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Cuando él comprendió por fin el objetivo de sus planes, olvidó sus respuestas. Preguntó con voz débil:

– Y cuando hayamos ganado todo ese dinero, ¿qué haremos?

Por primera vez ella pareció vacilar y bajó la mirada para no cruzarla con la de Dick. En realidad, no lo había pensado. Sólo sabía que quería el éxito de su marido, que ganase dinero para poder hacer lo que quisieran, abandonar la granja y llevar de nuevo una existencia civilizada. La miseria en que vivían era insoportable y los estaba destruyendo. No era que les faltase comida, sino el hecho de que tuvieran que vigilar hasta el último penique, renunciar a vestidos nuevos y a diversiones y posponer las vacaciones a un futuro indefinido. Una pobreza que permite un pequeño margen para gastos, pero está siempre amenazada por la deuda, que corroe como una conciencia, es peor que pasar hambre. Así era como ella lo veía. Y la atormentaba, porque se trataba de una pobreza impuesta por ellos mismos. Otras personas no habrían comprendido la orgullosa autosuficiencia de Dick. Había muchos agricultores en el distrito, y de hecho en todo el país, que eran pobres como ellos, pero que vivían como querían, acumulando deudas y esperando que la suerte acabara sonriéndoles. (Y, entre paréntesis, hay que admitir que su despreocupación se vio recompensada; con la llegada de la guerra y el boom del tabaco, hicieron fortunas en un solo año, lo cual hizo aparecer a los Turner aún más ridículos.) Y si los Turner hubieran decidido olvidar su orgullo, tomarse unas vacaciones caras y comprar un coche nuevo, sus acreedores, acostumbrados a aquella clase de granjeros, les habrían dado su visto bueno. Pero Dick no podía obrar así. Aunque Mary le odiase por ello, considerándole un estúpido, era lo único de él que aún respetaba: podía ser un débil y un fracasado, pero en aquello, la última ciudadela de su orgullo, permanecía inamovible.

Y por eso no le pedía que olvidase su conciencia y obrara como los demás. Ya entonces se hacían fortunas con el tabaco. Parecía tan fácil. Sí, parecía fácil incluso en aquellos momentos, mientras contemplaba el rostro cansado y triste de Dick, sentado a la mesa frente a ella. Lo único que tenía que hacer era decidirse. ¿Y después? Aquélla era la pregunta de él: ¿cuál sería su futuro?

Cuando pensaba en aquel tiempo difuso y maravilloso del futuro, en que podrían vivir como se les antojara, Mary siempre se imaginaba en la ciudad viviendo como antes, rodeada de sus amigas en el Club para mujeres solteras. Dick no encajaba en aquel escenario, de ahí que cuando repitió la pregunta, después del largo y evasivo silencio de ella, durante el cual evitó su mirada, Mary no supo qué decir, silenciada por la inexorable diferencia de sus necesidades. Volvió a apartarse el cabello de los ojos, como rechazando algo en lo que no quería pensar, y dijo, esquivando la pregunta:

– No podemos seguir como hasta ahora, ¿verdad?

Y entonces se produjo otro silencio. Ella golpeó la mesa con el lápiz, haciéndolo girar entre el pulgar y el índice, produciendo un ruido monótono e irritante que puso en tensión los músculos de él.

Ahora todo dependía de Dick. Mary lo había puesto todo de nuevo en sus manos y sometido la cuestión a su criterio, pero sin ofrecerle una meta por la que trabajar. Y él empezó a sentir amargura y a enfadarse con ella. Claro que no podían seguir como hasta entonces: ¿acaso él había dicho lo contrario? ¿Acaso no trabajaba como un negro para liberarse? Lo malo era que había perdido la costumbre de vivir en el futuro; este aspecto de ella le preocupaba. Se había acostumbrado a pensar sólo hasta la próxima estación; la estación siguiente marcaba siempre la frontera de sus planes. En cambio, ella la había traspasado y ya pensaba en otras personas, en una vida diferente… sin él; lo sabía, aunque ella no lo hubiera dicho. Y sentía pánico, porque hacía tanto tiempo que no trataba a otras personas que ya no las necesitaba. Le divertía un breve diálogo ocasional con Charlie Slatter, pero si no se presentaba la ocasión, se quedaba tan tranquilo. Y sólo se sentía inútil y fracasado cuando se relacionaba con otra gente. Había vivido tantos años con los jornaleros nativos, haciendo planes para el año próximo, que sus horizontes se habían reducido al tamaño de su existencia y no podía imaginar nada más. Desde luego, era incapaz de imaginarse a sí mismo en un lugar que no fuera la granja; conocía cada uno de sus árboles. Esto no es retórica: conocía el veld, gracias al cual subsistía, como lo conocen los nativos. No era el suyo el amor sentimental del habitante de la urbe. Sus sentidos se habían agudizado para percibir el ruido del viento, el canto de los pájaros, el tacto de la tierra, los cambios de tiempo, pero se habían embotado para todo lo demás. Fuera de la granja, languidecería hasta morir. Quería hacer dinero para poder continuar viviendo en ella, pero con comodidad, a fin de que Mary pudiese tener las cosas que ansiaba. Ante todo, para poder tener hijos. Los hijos eran para ¿1 una necesidad insistente. Ni siquiera ahora había perdido la esperanza de que algún día… Y no había comprendido nunca que ella pudiera imaginarse el futuro lejos de la granja, ¡y con su aquiescencia! Sólo pensarlo le hacía sentir perdido y vacío, sin ningún apoyo en la vida. La miró casi con horror, como a una extraña que no tuviera derecho a estar con él ni a dictarle lo que debía hacer.

Pero no podía permitirse pensar en ella de aquel modo: había comprendido, cuando huyó a la ciudad, lo que su presencia en la casa significaba para él. No, tenía que hacerle entender su necesidad de la granja, y cuando hubiesen ganado algún dinero, tendrían niños. Ella debía saber que su frustración no era causada en realidad por su fracaso como agricultor; su fracaso era que ella sintiera hostilidad hacia él como hombre, que su vida en común fuese lo que era. Y cuando pudiesen tener hijos, incluso aquello quedaría borrado y serían felices. Así soñaba Dick, con la cabeza apoyada en las manos, mientras escuchaba el tap-tap-tap del lápiz contra la mesa.

Pero a pesar de aquella cómoda conclusión de. sus meditaciones, la sensación de derrota era abrumadora. Odiaba la sola idea del tabaco; siempre la había aborrecido, se le antojaba un cultivo inhumano. Su granja tendría que llevarse de forma diferente; significaría pasar horas en el interior de edificios a temperaturas húmedas y elevadas y también levantarse en plena noche para vigilar los termómetros.

Manoseó los papeles dispersados sobre la mesa y se apretó la cabeza con las manos, rebelándose tristemente contra su destino. Pero era inútil con Mary delante de él, obligándole a hacer su voluntad. Por fin levantó la vista, esbozó una sonrisa torcida y atormentada y dijo:

– Está bien, jefa, ¿puedo pensarlo durante unos días? Pero en su voz se advertía la humillación. Y cuando ella exclamó, irritada:

– ¡Me gustaría que no me llamaras jefa! -él no contestó, aunque el silencio que se estableció entre ambos proclamó con elocuencia lo que ellos no se atrevían a decir. Mary lo interrumpió levantándose de la mesa en un arrebato, recogiendo con rapidez los libros y diciendo:

– Me voy a la cama. -Y le dejó allí, solo con sus pensamientos.

Tres días después, Dick dijo en voz baja, con la mirada en otro sitio, que había hablado con unos constructores nativos sobre la edificación de dos graneros.

Cuando por fin la miró, obligándose a encararse con su irrefrenable triunfo, vio brillar los ojos de ella con renovada esperanza y pensó lleno de inquietud en lo que significaría para Mary un nuevo fracaso suyo.

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