A la mañana siguiente, Wang Lung permaneció en el lecho, observando a la mujer ya plenamente suya. O-lan se levantó, ciñóse sus sueltas ropas al cuello y a la cintura con lentos ademanes; luego metió los pies en los zapatos de tela y se los puso, sujetándolos con las cintas que colgaban detrás. La estría de luz que penetraba por el pequeño agujero de la pared le dio en el rostro y Wang Lung pudo vérselo vagamente. Se sorprendió al no descubrir en ella la menor transformación. Le parecía que a él la noche anterior le había cambiado y no podía comprender que esta mujer se levantase ahora de su cama como si lo hubiera hecho todos los días de su vida.
La tos del viejo sonó quejumbrosamente en el turbio clarear, y Wang Lung dijo a la mujer:
– Llévale primeramente a mi padre una escudilla de agua caliente para sus pulmones.
Ella preguntó, la voz exactamente como ayer:
– ¿Con hojas de té?
Esta sencilla pregunta turbó a Wang Lung. Le habría gustado responder: "Con hojas de té, naturalmente. ¿Te crees que somos unos mendigos?" Su gusto hubiera sido que la mujer viese la poca importancia que le daban al té en aquella casa. En la Casa de Hwang, seguramente que cada tazón verdeaba con las aromáticas hojas. Allí, tal vez ni aun las esclavas beberían agua sola. Pero Wang Lung sabía que su padre habría de disgustarse si ya el primer día le daba la mujer té en lugar de agua. Además, realmente, no eran ricos. Así, pues, replicó con negligencia:
– ¿Té? No, no; le empeora la tos.
Y se quedó en la cama, satisfecho y confortable, mientras la mujer encendía el fuego y hervía el agua en la cocina. Ahora que podía, le hubiera gustado dormir, pero su organismo, habituado desde tantos años a despertarse temprano, se negaba ahora a darse al sueño. Quedóse, pues, acostado y despierto, saboreando, paladeando mental y materialmente el lujo de aquella indolencia.
Todavía estaba medio avergonzado de pensar en la mujer. Parte del tiempo tuvo sus pensamientos ocupados en los campos, en el trigo, en lo que sería la cosecha si llovía y en el precio de la semilla de nabos blancos que deseaba comprarle a su vecino Ching si se ponían de acuerdo sobre el precio. Pero, entre todos estos pensamientos que ocupaban su mente cada día, pasaba, trenzándose y destrenzándose, esta nueva noción de lo que ahora era su vida. Y de pronto, pensando en la noche anterior, se le ocurrió preguntarse si él le gustaría a la mujer.
Esto era una nueva curiosidad para Wang Lung. Se había preguntado hasta ahora sólo si ella le gustaría a él y si le resultaría satisfactoria en su casa y en su lecho. A pesar del rostro vulgar de la mujer y de la áspera piel de sus manos, tenía suave y virginal la carne de su cuerpo robusto. Wang Lung, al pensar en ello, se rió con aquella misma risa que lanzó en la oscuridad de la noche pasada. ¡Los señores, pues, no habían visto más allá del rostro de la esclava! Y el cuerpo era hermoso; amplio y grande, pero suave, curvado. Súbitamente, deseó agradarle como esposo, mas al instante se sintió avergonzado.
Abrióse la puerta y O-lan penetró en la estancia con su andar silencioso, llevando en las manos un tazón humeante. Wang Lung se sentó en la cama y lo cogió. En el tazón, sobre la superficie del agua, flotaban unas hojas de té. Wang Lung alzó rápidamente la cabeza y miró a la mujer, que se asustó en el acto y dijo:
– No le llevé té al anciano… Hice como ordenaste… Pero a ti…
Wang Lung, al percatarse de que la mujer tenía miedo, se sintió satisfecho. Sin dejarla terminar, exclamó:
– Me gusta…, me gusta… -llevándose en seguida el té a la boca con sonoras aspiraciones de placer.
Y había en él una exaltación que aun a si mismo le daba vergüenza confesar. Se decía: "¡A esta mujer mía, le gusto!"
En los meses siguientes, le pareció a Wang Lung que no hacía otra cosa que observar a esta mujer suya, aunque en realidad trabajaba como siempre había trabajado. Azada al hombro, partía hacia sus parcelas de tierra, cultivaba las hileras de legumbres, uncía el buey al arado y labraba el campo del Oeste, donde debían cosecharse las cebollas y los ajos. Pero el trabajo resultaba ahora un lujo, pues cuando el sol llegaba al cenit, podía ir a su casa y encontrar la comida a punto; la mesa, limpia, y las escudillas y los palillos, colocados ordenadamente sobre ella. Hasta entonces, el mismo tenía que confeccionarse el yantar al regresar del trabajo, cansado como estaba, a menos que el viejo sintiese hambre antes de tiempo y preparase un poco de comida u hornease un trozo de pan raso y sin levadura para acompañar unas cabezas de ajos.
Ahora, lo que hubiese que comer estaba dispuesto y no tenía más que sentarse en el banco junto a la mesa y servírselo. El suelo de tierra se hallaba barrido; la pila del combustible, bien alta. Cuando él se marchaba por las mañanas, la mujer cogía el rastrillo de bambú y una cuerda y rondaba con ellos por los contornos, segando aquí un poco de hierba, allá una ramita o un puñado de hojas, y regresaba al mediodía con suficiente combustible para hacer la comida. Le placía a Wang Lung que ya no tuviesen que comprar más leña.
Por la tarde, la mujer se echaba al hombro una azada y un cesto y marchaba al camino principal, que conducía a la ciudad y por el que pasaban continuamente mulas, burros y caballos acarreando cosas de una parte a otra, allí recogía los excrementos de los animales y los llevaba a la casa, amontonando el estiércol en el patio para fertilizar con él los campos. Estas cosas las hacía en silencio y sin que nadie le ordenase hacerlas; y al terminar el día no descansaba hasta haber dado de comer al buey, en la cocina, y sacado agua, que le acercaba al hocico, para que el animal bebiese cuanto tuviera gana.
Remendó y arregló las ropas harapientas de los dos hombres con hilo que ella misma había hilado -aprovechando un copo de algodón con un huso de bambú-. Así quedaron adecentados los vestidos de invierno. Las ropas de cama las sacó a la entrada, las puso al sol y, descosiendo la cobertura de los cubrecamas acolchados, los lavo y colgó de un bambú para que se secaran, sacudiendo y aireando el algodón, limpiándolo de los insectos que habían anidado entre sus pliegues y soleándolo todo.
Día tras día se ocupaba en una cosa o en otra, hasta que las tres habitaciones tuvieron una apariencia pulcra y casi próspera.
La tos del viejo mejoró, y el anciano tomaba apaciblemente el sol junto a la pared de la casa orientada al Sur, siempre medio dormido, caliente y feliz.
Pero esta mujer jamás hablaba, excepto en ocasiones de estricta necesidad. Wang Lung, observando cómo se movía, firme y lentamente, por las habitaciones de la casa, al paso seguro de sus grandes pies, observando su rostro cuadrado y estólido y la inexpresiva y medio temerosa mirada de sus ojos, no sabía qué pensar de ella. De noche, conocía bien la suave firmeza de su cuerpo, pero de día, vestida, la túnica y los pantalones de basto algodón azul cubrían cuanto el conocía y la mujer era entonces como una criada muda, una criada y nada más. Pero no estaba bien que él le dijera: "¿Por qué no hablas?" Bastaba que cumpliera con su deber.
A veces, trabajando los terrones del campo, ocurría que Wang Lung comenzaba a divagar sobre ella. ¿Qué habría visto en aquellas cien estancias? ¿Qué había sido de su vida, aquella vida que nunca compartía con él? No sabía qué pensar. Y en seguida se sentía avergonzado de su interés y curiosidad por O-lan. Al fin y al cabo, era sólo una mujer.
Pero tres habitaciones y dos comidas diarias no son suficientes para mantener ocupada a una mujer que ha sido esclava de una gran casa, y acostumbrada a trabajar desde el alba hasta medianoche.
Una vez, cuando Wang Lung, muy atareado a la sazón con el trigo, lo cultivaba día tras día hasta que la espalda le dolía de fatiga, la sombra de O-lan cayó a través del surco sobre el que se inclinaba, y la vio a su lado, con una azada al hombro.
– No hay nada que hacer en la casa hasta el anochecer -dijo brevemente.
Y sin más comenzó a trabajar el surco hacia la izquierda, labrando con energía.
Comenzaba el verano y el sol caía sobre ellos con crudeza. Pronto el rostro de la mujer empezó a chorrear sudor. Wang Lung trabajaba desnudo de cintura arriba, pero a ella el vestido ligero, mojado de sudor, se le pegaba al cuerpo como una epidermis más. Se movían ambos con un ritmo perfecto, hora tras hora, en silencio, y para Wang Lung aquella concordancia hacía indoloro el esfuerzo. Su mente no daba cabida a más realidad que esta del movimiento acorde: nada más que al cavar y revolver de aquella tierra suya, que abrían al sol: aquella tierra de la que sacaban su sustento, de la que estaba construido su hogar y sus dioses. Rica y oscura, caía ligeramente de la extremidad de los azadones. A veces apartaban de ella un trozo de ladrillo, una astilla de madera. Nada. En algún tiempo, en alguna época remota, cuerpos de hombres y mujeres habrían sido enterrados aquí, y se habían levantado casas que habían caído y vuelto a la tierra. Así volverían a ella sus propios cuerpos y su propia casa. Cada cual su turno. Y trabajaban juntos, moviéndose juntos, arrancando juntos el fruto de esta tierra, en el silencioso compás de su ritmo al unísono.
Al ponerse el sol, Wang Lung se enderezó despacio y miró a la mujer. Tenía esta la cara húmeda, con estrías de tierra, y estaba tan morena como los mismos terrones. El oscuro vestido se le pegaba al cuerpo sudoroso. Alisó despacio el último surco y luego, simple y súbitamente, con voz que sonó más opaca que nunca en el silencio del anochecer, dijo:
– Estoy preñada.
Wang Lung se quedó muy quieto. ¿Qué podía replicar a esto? Se bajo a coger un pedazo de ladrillo roto y lo echó fuera del surco. La mujer había dicho aquello como si dijera: "Te he traído te", o: "Vamos a comer". Parecía que fuese para ella una cosa corriente. Pero… ¡para él! Él no podía expresar lo que sentía; su corazón se hinchaba y se detenía como si hubiera encontrado súbitas limitaciones. Bien, ¡era el turno de ellos en esta tierra! De pronto, le quitó la azada a la mujer y dijo:
Basta por hoy. Ya ha terminado el día. Vamos a darle la noticia al viejo.
Y echaron a andar hacia la casa: ella, como corresponde a una mujer, media docena de pasos detrás del marido.
El viejo se hallaba en la puerta, hambriento y aguardando la cena, que, desde que llegara la mujer a casa, no quería ya preparar él. Estaba impaciente, y al verlos gritó: