tenía que ser él y no cualquier otro de los hombres que conocía, no obtuvo una respuesta satisfactoria.

Semanas después de que renunciara a toda esperanza y hubiese acudido al médico para que le recetara algo porque «se sentía cansada» y le habían dicho que se fuera en seguida de vacaciones si quería evitar un derrumbamiento total; cuando ya había llegado a tal estado de abatimiento, que le era imposible salir con ninguno de sus antiguos amigos, obsesionada como estaba con la idea de que su amistad era un pretexto para disimular las habladurías maliciosas y una verdadera antipatía hacia ella, volvieron a reclamar una noche su presencia en el vestíbulo. No pensaba en Dick. Cuando le vio, necesitó todo su autodominio para saludarle con calma; si hubiera demostrado su emoción, tal vez él habría renunciado a ella. A aquellas alturas ya había logrado convencerse a sí mismo de que era una persona práctica, adaptable y serena que sólo necesitaría unas pocas semanas en la granja para ser como él quería que fuese. Unas lágrimas histéricas le habrían escandalizado, destrozado su visión de ella.

Fue a una Mary maternal y en apariencia tranquila a la que hizo su proposición de matrimonio. Cuando ella le aceptó, se mostró enamoradísimo, humilde y agradecido. Se casaron por dispensa especial dos semanas después. El deseo de Mary de casarse lo más deprisa posible le sorprendió; la veía como una mujer ocupada y popular, con un lugar seguro en la vida social de la ciudad y pensaba que necesitaría cierto tiempo para arreglar sus asuntos; aquella idea de ella formaba parte de la atracción que ejercía sobre él. Pero, en realidad, una boda rápida favorecía sus planes. Detestaba la idea de esperar en la ciudad mientras una mujer se preocupaba de trapos y damas de honor. No hubo luna de miel. Explicó que era demasiado pobre para permitirse aquel lujo, aunque si ella insistía, trataría de complacerla. Ella no insistió. Consideró un gran alivio escapar de una luna de miel.

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