Las crisis de los individuos, como las crisis de las naciones, no se ven con perspectiva hasta que han pasado. Cuando Mary oyó aquel terrible «año próximo» del agricultor frustrado, se sintió enferma; pero la animada esperanza que la había sostenido no murió hasta el cabo de algunos días y entonces intuyó lo que les esperaba. El tiempo, en el que había vivido sólo a medias, absorta en el futuro, se extendió de pronto ante su vista. El «'año próximo» podía significar cualquier cosa. Podía significar otro fracaso; todo lo más, una recuperación parcial. La tregua milagrosa no iba a producirse. Nada cambiaría; jamás cambiaba nada.
A Dick le sorprendió que mostrara tan pocos signos de desengaño. Se había preparado para afrontar escenas de cólera y lágrimas. El, por costumbre de tantos años, se adaptaba con facilidad a la idea del «año próximo» y en seguida empezó a hacer los planes pertinentes. Como no había indicaciones inmediatas de desesperación por parte de Mary, dejó de buscarlas; al parecer el golpe no había sido tan duro como temiera en un principio.
Pero los efectos de los golpes mortales siempre se manifiestan lentamente. Pasó algún tiempo antes de que Mary dejara de sentir las fuertes oleadas de expectación y esperanza que parecían surgir del fondo de su ser, de una región mental a la que aún no había llegado la noticia del fracaso del tabaco. Su organismo entero tardó mucho en adaptarse a lo que ahora reconocía como la verdad: que pasarían años antes de que pudieran librarse de la granja, si es que se libraban alguna vez.
Siguió una época de triste apatía; sin los violentos accesos de infelicidad que la habían asaltado antes. Ahora sentí; un reblandecimiento interior, como si una insidiosa podredumbre le estuviera royendo los huesos.
Porque incluso soñar despierto requiere un elemento di esperanza para dar satisfacción al soñador. Solía interrumpirse en medio de una de sus habituales fantasías sobre lo: viejos tiempos, que proyectaba hacia el futuro, diciéndose í sí misma que no habría ningún futuro. No habría nada Cero. El vacío.
Cinco años antes se habría drogado con la lectura de no velas románticas. En la ciudad, las mujeres como ella viven indirectamente las vidas de las estrellas de cine. O se refugian en la religión, con preferencia una de las religiones orientales, con más carga sensual. De haber tenido una mejor educación y vivido en la ciudad con fácil acceso a los libros, habría encontrado tal vez a Tagore y vivido un dulce sueño de palabras.
En lugar de esto, pensó vagamente que debía ocuparse, en algo. ¿Y si aumentara el número de gallinas? ¿Y si se dedicase a la costura? Pero se sentía embotada y exhausta, sin interés. Pensó que cuando llegara la próxima estación fría y le infundiera nuevos ánimos, haría alguna cosa. Lo aplazó; la granja ya le producía el mismo efecto que a Dick: pensaba en términos de la próxima estación.
Dick, trabajando con más ahínco que nunca en la granja, se percató por fin de que parecía cansada y de que tenía unas curiosas ojeras hinchadas y manchas rojas en las mejillas. Su aspecto era realmente enfermizo. Le preguntó si se encontraba mal y ella contestó, como si no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento, que sí, que sus dolores de cabeza y una laxitud general podían significar que estaba enferma. Él advirtió que parecía satisfecha de atribuir la causa a una enfermedad.
Le sugirió que, como no tenía dinero para enviarla de vacaciones, se fuera a la ciudad a pasar unos días con sus amigas. Mary se horrorizó. La idea de ver a otras personas, y en especial a quienes la habían conocido cuando era joven y feliz, la hizo sentir como si estuviera toda ella en carne viva, con los nervios al descubierto, a flor de piel.
Dick volvió al trabajo, encogiéndose de hombros ante su obstinación, esperando que fuese una enfermedad pasajera.
Mary pasaba los días moviéndose de un lado a otro de la casa, incapaz de permanecer sentada en el mismo sitio. Dormía mal por las noches. La comida no le repugnaba, pero comer se le antojaba un esfuerzo excesivo. Y continuamente tenía la sensación de que le habían rellenado la cabeza de algodón y que una presión sorda la apretaba desde fuera. Desempeñaba sus tareas como una autómata, cuidando por rutina de los pollos y de la tienda. Durante aquel período no se entregó apenas a sus antiguos accesos de cólera contra el criado; era como si, antes, aquellos furores repentinos hubieran sido la válvula de escape de una fuerza interior y, al morir ésta, ya no fueran necesarios. Pero seguía regañándole; aquello se había convertido en un hábito y no podía hablar a un nativo sin irritación en la voz.
Al cabo de un tiempo, incluso su inquietud pasó. Solía permanecer sentada horas y horas en el viejo y destartalado sofá, con las cortinas de cretona descolorida ondeando sobre su cabeza; parecía sumida en un letargo. Daba la impresión de que al final se había roto algo en su interior y de que se iría agostando lentamente hasta sumergirse en las tinieblas.
Sin embargo, Dick pensaba que estaba mejor.
Hasta que un día se dirigió a él con una nueva expresión en la cara, una expresión desesperada y apremiante que no le había visto nunca, y le preguntó si podían tener un hijo. Él se alegró: era la mayor felicidad que le había dado, porque lo pedía ella por propia iniciativa, acercándose a él… eso fue lo que Dick pensó. Creyó que por fin deseaba aproximarse a él y lo expresaba de aquella manera. Tan grande fue su contento, su satisfacción, que estuvo a punto de acceder. Era lo que más deseaba; aún soñaba que un día, «cuando las cosas fueran mejor», podrían tener hijos. Pero en seguida su rostro se nubló y respondió:
– Mary, ¿cómo podemos tener hijos?
– Otras personas los tienen, pese a ser pobres.
– Pero, Mary, no sabes lo pobres que somos.
– Claro que lo sé. Pero no puedo continuar así. Necesito tener algo. No sé qué hacer.
Dick vio que deseaba un hijo para sí misma y que él seguía sin significar nada para ella, nada en un sentido verdadero, y replicó tercamente que sólo tenía que mirar a su alrededor para ver qué ocurría con los niños que crecían como crecerían los suyos.
– ¿Dónde? -inquirió ella con expresión vaga, mirando en su torno en la habitación, como si aquellos infortunados niños fueran visibles allí, en su casa.
Dick recordó el aislamiento en que vivía, su falta de participación en la vida del distrito. Pero aquello volvió a irritarle. Había tardado años en interesarse por la granja; al cabo de tanto tiempo, aún no conocía a las personas que vivían a su alrededor y apenas sabía los nombres de sus vecinos.
– ¿No has visto nunca al holandés de Charlie?
– ¿Qué holandés?
– Su ayudante. ¡Trece hijos! Con doce libras al mes. Slatter es muy duro con él. ¡Trece hijos! Corren de un lado a otro como cachorros, vestidos con harapos, y viven de calabazas y maíz como los cafres. No van a la escuela…
– Pero, ¿y uno solo? -persistió Mary con voz débil y plañidera. Fue un gemido. Sentía que necesitaba un hijo para salvarse de sí.misma. Le había costado semanas de lenta desesperación llegar hasta aquel punto. Detestaba la idea de tener un hijo cuando pensaba en su indefensión, su dependencia, el trabajo, la preocupación. Pero la mantendría ocupada. Consideraba extraordinario haber llegado a aquello: a suplicar a Dick que tuvieran un hijo, cuando sabía que él los deseaba y ella los aborrecía. Pero después de pensar en un hijo durante todas aquellas semanas de desesperación, se había acostumbrado a la idea. No sería tan malo, tendría compañía. Pensó en sí misma cuando era niña y en su madre y empezó a comprender por qué su madre se había aferrado a ella, usándola como una válvula de escape. Se identificó con ella, sintiendo cariño y piedad hacia ella después de todos aquellos años, comprendiendo por fin algo de sus sentimientos y pesares. Se vio a sí misma, una niña silenciosa, sin medias, con la cabeza descubierta, entrando y saliendo del gallinero, siempre cerca de su madre, dividida entre el amor y la piedad hacia ella y el odio hacia su padre; e imaginó a su propia hija, consolándola como ella había consolado a su madre. No pensaba en su hija como en una niña pequeña; aquélla era una edad que tendría que soportar del mejor modo posible. No, quería una hija que fuese a la vez su compañera y se negaba a considerar la posibilidad de que pudiera ser un niño. Pero Dick preguntó:
– ¿Y qué me dices de la escuela?
– ¿Qué quieres que diga? -replicó, irritada, Mary.
– ¿Cómo la pagaríamos?
– No hay que pagar nada. Mis padres no la pagaban.
– Pero los.internados se pagan, y también los libros, los viajes en tren, la ropa. ¿Acaso el dinero bajaría del cielo?
– Podríamos pedir una subvención estatal.
– No -respondió Dick, dando un respingo- ¡Ni hablar de eso! Ya estoy harto de entrar con el sombrero en la mano en las oficinas de hombres gruesos para pedirles dinero mientras ellos te miran de arriba abajo con el culo gordo pegado al asiento. ¡La caridad! No quiero ni pienso hacerlo. No quiero ver crecer a un hijo sabiendo que no puedo hacer nada por él. No lo quiero en esta casa ni viviendo de este modo.
– Supongo que vivir de este modo está muy bien para mí -dijo Mary con acritud.
– Tendrías que haberlo pensado antes de casarte conmigo -replicó Dick y ella se enfureció ante aquella cínica injusticia. O. mejor dicho, casi se enfureció. Su rostro se cubrió de un rubor violento y sus ojos lanzaron chispas… pero en seguida se calmó, cerró los ojos y enlazó las manos temblorosas. Su ira se esfumó; estaba demasiado cansada para enfadarse de verdad.
– Pronto cumpliré cuarenta años -murmuró-. ¿No comprendes que dentro de poco tiempo ya no podré tener hijos? Y menos si continúo así.
– Ahora no -respondió él, inexorable. Y aquélla fue la última vez qué se mencionó el tema de un hijo. En realidad, Mary sabía tan bien como él que se trataba de una locura. Pero era típico de Dick alegar que era demasiado orgulloso para pedir prestado como último recurso para salvaguardar su dignidad.
Días después, cuando vio que ella había vuelto a su terrible apatía, le pidió una vez más:
– Mary, te lo ruego, ven a la granja conmigo. ¿Por qué no? Podríamos hacerlo juntos.
– Odio tu granja -contestó Mary con voz áspera y remota-. La odio. No quiero saber nada de ella.
Pero a pesar de su indiferencia, realizó el esfuerzo. Le tenía sin cuidado lo que hacía. Durante varias semanas acompañó a Dick adondequiera que fuese e intentó sostenerle con su presencia. Y más que nunca la embargó la desesperación. Era inútil, inútil. Veía con enorme claridad los defectos de Dick y los errores que cometía con la granja y no podía hacer nada para ayudarle. Era demasiado obstinado. Le pedía consejo y parecía puerilmente satisfecho cuando ella cogía un almohadón y le seguía hasta los campos; pero en cuanto le hacía alguna sugerencia, se encerraba en su terquedad y empezaba a defenderse.