Cuando Wang Lung decidía ahora algo, lo quería realizar inmediatamente. Según envejecía aumentaba su impaciencia por terminar las cosas y poder sentarse, al caer la tarde, ocioso y en paz a ver morir el sol, y a dormir un poco después de haber dado un paseo por sus tierras.
Le dijo, pues, a su primogénito lo que había sucedido y le ordenó ocuparse del asunto, llamando también a su hijo segundo para que viniese a ayudar en el traslado. Y un día, cuando todo estuvo preparado, se trasladaron a la otra casa; primero Loto y Cuckoo con sus esclavas y bienes, y luego el primogénito de Wang Lung con su esposa y sus servidores y las demás esclavas.
Pero Wang Lung no quería irse en seguida y se quedó, reteniendo con él a su hijo menor. Llegado el momento de abandonar su tierra, no podía hacerlo fácilmente ni con tanta rapidez como creyera, y les dijo a sus dos hijos cuando le instaron a dejarla:
– Bueno, pues preparadme un departamento para mí solo y cuando quiera ir, iré. Será un día antes de que nazca mi nieto, y cuando lo desee volveré a mis tierras.
Y cuando tornaron a instarle dijo:
– Bueno, y hay que contar con mi pobre tonta, y no sé si debe dejarla o no, pero tendré que llevármela, porque si yo no me cuido de ella, nadie lo hará.
Wang Lung dijo esto como un reproche a la esposa de su primogénito, que no podía sufrir que la pobre tonta se le acercase, y hacía dengues y ascos y decía: "Una persona así no debería vivir, y es suficiente para malograr la criatura que llevo en mi con sólo mirarla". Y el primogénito de Wang Lung recordó el desagrado que sentía su esposa y se calló. Entonces Wang Lung se arrepintió de su reproche y dijo blandamente:
– Iré cuando se haya encontrado la doncella que ha de casarse con el hijo segundo, pues es más fácil permanecer aquí, donde está Ching, hasta que el asunto esté arreglado.
El primogénito dejó, pues, de insistir.
No quedó en la casa nadie más que el tío, su mujer y su hijo, y Ching y los trabajadores, además de Wang Lung y la tonta. Y el tío se trasladó con los suyos a las habitaciones que habían sido de Loto y se instaló allí como en su casa. Pero esto no enojó demasiado a Wang Lung, pues veía que no le quedaban a su tío muchos días de vida, y cuando el viejo hubiera muerto, su deber hacia aquella generación habría terminado, y si el joven no se portaba bien, nadie podría acusar a Wang Lung si lo echaba de la casa.
Ching y los trabajadores se trasladaron también a la casa, ocupando las habitaciones exteriores, mientras Wang Lung y la tonta vivían en las del centro. Y Wang Lung asalarió una mujer robusta para que los sirviera.
Y así durmió y descansó y se despreocupó de todo, pues estaba de pronto muy cansado y había paz en la casa. Nadie le causaba ahora tribulaciones, pues su hijo menor era un muchacho silencioso, al que veía poco, y apenas sabía nada de él.
Pero al fin Wang Lung entró en acción para ordenarle a Ching que le buscara una doncella con quien casar al hijo segundo.
Ching estaba viejo, lacio y flaco como un junco, pero aún tenía la fuerza de un viejo perro fiel, aunque Wang Lung ya no le permitía coger la azada ni seguir a los bueyes tras el arado. Pero todavía era útil, pues vigilaba el trabajo de los otros y las medidas de grano cuando éste era pesado. Así es que cuando Wang Lung le dijo lo que deseaba que hiciera, Ching se lavó, se puso su túnica buena de algodón azul y fue de aquí para allí, de un pueblo a otro, y vio a muchas doncellas y al fin regresó y dijo:
– De buen grado preferiría tener que buscar una esposa para mí que para vuestro hijo, pero si fuera para mi, y yo fuese joven, hay una doncella, tres pueblos más allá, una doncella buena, robusta y cuidadosa, sin más defectos que una risa fácil; su padre consiente y estaría contento de unirse a vuestra familia por su hija. La dote es buena para estos tiempos, y el padre tiene tierras, pero le he dicho que no podía prometer nada hasta que vos lo hicierais.
A Wang Lung le parecieron aceptables las condiciones y además estaba ansioso de terminar este asunto, así es que dio su promesa y cuando llegaron los papeles puso su marca en ellos y se sintió aliviado y dijo:
– Ahora ya sólo me queda el pequeño por casar y habré terminado con todas las bodas. Me alegro de estar tan cerca de la paz.
Y cuando los trámites se terminaron y se fijó el día de la boda, se sentó al sol y descansó y durmió como su padre lo había hecho.
Entonces le pareció a Wang Lung que, como Ching tornábase cada día más débil por la edad, y el cada día más pesado y soñoliento por la edad y la comida, y como su hijo menor era demasiado joven todavía para llenarle de responsabilidades, lo mejor sería dar en arriendo algunos de sus campos más lejanos a otros hombres del pueblo. Así lo hizo en efecto, y muchos fueron los que llegaron a Wang Lung de los pueblos cercanos para arrendarle sus tierras, quedando decidido que el pago sería: la mitad del beneficio para Wang Lung porque era el dueño de la tierra y la otra mitad para el que la arrendaba, por su trabajo. Rabia, además, otras cosas que cada uno debía proveer: Wang Lung ciertos abonos y residuos de ajonjolí, que traería de su molino de aceite después de que el ajonjolí hubiera sido molido; y el arrendatario, ciertas cosechas para uso de la casa del propietario.
Entonces, y ya que su administración no era necesaria, Wang Lung iba a la ciudad algunas veces y dormía en la habitación que tenía dispuesta, pero al hacerse de día regresaba a la tierra, atravesando la puerta de la ciudad tan pronto como la abrían al llegar el alba. Y aspiraba el fresco olor de los campos, y cuando llegaba a su propia tierra se sentía feliz.
Entonces, y como si los dioses fueran bondadosos por una vez y quisieran darle paz en su ancianidad, el hijo de su tío, que andaba inquieto y aburrido por la casa, silenciosa ahora y sin más mujeres que la robusta mujer de servicio, casada con uno de los trabajadores, el hijo de su tío oyó hablar de una guerra que había en el Norte y le dijo a Wang Lung:
– Dicen que hay guerra al norte de nosotros y quiero ir y tomar parte en ella para tener algo que hacer y para ver algo. Haré esto si me dais plata para comprarme más ropas y cobertores de cama y un fusil extranjero que llevar al hombro.
Al oír esto, a Wang Lung le saltó el corazón de gozo, pero lo disimuló astutamente y, pretendiendo que dudaba, exclamó:
– Tú eres el único hijo de mi tío y después de ti no hay nadie más para continuar su sangre. ¿Qué pasará si te vas a la guerra?
Pero el joven contestó riéndose:
– Yo no soy ningún tonto y no me he de colocar donde mi vida peligre. Lo que deseo es un cambio, y viajar, y ver otros lugares antes de que sea demasiado viejo.
Wang Lung, pues, le dio la plata y tampoco esta vez le dolió desprenderse de ella, diciéndose:
"Bueno, y si lo que quiere es eso, habré terminado con esta maldición en mi casa."
Y pensó de nuevo:
"Bueno, y quizá lo maten, si mi buena suerte continúa, pues a veces hay quienes mueren en la guerra."
Entonces se sintió del mejor humor, aunque no lo demostraba, y consoló a la esposa de su tío cuando ésta lloró un poco al saber que su hijo se marchaba. Le dio también un poco más de opio y le encendió la pipa, diciéndole:
– Bueno, seguramente llegará a ser un oficial militar y todos nos cubriremos de honor por él.
Y por fin hubo paz. En la casa de campo ya no quedaban más que los dos durmientes, y en la de la ciudad se acercaba la hora en que el nieto de Wang Lung debía venir al mundo.
Según esta hora se acercaba, Wang Lung permanecía más y más en su residencia de la ciudad, y paseaba por las estancias con perpetuo asombro, maravillándose de que en esta casa, que había albergado a la poderosa familia de Hwang, vivieran ahora él y su mujer, y sus hijos y las esposas de sus hijos. Y ahora iba a nacer un nieto de la tercera generación.
Su corazón rebosaba contento y ahora le parecía a Wang Lung que nada era suficiente para su riqueza. Compró metros de seda y de satén para cada uno de ellos, pues parecía mal que sobre las sillas labradas y junto a las mesas de ébano del Sur se vieran túnicas ordinarias de algodón; de éstas compró para las esclavas, buenas túnicas de algodón azul para que ninguna tuviera que llevar nada en mal uso. Hizo esto y se sentía contento cuando las amistades que su primogénito había adquirido en la ciudad venían a la casa, y orgulloso de que vieran lo que en ella había.
Y Wang Lung quiso ahora comer manjares delicados, y él, que se había sentido satisfecho con buen pan de trigo y unas cabezas de ajos, ahora que dormía hasta tarde y no trabajaba en la tierra no se contentaba fácilmente con según qué platos y probaba retoños de bambú de invierno y huevos de langostinos, pescados del Sur y mariscos de los mares del Norte, y cuantas exquisiteces son servidas únicamente a la mesa de los ricos para estimularles el apetito. Y sus hijos comían de todo esto y Loto también, y al ver a lo que habían llegado las cosas, Cuckoo rió y dijo:
– Bueno, pues es lo mismo que en los viejos días, cuando yo estaba en estas salas, sólo que ahora mi cuerpo está macilento y seco y no sirve para un anciano señor.
Al decir esto miró a Wang Lung maliciosamente y se rió de nuevo, y él pretendió no enterarse de su impudicia, pero se sintió halagado porque le había comparado al Anciano Señor.
Así pues, dentro de esta existencia lujosa, durmiendo cuando querían y levantándose cuando querían, Wang Lung esperaba a su nieto. Y una mañana oyó los lamentos de una mujer y al dirigirse a las habitaciones de su hijo mayor éste le salió al encuentro y le dijo:
– La hora ha llegado, pero Cuckoo dice que será lento, porque la mujer es muy estrecha. Será un parto difícil.
Wang Lung regresó, pues, a su cuarto y se sentó, escuchando los gritos y sintiéndose por primera vez en muchos años asustado y necesitado de alguna ayuda espiritual. No tardó en levantarse, y dirigiéndose a la tienda de incienso compró un poco, y lo llevó al templo de la ciudad, donde mora la diosa de la misericordia en su alcoba dorada. Allí llamó a un sacerdote desocupado, le dio dinero y le rogó que pusiera incienso ante la diosa, diciendo:
– Esta mal que sea yo, un hombre, quien haga esto, pero mi nieto está a punto de nacer, y la labor es dura para la madre, que es una mujer de ciudad y demasiado estrecha, y la madre de mi hijo ha muerto y no hay ni una mujer para ofrecer el incienso.