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XIV

La primavera hervía en el pueblo de chozas. La turba de mendigos se dirigía ahora hacia las colinas y los campos en busca de hierbas, dientes de león y otras plantas de las que desplegaban débilmente sus hojas nuevas, y ya no era necesario robar vegetales aquí y allá. Una procesión de mujeres harapientas y de chiquillos salía de las chozas cada día y, con pedazos de hojalata, piedras afiladas o cuchillos gastados, con cestos de bambú trenzado o de juncos, al brazo, buscaban por los montes y los caminos aquellos alimentos que podían conseguir sin dinero y sin mendigar. Y cada día O-lan salía con aquella turba; O-lan y los dos muchachos.

Pero los hombres tenían que trabajar, y Wang Lung trabajaba como antes, por más que los días, cada vez más largos y templados, el sol y las lluvias rápidas, llenasen a todos de nostalgias y descontento. Durante el invierno habían trabajado y guardado silencio, soportando impasiblemente el hielo y la nieve bajo sus sandalias de paja, y regresando a sus chozas a comer silenciosamente lo que la labor del día y las limosnas habían producido, durmiéndose luego, abatidos, hombres, mujeres y niños juntos, para procurar a sus cuerpos el calor que la escasa comida no llegaba a darles. Así ocurría en la choza de Wang Lung, y bien sabía él que así era en las demás.

Pero al llegar la primavera, las palabras comenzaron a brotar de sus corazones y a hacerse oír en sus labios. Al anochecer, cuando el crepúsculo se consumía lentamente, se agrupaban en torno de las chozas y hablaban juntos, y Wang Lung conoció algunos hombres que habían vivido junto a él durante el invierno sin que los viese nunca. Si O-lan hubiera sido expansiva, le habría contado, por ejemplo, que este individuo apaleaba a su mujer, que aquel otro tenía una enfermedad leprosa que le comía las mejillas, que el de más allá era jefe de una banda de ladrones. Pero aparte las breves preguntas y respuestas, O-lan se callaba, así es que Wang Lung permanecía tímidamente al borde de este grupo y escuchaba.

La mayor parte de aquellos hombres no poseían otra cosa que el producto de un día de trabajo o de mendigar, y Wang Lung estaba siempre consciente de no ser, en realidad, uno de ellos. El tenía su tierra, y su tierra le aguardaba. Aquellos hombres pensaban en cómo podrían comer mañana un poco de pescado, o en cómo holgazanear un poco, o incluso en cómo podrían jugarse algo, un penique o dos, ya que sus días eran igualmente miserables y un hombre ha de jugar a veces, aunque esté desesperado.

Pero Wang Lung pensaba en sus tierras y meditaba, con el doliente corazón de la esperanza dilatada, sobre la manera de regresar a ella. El no pertenecía a esta escoria pegada a la muralla de una casa rica, ni tampoco pertenecía a la casa rica. El era de la tierra y no podía vivir con plenitud hasta que sintiese la tierra bajo sus pies, siguiera un arado en la primavera y llevase una hoz en la mano durante las siegas. Escuchaba, por lo tanto, un poco separado de los otros, porque oculto en su corazón llevaba el conocimiento de que poseía aquella tierra, la buena tierra de trigo de sus padres y la cinta de terreno arrocífero que había comprado a la casa grande.

Aquellos hombres hablaban siempre y continuamente de dinero. De cuantos peniques habían pagado por un metro de tela o por un pescado grande como el dedo de un hombre: de cuánto ganaban en un día, y siempre, corno remate, de lo que harían si tuviesen el dinero que el hombre que estaba tras la muralla poseía en sus arcas. Cada día la conversación terminaba así:

– Si yo tuviera el oro que él tiene, y la plata que lleva en su cinturón, y si tuviese las perlas con que se adornan sus concubinas y los rubíes con que se engalana su esposa…

Y escuchando lo que harían ellos si tuvieran todas aquellas cosas, Wang Lung se enteraba solamente de cuánto comerían y dormirían, de cuántas exquisiteces se harían servir de las que nunca habían ni probado, y cuánto jugarían en tal casa de té o en tal otra, y cuántas lindas mujeres se procurarían para su placer. Pero, sobre todo, ninguno de ellos trabajaría nunca más, y su ocio no sería igualado ni por el ocio del hombre que estaba tras la muralla.

Entonces Wang Lung gritó súbitamente:

– ¡Si yo tuviese ese oro y esa plata y esas joyas, compraría tierra con ellas, buena tierra de la que sacaría ricas cosechas!

Al oír esto se volvieron todos hacia él uniendo su sarcasmo.

¡Aquí está este patán coletudo que no entiende una palabra de la vida ciudadana ni de lo que puede hacer con dinero! Él continuaría trabajando como un esclavo detrás de un buey o de un asno!

Y cada uno de ellos se sentía más digno de poseer riquezas que Wang Lung, porque sabían mejor cómo gastarlas.

Pero sus burlas no alteraron el ánimo de Wang Lung. Sólo consiguieron que se dijese a si mismo, en lugar de a los otros: "así y todo, convertiría el oro y la plata y las joyas en tierra fértil".

Y pensando en ello, cada día sentía crecer la impaciencia por regresar a la tierra que ya poseía.

Dominado continuamente por este pensamiento, Wang Lung veía sólo como en sueños las cosas que en torno de él ocurrían diariamente en la ciudad. Aceptaba sin curiosidad cuanta anomalía ocurriese, teniéndola únicamente como un hecho. Por ejemplo, aquel papel que los hombres repartían aquí y allá y que en ocasiones le habían entregado a él mismo.

Ahora bien, Wang Lung no había aprendido nunca, ni en su juventud ni en ningún otro tiempo, el significado de las letras sobre el papel, y por lo tanto no podía descifrar aquellos signos negros estampados sobre bandas de papel pegadas en los muros de la ciudad y en las paredes. vendidos a puñados e incluso repartidos gratuitamente. Dos veces le habían dado a él estos papeles.

La primera vez se lo entregó un forastero de la raza de aquella que él llevara una vez en su rickshaw. Este hombre era alto y tan delgado como un árbol batido por vientos hostiles. Tenía los ojos de un azul de cielo y el rostro peludo, y cuando le entregó el papel, Wang Lung pudo ver que también eran peludas las manos de piel rojiza.

Tenía, además, una robusta nariz que se proyectaba más allá de sus mejillas como una proa se proyecta más allá de los costados de un buque, y Wang Lung, aunque asustado de tomar algo de su mano, lo estaba más de rehusarlo, viendo los ojos extraños de aquel hombre y su imponente nariz. Tomó, pues, lo que se le ofrecía, y cuando se sintió con valor de mirar lo que era, una vez que el forastero se hubo alejado, vio sólo un papel con la imagen de un hombre de piel blanca colgado de una cruz de madera. El hombre no llevaba otro vestido que un trozo de tela en torno a sus ijadas, y, por las apariencias, debía de estar muerto, pues la cabeza le caía sobre un hombro y tenía los ojos cerrados sobre la barba. Wang Lung se quedó mirando esta imagen con horror y creciente interés. Iba acompañada de unas letras, pero él no podía descifrar sus negros trazos.

Por la noche se llevó la imagen a su casa y se la enseñó al anciano, pero como tampoco él sabía leer, estuvieron discutiendo su posible significado Wang, el anciano y los dos muchachos, que gritaron con delicia y terror:

– ¡Mirad cómo le mana la sangre de un costado!

Y el anciano dijo:

– Seguramente éste era un hombre muy malo para que lo colgaran así.

Pero Wang Lung se sentía temeroso ante la imagen y se preguntaba por qué se la habría entregado el forastero y si se trataría de algún hermano suyo que había sido tratado así, por cuyo motivo los demás hermanos buscaban venganza. Evitó, pues, desde entonces la calle en donde hallase al forastero, y al cabo de unos cuantos días, cuando el papel había sido ya olvidado, O-lan lo cogió y lo cosió, con otros papeles que había ido recogiendo, en el interior de un zapato, para reforzar las suelas.

Pero la próxima vez que uno de estos papeles llegó a manos de Wang Lung, le fue entregado por un hombre de la ciudad, un joven bien vestido que hablaba muy alto según iba repartiendo las hojas entre los grupos de curiosos que se formaban en cuanto algo nuevo ocurría en la calle. Este papel llevaba también aquella imagen de muerte y de sangre, pero el hombre que moría aquí no era blanco y barbudo, sino un hombre como Wang Lung, un hombre vulgar, amarillo y menudo, con el pelo y los ojos negros y vestido de tela azul en harapos. Sobre el hombre muerto se veía a otro, grande y gordo, que apuñalaba al primero con un largo cuchillo. Era un cuadro doloroso, y Wang Lung lo contemplaba deseando poder comprender las letras al pie de aquella imagen. Volviéndose hacia un hombre que estaba junto a él le preguntó:

– ¿Conoces tú las letras y podrías decirme lo que representa esa horrible cosa!

– ¡Cállate y escucha al joven maestro! él lo explica a todos. Wang Lung, pues, se puso a escuchar y oyó cosas que jamás había oído:

– Ese hombre muerto es cada uno de vosotros proclamo el joven maestro, y el asesino que le apuñala representa a los ricos y a los capitalistas, que aun después de muertos os apuñalarían. Sois pobres y estáis oprimidos y es porque los ricos lo acaparan todo.

Wang Lung sabía perfectamente que, hasta entonces, había acusado de su pobreza a un cielo inclemente que negaba la lluvia o que, habiéndola concedido, la prodigaba como si fuera un mal hábito. Cuando había sol y lluvia en proporción adecuada para que la simiente germinase en la tierra y la planta llevase grano, Wang Lung no se consideraba pobre. Por eso ahora escuchaba con atención, tratando de saber qué es lo que tenía que ver el hombre rico con que faltase la lluvia cuando se esperaba. Y al final, cuando el joven había hablado y hablado, sin aclarar este punto, Wang Lung se atrevió a preguntarle:

– Señor, ¿hay algún medio por el cual los ricos que nos oprimen pudiesen hacer llover, para que me fuese posible trabajar mi tierra?

Al oír esto, el joven se volvió hacia él con desprecio y contestó:

– ¡Qué ignorante eres! Nadie puede provocar la lluvia, pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros? Si los ricos dividiesen con nosotros lo que poseen, lloviese o no, nos tendría a todos sin cuidado, porque poseeríamos dinero y comida.

Un grito estentóreo se escapó del grupo de oyentes, pero Wang Lung se alejó descontento. Estaba muy bien aquello, pero había la tierra. El dinero y la comida se gastan y consumen y si no hay lluvia y sol en proporción, el hambre asoma de nuevo. Sin embargo, cogió los papeles que el joven le tendiera, porque recordó que a O-lan siempre le estaban haciendo falta papeles para las suelas de los zapatos, y cuando llegó a la choza se los entregó diciendo:

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