Литмир - Электронная Библиотека
A
A

XXXI

Durante toda su vida, Wang Lung oyó decir que la guerra estallaba aquí y allá, pero nunca la había visto, excepto en aquel invierno que pasó en una ciudad del Sur, cuando era joven. Nunca había estado más cerca de la guerra de lo que estuvo entonces, a pesar de que desde su infancia oyera decir a las gentes: "Este año hay guerra hacia el Oeste", o: "La guerra está hacia el Este, o hacia el Nordeste."

Y para él la guerra era una cosa como la tierra, y el cielo, y el agua, algo cuya razón de ser nadie conocía, pero cuya existencia era indudable. Una y otra vez había oído a los hombres decir: "lremos a la guerra". Esto lo decían cuando se morían de hambre y preferían ser soldados que mendigos, y algunas veces cuando estaban desasosegados en casa, como el hijo de su tío, pero, fuese como fuese, la guerra siempre se hallaba fuera y en un punto lejano. Pero de pronto, como un viento caprichoso, la guerra se alzó cerca. Wang Lung lo supo primeramente por su hijo segundo, que un mediodía llegó del mercado, a la hora de comer, y le dijo a padre:

– El precio del arroz se ha alzado súbitamente porque la guerra está hacia el sur de nosotros y se acerca más cada día; tenemos que retener nuestras provisiones de grano, pues los precios subirán más y más según los ejércitos adelanten, y podremos vender con mucho beneficio.

Wang Lung escuchó mientras comía y dijo:

– Bueno, la guerra es una cosa muy rara y yo me alegraré de poderla ver al fin, porque he oído hablar de ella toda mi vida, pero nunca la he visto.

Entonces recordó que cierta vez había tenido miedo de que se lo llevaran a la guerra contra su voluntad; pero ahora era demasiado viejo para que pudieran utilizarlo, y era rico, y los ricos no tienen nada que temer. Así es que no le prestó gran atención al suceso ni se sintió movido por otra cosa que por algo de curiosidad. Y le dijo a su hijo:

– Haz como creas conveniente con el cereal. Está en tus manos.

Y en los días que siguieron, Wang Lung jugó con sus nietos, cuando estaba de humor para ello, y comió, durmió y fumó y a veces fue a ver a su pobre tonta, que estaba sentada en un rincón apartado de su patio.

Y de pronto, como una plaga de langosta que cayera del cielo, cierto día, a principios del verano, llegó una horda de hombres. El pequeño nieto de Wang Lung, acompañado por un servidor, se hallaba una hermosa mañana a la puerta de la casa viendo lo que pasaba, y al ver las largas filas de hombres vestidos de gris corrió a buscar a su abuelo y le dijo:

– ¡Mirad lo que viene, anciano!

Entonces Wang Lung fue con él hasta la entrada, para darle gusto, y vio que los hombres invadían la calle, invadían la ciudad, y que diríase que el aire y el sol habían sido cortados de repente por aquella nube de hombres grises que marchaban pesadamente y al unísono a través de la ciudad. Wang Lung se los quedó mirando y vio que cada hombre llevaba un instrumento de cuyo extremo salía un cuchillo, y que el rostro de cada hombre era brutal y feroz; aunque algunos de ellos eran sólo muchachos, todos tenían esos rostros. Al verlo, Wang Lung acercó la criatura hacia él apresuradamente y murmuró:

– Vámonos y cerremos la puerta. No son hombres agradables de ver, corazoncito.

Pero de pronto, y antes de que pudiera volverse, uno de ellos le vio, gritándole:

– ¡Eh, ahí, el sobrino de mi padre!

Wang Lung levantó los ojos al oír este grito y vio al hijo de su tío, que iba vestido de gris como los otros hombres, y lleno de polvo, pero su rostro era más feroz y más salvaje que ningún otro. Y su primo se rió ásperamente, gritando a sus compañeros:

– ¡Aquí podremos pararnos, camaradas, pues este hombre es rico y pariente mío!

Y antes de que Wang Lung, paralizado de horror y sin fuerzas junto a aquella nube, pudiera moverse, la horda de soldados pasó ante él y atravesó las puertas, penetrando en las estancias de su casa como una corriente sucia y maligna, invadiendo cada rincón y cada recodo. Y se tendieron en el suelo, hundieron las manos en los estanques y bebieron, lanzaron sus cuchillos sobre las mesas labradas, escupieron donde bien les pareció y se dieron gritos unos a otros.

Entonces Wang Lung, desesperado por lo que había ocurrido, corrió con el niño en busca de su hijo primogénito, hallándole en sus habitaciones, donde estaba leyendo un libro. El hijo se levantó al ver entrar a su padre y, cuando oyó de sus labios lo sucedido, empezó a lamentarse y salió fuera.

Pero cuando vio a su primo no supo si maldecirle o ser cortés con él, y volviéndose le dijo a su padre, que estaba tras él:

– ¡Cada hombre con un cuchillo!

Así es que decidió ser cortés y exclamó:

– Bienvenido a tu casa, primo.

El primo sonrió torcidamente y dijo:

– He traído unos cuantos invitados.

– Bienvenidos, siendo tuyos -dijo el primogénito de Wang Lung-. Prepararemos una comida para que puedan comer antes de seguir su camino.

Entonces el primo contestó, sin dejar de sonreír:

– Hazlo, pero luego no te apresures, porque descansaremos aquí un puñado de días, o una luna, o un año o dos, porque hemos de ser acuartelados en la ciudad hasta que la guerra nos llame.

Cuando Wang Lung y su hijo oyeron esto, apenas lograron ocultar su consternación, pero fue forzoso disimular, por los cuchillos que brillaban dondequiera en todos los patios, así es que esbozaron una sonrisa como bien pudieron y exclamaron:

– Somos afortunados…, somos afortunados…

El hijo mayor pretendió que tenía que ir a hacer preparativos, y cogiendo a su padre por la mano corrieron a las habitaciones interiores y el primogénito cerró firmemente la puerta. Entonces padre e hijo se miraron consternados, sin saber ninguno de los dos lo que debían hacer. A poco llegó precipitadamente el hijo segundo, golpeó la puerta, y cuando le abrieron entró en la estancia como un vendaval y exclamó jadeando:

– ¡Hay soldados por todos sitios…, en cada casa…, hasta en las de los pobres! Yo he venido corriendo a deciros que no debéis protestar, pues hoy un empleado de mi tienda, al que yo conocía bien, pues cada día estaba a mi lado junto al mostrador, al oír lo que sucedía corrió inmediatamente a su casa. Allí encontró que había soldados hasta en el mismo cuarto donde su esposa yacía enferma…, y al protestar de esa invasión le atravesaron con un cuchillo de parte a parte… ¡tan fácilmente como si hubiera sido de manteca! ¡Tenemos que entregarles todo lo que quieran, y esperemos solamente que la guerra se vaya pronto hacia otros lugares!

Entonces los tres hombres se miraron abrumados, y pensaron en sus mujeres y en aquellos hombres lujuriosos y hambrientos que habían asaltado la casa. Y el hijo mayor pensó en su linda y correcta esposa, y exclamó:

– Tenemos que instalar juntas a las mujeres en uno de los últimos departamentos y cerrar bien las puertas y montar allí una guardia día y noche. Y la puerta de atrás, la puerta de la paz, ha de estar a punto para ser abierta en cualquier instante.

Así lo hicieron. Cogieron a las mujeres y los niños y los metieron en el departamento interior donde Loto había vivido sola con Cuckoo y sus esclavas. Y allí, agrupados e incómodos, hubieron de instalarse. El hijo primogénito y Wang Lung guardaban la puerta día y noche, y el hijo segundo venía cuando le era posible y vigilaban todos tan cuidadosamente de día como de noche.

Pero en la casa estaba el primo, y porque era de la familia nadie podía legalmente prohibirle el paso, y si encontraba una puerta cerrada la golpeaba hasta que se abría, y entraba y paseaba por las estancias a su capricho, siempre con un cuchillo abierto brillándole en la mano. El hijo primogénito lo seguía con el rostro amargado y rencoroso, pero sin atreverse a decirle nada a causa del cuchillo abierto y reluciente; y el primo miraba aquí y allá y valuaba a cada mujer.

Contempló a la esposa del hijo primogénito y se rió con su risa ronca, exclamando después:

– Bueno, es una pieza delicada y fina la que tienes tú, primo. ¡Una señora de ciudad, y con los pies tan pequeños como capullos de loto!

Y a la esposa del hijo segundo le dijo:

– ¡Bueno, y aquí hay un robusto y colorado rábano de campo!

Dijo esto porque la mujer era gruesa, encendida de faz y recia de huesos, pero no mal parecida. Y mientras la esposa del hijo mayor retrocedió cuando el primo se la quedó mirando, y ocultó el rostro tras el brazo, la del segundo se echó a reír, placentera y jocosa, y contestó con viveza:

– Bueno, pues a algunos hombres les agrada un gustillo de rábano picante, o un bocado de carne roja.

Y el primo replicó prontamente:

– ¡Y yo soy de ésos!

E hizo como si fuera a cogerle la mano.

Durante todo este tiempo, el primogénito estaba en una agonía de vergüenza por este jugueteo entre un hombre y una mujer que no deberían ni hablarse, y miraba de soslayo a su esposa, avergonzado del comportamiento de su primo y de su cuñada ante ella, que había sido educada más refinadamente que él. Y el primo descubrió la timidez del otro ante su mujer y dijo con malicia:

– ¡Bueno, pues lo que es yo, prefiero cualquier día comer carne roja que una tajada fría de pescado insípido como esa otra!

Al oír esto, la mujer del primogénito se levantó con dignidad y se retiró a otro cuarto. Entonces el primo se rió con su risa ronca y le dijo a Loto:

– Estas mujeres de ciudad son demasiado remilgadas, ¿no es cierto, Anciana Señora?

Y mirando a Loto atentamente añadió:

– Bueno, y Anciana Señora sois en verdad, pues si yo no supiera que mi primo Wang Lung es hombre rico, lo sabría con solo miraros, en tal montaña de carne os habéis convertido. ¡Bien habéis comido y qué ricamente! ¡Solo las esposas de los ricos pueden tener vuestra apariencia!

Loto se sintió muy halagada de que la llamara Anciana Señora, pues es un título que sólo pueden tener las damas de grandes familias, y se rió con una risa profunda y borboteante que hervía en su gruesa garganta. Luego sopló la ceniza de la pipa y la entregó a una esclava para que la llenase de nuevo. Volviéndose hacia Cuckoo, exclamó:

– ¡Bueno, este hombre rudo es un buen bromista!

Y al decir esto le dio al primo una mirada llena de coquetería, a pesar de que tales miradas ahora que sus ojos no eran anchos y de forma de albaricoque, resultaban menos acariciadoras de lo que habían sido; pero, al ver que le miraba así, el primo se echó a reír ruidosamente y exclamó:

– ¡Bueno, y es una vieja ramera todavía! -volviendo a reírse escandalosamente.

67
{"b":"94215","o":1}