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XVII

Poseía ahora Wang Lung más tierra que la que un hombre podía trabajar con un solo buey y más cosechas de las que un hombre podía recolectar, así es que compró un asno, añadió otro cuarto a la casa y le dijo a su vecino Ching:

– Véndeme el pedacito de tierra que posees, deja tu solitaria casa y ven a la mía, para ayudarme a trabajar mi tierra.

Y Ching lo hizo así, contento de hacerlo.

Aquella temporada los cielos fueron pródigos en lluvia y el arroz se dio bien, y cuando el trigo fue segado y recogido en pesados haces, los dos hombres plantaron el arroz nuevo en los campos inundados; más arroz plantó Wang Lung aquel año del que había plantado en su vida entera, pues las lluvias eran copiosas y las antes tierras secas eran ahora tierras arrocíferas. Pero cuando llegó el momento de recoger esta cosecha, Wang Lung y Ching solos eran insuficientes, de manera que Wang Lung alquiló dos trabajadores de los que vivían en el pueblo y cosecharon el arroz.

Wang Lung, recordando también, mientras trabajaba la tierra, a los ociosos señores de la caída Casa de Hwang. cada mañana traía consigo al campo a sus dos hijos, obligándoles a trabajar en las labores que sus pequeñas manos podían hacer, guiando al buey y al asno, y, aunque no realizaban gran trabajo, haciéndoles al menos sentir el calor del sol sobre sus cuerpos y el cansancio de andar arriba y abajo a lo largo de los surcos.

Pero a O-lan no le permitía trabajar en los campos, pues ya no era un pobretón, sino un hombre que podía alquilar jornaleros si lo deseaba; y nunca había dado la tierra cosechas como las de este año. Habíase visto obligado a añadir otra habitación a la casa para almacenarlas, pues de lo contrario no les habría quedado espacio en que poder moverse. Y compró tres cerdos y un averío de aves de corral para alimentarlos con los granos caídos de la siega.

O-lan, mientras tanto, trabajaba en la casa. Hizo vestidos y zapatos nuevos para todos, cobertores de tela floreada para las camas, rellenos de algodón nuevo y caliente, y, cuando hubo concluido todo, la familia era más rica en ropa de lo que jamás había sido. Entonces, O-lan se echó sobre su cama y dio a luz otra vez, pero tampoco quiso tener a nadie a su lado; aunque hubiera podido alquilar a quien quisiese, no quiso a nadie.

Esta vez, el parto fue largo, y cuando Wang Lung regresó de los campos, al anochecer, se encontró a su padre a la puerta, riendo y diciendo:

– ¡Un huevo con doble yema esta vez!

Y, al entrar en la habitación interior, encontró a O-lan en la cama con los dos recién nacidos, un niño y una n¡ña, tan semejantes entre si como dos granos de arroz. Wang Lung se echó a reír ruidosamente por lo que O-lan había hecho, y luego pensó en algo alegre que decir y dijo:

– ¡De modo que por eso llevabas dos joyas en el pecho!

Y se rió de nuevo por lo que había dicho, y O-lan, viendo su alegría, sonrió con su sonrisa lenta y dolorosa.

Wang Lung no tenía, pues, en este tiempo ninguna pena de ninguna clase, como no fuera la que le causaba su hija mayor, que no hablaba ni hacía las travesuras que correspondían a su edad, sino que aún sonreía con su sonrisa de bebé cuando su padre fijaba los ojos en ella. Fuese por el primer año desesperado de su vida, por el hambre o por lo que fuera, el caso es que pasaban los meses y Wang Lung esperaba en vano oír las primeras palabras de sus labios, o aun el "dada" por el que los niños le llamaban. Pero ningún sonido salía de ellos: sólo la dulce sonrisa vacía, y cuando miraba a la niña, Wang Lung gemía:

– ¡Pequeña tonta…, mi pequeña tonta!

Y para si mismo se decía:

"¡Si hubiera vendido a esta pobrecita, la habrían matado al encontrarla así!"

Y, como para desagraviar a la criatura, hacía gran caso de ella y a veces se la llevaba al campo con él. La niña le seguía silenciosamente, sonriendo cuando él la miraba o le dirigía la palabra.

En aquella parte donde Wang Lung había vivido toda la vida, y su padre, y el padre de su padre, trabajando la tierra, venían épocas de hambre cada cinco años, o, si los dioses eran clementes, cada siete, ocho o hasta diez años. Esto ocurría porque las lluvias eran excesivas o faltaban por completo, o porque el río del Norte, debido a las lluvias invernales y a las nieves de lejanas montañas, se hinchaba e invadía los campos, pasando sobre los diques que durante centurias habían construido los hombres para confinar las aguas.

Vez tras vez, los hombres huían de la tierra y volvían a ella, pero Wang Lung se dedicó ahora a asegurar sus bienes de tal manera que no le fuera preciso jamás abandonar su tierra nuevamente, sino que pudiera subsistir en ella, con el producto de los años buenos, hasta que el malo hubiera pasado. Se dedicó por entero a esta tarea y los dioses le ayudaron; durante siete años hubo cosechas, y cada año Wang Lung y sus hombres trillaron mucho más de lo que podía comerse. Cada año contrataba más jornaleros para sus campos, hasta tener seis; construyó otra casa tras la primera, con una vasta habitación detrás de un patio y dos cuartos pequeños a cada lado de éste, junto al cuarto grande. La casa fue cubierta con tejas, pero las paredes eran aún de tierra dura de los campos, sólo que las hizo encalar y aparecían limpias y blancas. Wang Lung y su familia se trasladaron a esta casa, y Ching y los trabajadores habitaron la vieja.

Por este tiempo, Wang Lung había tenido pruebas sobradas de la honradez y lealtad de Ching y lo hizo capataz, pagándole bien: dos piezas de plata al mes, además de la comida. Pero a pesar de la insistencia de Wang Lung en que Ching comiese, y comiese bien, éste no echaba carnes sobre los huesos y continuaba siendo un hombrecillo flaco y enjuto, siempre grave. Sin embargo trabajaba a gusto, laborando silenciosamente desde el amanecer hasta el anochecer, hablando con su débil vocecilla si había algo que decir, pero más contento si no lo hacía y podía estar callado. Y, hora tras hora, levantaba la azada y volvía a dejarla caer, y ya anochecido cargaba los cubos de agua o de abonos y los llevaba a los campos para vaciarlos sobre las hileras de vegetales.

Pero Wang Lung sabía, además, que si alguno de los jornaleros dormía demasiado cada día a la sombra de los árboles, o comía más de lo que le correspondía del plato común, o si hacía venir secretamente a su mujer o a su hijo durante la siega a robar puñados del grano que se batía bajo el mayal, al final del año, Ching le diría:

– Aquél y aquél no necesitan volver el año que viene.

Y parecía que el puñado de guisantes y de simiente que se cruzó entre estos dos hombres los había hecho hermanos, sólo que Wang Lung, que era el más joven, ocupaba el puesto del mayor y que Ching no olvidaba nunca que estaba asalariado y que vivía en una casa que era de otro.

Al finalizar el quinto año, Wang Lung trabajaba poco en los campos, pues tenía que invertir casi todo su tiempo, tanto era el aumento de sus tierras, en el negocio y mercado de sus productos y en la dirección de sus trabajadores. Veíase grandemente entorpecido por su falta de conocimiento de los libros y del significado de la escritura, de aquellos caracteres trazados sobre papel con tinta y un pincel de pelo de camello. Además, cuando se hallaba en las tiendas de grano, donde éste era comprado para ser vendido después, era para él motivo de vergüenza que, al escribirse un contrato por tanto y cuanto de su trigo y de su arroz, se viese obligado a decir humildemente a los negociantes de la ciudad:

– Señor, ¿queréis leérmelo?, pues yo soy demasiado estúpido.

Y era para él una vergüenza que, cuando debía firmar un contrato, otro hombre, aunque sólo fuera un miserable escribiente, alzase las cejas despreciativamente y, con su pincel mojado en la tinta, escribiese el nombre de Wang Lung; y más vergüenza todavía cuando el hombre decía bromeando:

– ¿Es el signo Lung del dragón, o el Lung sordo, o qué? Y Wang Lung tenía que contestar con humildad:

– Es lo que queráis, pues yo soy demasiado ignorante para conocer mi propio nombre.

Fue en un día así, durante la época de la cosecha, cuando, después de haber oído la risotada de los escribientes, ociosos a aquella hora del mediodía y pendientes todos de cualquier cosa que ocurriese, al regresar a casa colérico y disgustado, se dijo a si mismo mientras atravesaba su propia tierra:

"Ninguno de esos imbéciles tiene un palmo de tierra y, sin embargo, todos se creen con derecho a reírse de mi porque no sé descifrar los signos del pincel sobre el papel."

Y luego, cuando su indignación fue calmándose, se dijo:

"En verdad, es para mi una vergüenza que no sepa leer ni escribir. Sacaré a mi hijo mayor de los campos y lo mandaré a un colegio de la ciudad para que aprenda, y cuando yo vaya a los mercados de grano, él leerá y escribirá por mi, y así pondré fin a todas esas risas y burlas a costa mía, que soy dueño de tierras”.

Este arreglo le pareció conveniente y aquel mismo día llamó a su hijo mayor, que era ahora un muchacho de doce años, alto y derecho, con los grandes pómulos, manos y pies de su madre, pero con la viveza de su padre, y cuando tuvo al chico delante, le dijo:

– Vas a dejar los campos hoy mismo, pues necesito un estudiante en la familia para que lea los contratos y escriba mi nombre, de modo que yo no tenga que avergonzarme en la ciudad.

El muchacho tornóse de un rojo subido y sus ojos brillaron.

– Padre mío -dijo-, así lo he deseado yo desde hace dos años, pero no me atrevía a pedirlo.

Entonces, el hijo segundo, al enterarse de ello, se presentó ante su padre gimiendo y protestando, cosa que hacía con frecuencia, pues desde que empezó a hablar era un muchacho ruidoso y parlanchín, siempre dispuesto a clamar que su porción era menor que la de los otros.

Y ahora se lamentó:

– ¡Bueno, yo tampoco quiero trabajar en los campos, y no es justo que mi hermano se siente con comodidad y aprenda cosas, y yo, que soy vuestro hijo igualmente, tenga que trabajar como un patán!

Y Wang Lung, sin poder sufrir sus lamentaciones, se dispuso a concederle lo que quería, como se lo concedía siempre si los lloros del chico se le hacían insoportables, y le dijo rápidamente:

– Bueno, pues id los dos, y si el cielo, en sus malos designios, se lleva a uno de vosotros, quedará el otro con conocimiento para atender mi negocio por mi.

Entonces mandó a la madre de sus hijos a la ciudad para comprar tela con que hacer dos largas túnicas a los muchachos, y él mismo se fue a una papelería y compró papel y pinceles y dos tinteros; aunque no entendía nada de esas cosas, le daba vergüenza confesar su ignorancia y no lo hacia, viéndose perdido en dudas cada vez que el tendero traía algo y se lo enseñaba. Pero al fin estuvo todo preparado y hechos los arreglos necesarios para enviar a los dos muchachos a un colegio cercano a las puertas de la ciudad, dirigido por un viejo que en años pretéritos había intentado pasar los exámenes oficiales, pero fracasó. Había, pues, colocado unos cuantos bancos y mesas en el cuarto central de su casa, y por una pequeña suma entregada cada día festivo del año enseñaba los clásicos a los niños, pegándoles con su enorme abanico cerrado si holgazaneaban o si no sabían repetirle el contenido de las páginas que hojeaban desde el amanecer hasta la noche.

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