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Aquellas semanas fueron terribles para Mary. Durante aquel breve período, lo miró todo con imparcialidad, sin ilusiones, a sí misma, a Dick, la relación que existía entre ambos, su posición frente a la granja y su futuro; lo vio todo sin falsas esperanzas, honesta y lúcida como la misma verdad. Siguió a Dick de un lado a otro en un estado de ánimo soñador pero clarividente y terminó diciéndose a sí misma que debía dejar de hacer sugerencias y renunciar a cualquier intento de imbuir en él un poco de sentido común. Era inútil.

Empezó a pensar en el propio Dick con una especie de ternura desapasionada. Era un placer para ella desechar cualquier sentimiento de amargura y odio hacia él y acogerle en su mente como lo haría una madre, con ánimo protector, considerando sus debilidades y sus orígenes, de los que no era responsable. Solía llevarse el cojín a un rincón del chaparral, a la sombra, y sentarse en el suelo con las faldas bien recogidas, vigilando las garrapatas que se arrastraban por la hierba y pensando en Dick. Le veía de pie en medio de los dilatados campos rojizos, inmóvil entre las gigantescas glebas, una silueta delgada, tocada con un gran sombrero y vestida con ropas anchas, y se preguntaba cómo podían nacer personas sin aquel rasgo de determinación, sin aquella voluntad férrea que soldaba la personalidad. Dick era bueno, ¡demasiado bueno!, exclamó para sus adentros, con exasperación. Era decente, no había en él ningún asomo de maldad. Y Mary sabía muy bien, cuando se obligaba a mirar de frente aquella cuestión (lo cual era capaz de hacer en aquel estado de desapasionada piedad), que como hombre había sufrido una larga humillación con ella. Sin embargo, nunca había intentado humillarla; se encolerizaba, sí, pero no intentaba vengarse. ¡Era tan bueno! Pero le faltaba cohesión, una fuerza en el centro que le convirtiera en un hombre de una sola pieza. ¿Habría sido siempre igual? En realidad, lo ignoraba; sabía tan poco acerca de él. Sus padres habían muerto y él era hijo único. Había crecido en los suburbios de Johannesburgo y Mary intuía, aunque él no se lo había dicho, que su infancia había sido menos sórdida que la de ella, aunque pobre y llena de sinsabores. Dick había exclamado con amargura una vez que su madre lo había pasado muy mal, y la observación la hizo sentir más cerca de él, porque amaba a su madre y aborrecía a su padre. Cuando tuvo la edad, probó una serie de trabajos. Fue empleado de la oficina de correos, mecánico en el ferrocarril y por último, inspector de los contadores de agua del municipio; entonces decidió ser veterinario. Estudió durante tres meses, descubrió que no podía pagarse la carrera y, obedeciendo a un impulso, se marchó a Rhodesia del Sur para dedicarse a la agricultura y «vivir su propia vida».

Y ahora, aquel hombre bueno y desafortunado se hallaba en su «propia» tierra, que pertenecía al gobierno hasta el último grano de arena, vigilando el trabajo de los nativos mientras ella descansaba en la sombra, mirándole y sabiendo a la perfección que estaba condenado; nunca había tenido la menor posibilidad. Pero incluso mientras pensaba esto, a Mary le pareció imposible que un hombre tan bueno estuviera condenado al fracaso y se levantó del cojín y fue hacia él, decidida a intentarlo una vez más.

– Escucha, Dick -le dijo con timidez no exenta de firmeza-, escucha, he tenido una idea. El año próximo, ¿por qué no talas otras cuarenta hectáreas y plantas un gran campo de maíz? Planta maíz en todos los campos, en lugar de todos estos pequeños cultivos.

– ¿Y qué pasará si es un mal año para el maíz? Ella se encogió de hombros:

– No pareces haber llegado muy lejos con este sistema.

Entonces los ojos de él se inyectaron en sangre, su rostro se crispó y las dos profundas arrugas que surcaban sus mejillas hasta el mentón se marcaron todavía más.

– ¿Es que puedo hacer más de lo que hago? -gritó-. ¿Y cómo talaré otras cuarenta hectáreas? ¡Qué fácil es hablar! ¿De dónde sacaré la mano de obra? La que tengo no me basta para hacer lo más imprescindible. Ya no puedo comprar negros a cinco libras por cabeza; tengo que fiarme de los jornaleros voluntarios y apenas si se presenta alguno, lo cual es en parte culpa tuya. Me hiciste perder a veinte de mis mejores peones y nunca volverán. Andan por ahí en estos momentos hablando mal de mi granja por culpa de tu maldito carácter. Ya no vienen amp; ofrecerse como antes. Todos se van a las ciudades, donde holgazanean impunemente.

Y entonces se dejó llevar por su antiguo resentimiento y empezó a insultar al gobierno, que estaba bajo la influencia de los defensores de los negros en Inglaterra, los cuales no querían obligar a los nativos a trabajar la tierra y se negaban a enviar camiones y soldados para llevárselos a los granjeros por la fuerza. ¡El gobierno no había comprendido nunca las dificultades de los agricultores! ¡Nunca! Y atacó a los nativos que se negaban a trabajar como era debido y eran insolentes y holgazanes. Habló mucho rato, con una voz furiosa y amargada, la voz del agricultor blanco que parece tener en el gobierno a un contrincante tan invencible como las estaciones y los cielos mismos. Pero en aquella explosión de ira olvidó los planes para el año próximo. Volvió a la casa preocupado y sombrío y regañó al criado, representante en aquel momento de la especie de los nativos, que le atormentaban de modo insoportable.

Mary estaba preocupada por él hasta donde podía estarlo en aquel período de letargo. Regresaba con ella al atardecer, cansado e irritable, y se sentaba a fumar un cigarrillo detrás de otro. Ya era un fumador en cadena, aunque consumía cigarrillos nativos, que eran más baratos pero que le causaban una tos perpetua y manchaban de amarillo las articulaciones de sus dedos. Y se removía inquieto en la silla, como si sus nervios no pudieran relajarse. Después, por fin, su cuerpo se distendía y esperaba, inmóvil, la cena para poder acostarse en seguida y dormir.

A veces el boy entraba para decir que unos jornaleros querían verle o pedir permiso para ir de visita o algo parecido, y Mary volvía a ver en su rostro aquella expresión tensa y la explosiva inquietud de sus miembros. Daba la impresión de que ya no soportaba a los nativos. Y gritaba al boy que se fuera y le dejara en paz y mandara al infierno a los peones. Pero media hora más tarde volvía el criado para repetir, imperturbable, dispuesto a afrontar la irritación de Dick, que los peones seguían esperando. Y Dick apagaba el cigarrillo, encendía otro inmediatamente y gritaba con todas sus fuerzas.

Mary solía escuchar con los nervios en tensión. Aunque aquella exasperación le era bien conocida, le molestaba que Dick la expresara. Le causaba irritación y, cuando él entraba de nuevo en la casa, le decía:

– Tú puedes pelearte con los nativos y en cambio a mí no me lo permites.

– Ya te he dicho -replicaba él, mirándola con ojos ardientes y atormentados- que no podré soportarlos mucho más tiempo. -Y se desplomaba en la silla, temblando como una hoja.

Sin embargo, Mary se desconcertaba cuando, a pesar de aquella perpetua corriente de odio subterráneo, lo veía hablar en los campos con el capataz, por ejemplo, y pensaba, con desazón, que ya empezaba a parecerse a un nativo. Se sonaba con los dedos, como hacían ellos, detrás de un matorral; a su lado, parecía de su misma raza, ni siquiera el color era muy diferente, porque tenía la piel requemada y de un tono marrón oscuro, y adoptaba las mismas posturas. Y cuando se reía con ellos, bromeando para mantenerlos de buen humor, parecía como si estuviera fuera de su alcance, en un mundo de humor burdo que la escandalizaba. ¿A dónde irían a parar, al final? Y entonces la invadía un inmenso cansancio y pensaba vagamente: «Después de todo, ¿qué importa?»

Un día le dijo que no veía ninguna razón para pasar todo su tiempo sentada bajo un árbol, mirándole, mientras las garrapatas le subían por las piernas, sobre todo teniendo en cuenta que no le prestaba la menor atención.

– Pero, Mary, me gusta que estés allí.

– Pues yo ya me he hartado.

Y volvió a sus antiguas costumbres y a no pensar en la granja más que como el lugar de donde Dick volvía para comer y dormir.

Y entonces empezó a languidecer. Permanecía todo el día sentada en el sofá con los ojos cerrados, sintiendo e] calor abatirse sobre su cerebro. Tenía sed; era demasiado esfuerzo irse a buscar un vaso de agua o llamar al boy para que se lo llevara. Tenía sueño; pero levantarse y meterse en la cama era un trabajo agotador, así que se dormía donde estaba. Notaba al andar que las piernas le pesaban demasiado. Formar una frase era un esfuerzo enorme. Durante semanas enteras sólo habló con Dick y el criado, pero a Dick no le veía más que cinco minutos por la mañana y medie hora por la noche, antes de que cayera exhausto en la cama.

El año fue avanzando hacia el calor a través de los meses claros y fríos y, a medida que transcurría, el viento transportaba hasta la casa una lluvia de polvo fino que dejaba las superficies rasposas al tacto; y en los campos se levantaban espirales del mismo polvo maligno que arrastraban consigo una brillante estela de hierba y brácteas de maíz, suspendidas como motas en el aire. Mary pensaba con espanto en e; calor que se avecinaba, incapaz de hacer acopio de la energía suficiente para luchar contra él. Tenía la impresión de que un solo roce le haría perder el equilibrio y la desintegraría en partículas; y pensaba con añoranza en una oscuridad total y completa. Cerraba los ojos e imaginaba que el cielo era tenebroso y frío, sin ni siquiera estrellas para interrumpir la negrura.

Fue aquel período, cuando cualquier influencia la habría dirigido hacia un nuevo derrotero, cuando todo su ser estaba en suspenso, por así decirlo, a la espera de algo que lo inclinara hacia uno u otro lado, el momento elegido por el boy para decir que se iba. Aquella vez no hubo una pelea por un plato roto o una bandeja mal lavada; sencillamente, quería volver a su casa, y Mary se sentía demasiado indiferente para luchar. Se marchó, dejando en su lugar a un nativo que Mary encontró tan intolerable que lo despidió al cabo de una hora. Se quedó sin criado, pero esta vez no intentó hacer nada más que lo esencial. No barría los suelos y comían alimentos enlatados. Y no se presentaba ningún boy. Mary se había labrado una reputación tan pésima como ama de casa que cada vez era más difícil reemplazar a los que se marchaban.

Dick, incapaz de soportar más la suciedad y la mala comida, dijo que llevaría a uno de los jornaleros para entrenarlo como sirviente doméstico. Cuando el hombre se presentó en la puerta, Mary le reconoció como el que había pegado con el látigo dos años antes. Vio la cicatriz en su mejilla, una marca fina y más oscura que cruzaba el rostro negro, y se quedó indecisa en el umbral, mientras él esperaba fuera, con la mirada baja. Pero la idea de enviarle a los campos y esperar a que viniera otro, incluso aquella dilación la cansó. Le dijo que entrara.

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