Ahora, cuando la aguda punzada del hambre se hubo calmado, cuando Wang Lung vio que sus hijos comían cada día, que cada día se podía comprar arroz con el producto de su trabajo y las limosnas de O-lan, lo fantástico de aquella existencia comenzó a esfumarse y empezó a darse cuenta de lo que era aquella ciudad a cuyos muros se asía. Corriendo todo el día por las calles pudo llegar a conocerla en cierta manera y a descubrir aquí y allí parte de sus secretos. Supo que, por la mañana, las personas que llevaba en su cochecillo iban, si eran mujeres, al mercado, y si eran hombres, a las escuelas y las casas de negocios. Pero lo que no llegaba a descubrir era de qué clase de escuelas se trataba; sólo sabía que tenían nombres como "Gran escuela de estudios occidentales", o "Gran escuela de China", pues jamás traspasaba sus puertas, seguro de que, de haberlo hecho, alguien le hubiera preguntado en seguida por qué se metía donde no le llamaban y donde no le correspondía estar. En cuanto a las casas de negocios, ignoraba todo lo relativo a ellas, ya que sus pasajeros le pagaban sin darle explicaciones.
Y por las noches sabía que llevaba a los hombres a grandes casas de té y a lugares de placer, del placer abierto que sale a la calle en el sonido de la música y en el del juego (juego con piezas de marfil y bambú lanzadas contra mesas de madera), y del placer que permanece silencioso y secreto, escondido tras las paredes. Pero Wang Lung no conocía ninguno de estos placeres, ya que sus pies no traspasaban más umbral que el de su choza y su camino terminaba siempre ante una puerta. El vivía en aquella opulenta ciudad como puede vivir una rata en la casa de un rico: de lo que se desecha y escondiéndose aquí y allá, sin jamás formar parte de la verdadera vida de la casa.
Así ocurría que, aunque cien millas no representan la misma distancia que mil, y un camino de tierra no va tan lejos como un camino de agua, Wang Lung y su mujer y sus hijos eran como extranjeros en esta ciudad del Sur. Cierto que las gentes que se veían por aquellas calles tenían idéntico cabello e idénticos ojos que Wang Lung y su familia, y que todos los que habían nacido en su país, y cierto que, si uno prestaba atención al lenguaje que hablaban estas gentes, se podía entender, aunque con dificultad.
Pero Anhwei no es Kiangsu. En Anhwei, donde Wang Lung había nacido, el idioma era lento y profundo y el sonido arrancaba de la garganta. Pero en esta ciudad de Kiangsu donde ahora vivían, la gente hablaba por medio de sílabas que saltaban de los labios y de la punta de la lengua. Y mientras los campos de Wang Lung producían lenta y cómodamente dos cosechas anuales de trigo, arroz y algo de maíz y ajos, en las heredades cercanas a la ciudad, los hombres estimulaban perpetuamente la tierra con apestosos abonos, forzándola a producir este y aquel vegetal además del arroz.
En el país de Wang Lung, cuando un hombre poseía un buen trozo de pan de trigo y un puñado de ajos, tenía una magnífica comida y no necesitaba más. Pero aquella gente se atracaba de carne de cerdo, y de retoños de bambú, y de castañas guisadas con pollo, y de asados de oca, y de verduras, de manera que cuando un honrado trabajador se acercaba oliendo a ajos arrugaban la nariz y gritaban: "¡Aquí está un norteño humoso y coletudo!" El olor a ajos les hubiera hecho subir los precios hasta a los tenderos que vendían tela de algodón azul, como los subirían para un extranjero…
Pero el pequeño pueblo que se hacinaba junto a las murallas nunca se convirtió en una parte integral de la ciudad o del campo que se extendía más lejos, y una vez, mientras Wang Lung oía a un joven que arengaba a un grupo de gente en una esquina del templo de Confucio, donde todo hombre que se sienta con coraje para hablar en público puede hacerlo, al oírle decir que China necesitaba una revolución y que debía levantarse contra el odiado extranjero, Wang Lung se escabulló alarmado, sintiéndose el extranjero contra quien aquel joven hablaba tan apasionadamente. Y cuando otro día oyó a otro joven perorar -porque esta ciudad estaba llena de jóvenes que peroraban- desde su rincón, y decir que China debía unirse y educarse modernamente, no se le ocurrió pensar que alguien estuviese hablando de él.
Solamente en cierta ocasión, cuando iba vagando un día por las calles del mercado de seda, en busca de un pasajero, pudo enterarse mejor, descubriendo que había otras gentes más extranjeras que él en aquella ciudad. Aquel día pasó ante una tienda de las que a veces salían señoras, compradoras de telas, entre las que a menudo encontraba clientes. De pronto surgió alguien de la tienda y le hizo seña, alguien corno Wang Lung no había vista nunca hasta entonces. Ignoraba si era hembra o varón, pero era una criatura alta, que vestía una túnica negra y recta confeccionada con una tela áspera, y llevaba alrededor del cuello la piel de un animal muerto. En el instante en que él pasaba, esta persona, hombre o mujer, le indicó que bajase las varas del cochecillo: él obedeció, y cuando las alzó de nuevo, asombrado de lo que le había sucedido, la persona le ordeno, en mal chino, que la condujese a la calle de los Puentes. Wang Lung empezó a correr velozmente, casi sin saber lo que hacia, y al pasar junto a un compañero al que conocía casualmente, le gritó:
– Fíjate en esto… ¿Qué es esto que llevo?
Y el hombre le contestó:
– Una extranjera. Una hembra de América. Has hecho suerte…
Pero Wang Lung corría tan de prisa como le era posible, por miedo a la extraña criatura que iba tras él, y cuando llegó a la calle de los Puentes estaba exhausto y empapado en sudor.
La hembra descendió y dijo en su chino incorrecto:
– No había necesidad de correr tanto.
Y se marcho dejándole con dos piezas de plata en la mano que era el doble de lo que valía la carrera.
Entonces Wang Lung comprendió que aquella persona era realmente extranjera, y mucho más extranjera que él en aquella ciudad, y que al fin y al cabo, las gentes de pelo y ojos negros son de una raza, y las de pelo y ojos claros, de otra, sintiéndose, después de estas consideraciones, mucho menos extranjero en aquel lugar.
Cuando por la noche regreso a su choza, con la plata todavía sin tocar, le contó a O-lan lo sucedido. y ella dijo:
– Los he visto. Yo siempre les pido a ellos, pues son los únicos que echan plata en lugar de cobre dentro de mi escudilla.
Pero ni Wang Lung ni su mujer creían que los extranjeros obraban así por bondad de corazón, sino por ignorancia, por no saber que es más apropiado dar cobre a los mendigos que plata.
Sin embargo, gracias a esta experiencia, Wang Lung aprendió lo que los jóvenes arengadores no le habían enseñado: que él era uno de ellos, de su misma raza, de aquellos que tenían el cabello y los ojos negros.
Pegados así a los extremos de la vasta y opulenta ciudad, parecía que por lo menos la comida no podía faltarles. Wang Lung y su familia venían de un país donde si la gente se moría de hambre era porque faltaban alimentos pues la tierra no puede fructificar bajo un cielo implacable. Y tener plata en la mano servía de bien poco, ya que nada podía comprarse donde nada había, aquí, en esta ciudad se encontraban comestibles por doquiera. Las calles del mercado de pesca estaban invadidas por grandes cestas llenas de peces plateados, pescados la noche anterior en el río cercano, y de cubos atestados de pececillos lisos y brillantes cogidos con red en las aguas de un pequeño lago, y de montones de crustáceos amarillos, y de anguilas, para las fiestas de los ricos.
En los mercados de grano había cestas de cereales de tal tamaño, que un hombre podía meterse en ellas y esconderse entre el grano sin ser descubierto por quien no le hubiera visto entrar; arroz blanco y arroz moreno, trigo de un amarillo oscuro y trigo como oro pálido, y judías amarillentas, encarnadas y verdes, y mijo color canario, y gris ajonjolí.
En los mercados de carne, cerdos enteros colgaban enganchados por el cuello, abiertos de arriba abajo para mostrar la carne rosada, las capas de buena grasa y la piel gruesa y blanca. Y en las tiendas de volatería colgaban, hilera tras hilera, del techo y de las puertas, los patos que habían sido lentamente dorados sobre un fuego de carbón, y los patos crudos, blancos y salados, y las ristras de menudillos. Y lo mismo ocurría en las tiendas donde se vendían ocas, faisanes y toda clase de aves.
En cuanto a las verduras, se encontraba todo lo que la mano del hombre puede arrancarle a la tierra: rábanos blancos y rojos, huecas raíces de loto, verdes coles y apios, rizados brotes de judías, morenas castañas y fragantes berros. Cuanto el apetito del hombre pudiera desear, se hallaba en los mercados de aquella ciudad Y en sus calles, aquí y allá, encontrábanse vendedores ambulantes de dulces, de frutas y nueces, de postres calientes hechos con batatas y fritos en aceites dulces, de pequeñas croquetas de cerdo cargadas de especias y envueltas en pasta, y de pasteles de azúcar elaborados con arroz glutinoso. Y los niños de la ciudad corrían al encuentro de estos vendedores con las manos llenas de peniques, y comían hasta que la piel les brillaba de azúcar y aceite.
Sí, parecía que nadie pudiese sufrir hambre en aquella ciudad. Y, sin embargo, cada mañana, un poco después del alba, Wang Lung y su familia salían de la choza, con sus escudillas y sus palillos, y formaban un pequeño grupo en una larga procesión de gentes que también salían de sus respectivas chozas, temblando dentro de sus ropas demasiado delgadas para la húmeda niebla del río, y se dirigían, inclinados bajo el helado azul del cierzo matinal, a las cocinas públicas, donde, por un penique, se podía comprar una escudilla de pasta de arroz.
Porque a pesar de lo que él ganaba corriendo y tirando de su rickshaw y O-lan mendigando, no llegaban a poder cocer el arroz diariamente en su propia choza. Si les sobraba un penique sobre lo que tenían que entregar en las cocinas públicas, compraban un poco de col. Pero la col les resultaba cara de cualquier modo, pues los dos muchachos tenían que ir a buscar combustible para cocerla entre los dos ladrillos que O-lan había convertido en horno, y este combustible tenían que cogerlo, a puñados y como podían, de los haces de junco y de hierba que los labradores llevaban al mercado. Algunas veces, los muchachos eran sorprendidos y abofeteados duramente, y una vez el mayorcito, que era más tímido que el pequeño, volvió a casa con un ojo hinchado por el sopapo de un labrador. Pero el menor se había vuelto más listo; era, en realidad, mucho más hábil robando que mendigando.