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Wang Lung regreso a su cuarto, se puso otra vez la larga túnica azul y se soltó la trenza. Pasándose la mano por las sienes rasuradas y por las mejillas, se preguntó si no le convendría afeitarse. Apenas había salido el sol. Podría pasar por la calle de los Barberos y hacerse afeitar antes de ir a la casa donde la mujer le esperaba. De tener bastante dinero, así lo haría.

Saco del cinturón un bolsillo pequeño y grasiento, de tela gris, y contó el dinero que poseía. Seis dólares de plata y dos puñados de monedas de cobre.

Todavía no le había dicho a su padre que había invitado a unos amigos a cenar aquella noche. Los invitados eran: su primo, el hijo menor de su tío; su tío, en atención a su padre, y tres labradores vecinos que vivían con él en el pueblo. Había pensado traer aquella mañana de la ciudad carne de cerdo, un pescado pequeño, de pantano, y un puñado de castañas. Y quizá comprara hasta unos brotes de bambú del sur y un poco de buey para hervir con las coles que él mismo había cultivado en su huerto. Pero esto únicamente si le quedaba algún dinero después de adquirido el aceite y la salsa de las judías. Si se afeitaba, tal vez no podría comprar la carne de buey… Súbitamente, decidió afeitarse.

Dejó al viejo sin decir palabra y salió a la luz de la mañana naciente. A pesar del rojo oscuro de la aurora, el sol ascendía por las nubes del horizonte y brillaba sobre el rocío del trigo tierno y de la cebada. Wang Lung, que tenía verdaderamente alma de campesino, se recreó un momento contemplando las pequeñas cabezas en formación. Aún estaban vacías y en espera de la lluvia. Olió el aire y miró ansiosamente al cielo. Allí, en el vientre de aquellas nubes negras que pasaban sobre el viento, se encerraba la lluvia. Y Wang Lung se dijo que compraría un bastoncito de incienso para ofrecerlo al dios de la tierra. En un día así, haría esta ofrenda.

Siguió adelante, por el camino estrecho que se retorcía entre los campos. No muy lejos se alzaba la muralla gris de la ciudad. Al otro lado de la puerta por la que él debía pasar se hallaba la Casa Grande, la casa de los Hwang. En ella había servido de esclava, desde niña, la mujer que iba a ser suya. Había quien decía: "Más vale vivir solo que casarse con un mujer que ha sido esclava de una casa grande". Pero cuando Wang Lung le preguntó a su padre: "¿He de estar sin mujer toda mi vida?", éste había contestado: "Las bodas cuestan caras en estos tiempos, y las mujeres exigen anillos de oro y vestidos de seda. Lo único que queda para las pobres son las esclavas".

Su padre se había movido entonces y había ido a la Casa de Hwang a preguntar si no les sobraba alguna esclava.

– Una que no sea muy joven -había dicho-. Y, sobre todo, que no sea bonita.

A Wang Lung le mortificaba que la esclava no hubiera de ser bonita. Le habría gustado tener una linda esposa, por la que los otros hombres pudieran felicitarle. Pero su padre, al ver la expresión rebelde del rostro, le había dicho:

– ¿Y qué es lo que vamos a hacer con una mujer bonita? Necesitamos una mujer que cuide la casa y produzca hijos mientras trabaja en los campos. ¿Hará estas cosas una mujer bonita? ¡Se pasará el tiempo pensando en vestidos que hagan juego con su cara! No; de ninguna manera ha de haber una mujer así en nuestro hogar. Nosotros somos gente labradora. Además, ¿quién ha oído hablar de una esclava hermosa y perteneciente a una gran casa, que fuera virgen? Todos los jóvenes señores se habrían servido ya de ella, y mejor es ser el primero con una mujer fea que el centésimo con una beldad. ¿Te imaginas que a una mujer bonita le parecerían tus manos de campesino tan agradables como las manos suaves del hijo de un rico, y tu cara, negra del sol, tan hermosa como la piel dorada de los otros que antes que tú han buscado en ella su placer?

Wang Lung comprendió que su padre tenía razón, pero, así y todo, tuvo que luchar consigo mismo antes de contestar. Y al hacerlo, dijo violentamente:

– Al menos, no quiero una mujer picada de viruelas o que tenga el labio superior hendido.

– Veremos lo que hay para escoger -replico el padre.

Bien, la mujer no era picada de viruelas ni tenía el labio superior hendido. Es todo lo que sabía de ella. Su padre y él habían comprado dos anillos de plata con baño de oro, y unos pendientes, también de plata, que su padre había entregado al dueño de la esclava en señal de esponsales. Aparte esto, nada más sabía de aquella mujer que iba a ser suya, excepto que hoy podía ir a buscarla.

Atravesó la puerta de la ciudad y su fresca penumbra. Los aguadores acababan de aparecer, con sus angarillas cargadas de grandes tinajas de agua: iban y venían todo el día, y el agua saltaba de las tinajas salpicando las piedras. Se estaba siempre húmedo y fresco en el túnel que formaba la puerta bajo la gruesa muralla de tierra y ladrillos. Se estaba fresco hasta en un día de verano, tanto, que los vendedores de melones colocaban sus frutos sobre las piedras, abiertos, para que absorbiesen la frescura húmeda del túnel. Como la estación no estaba suficientemente adelantada, aún no había melones, pero a lo largo de las paredes se veían cestos con unos melocotones pequeños, duros y verdes. Los vendedores gritaban:

– ¡Los primeros melocotones de la primavera, los primeros! ¡Comprad, comed, limpiad vuestro intestino de los venenos del invierno!

Wang Lung se dijo:

– Si a la mujer le gustan, le compraré un puñado de melocotones cuando regresemos.

Apenas podía darse cuenta de que, cuando regresara, una mujer caminaría tras él.

Al traspasar la puerta, dobló a la derecha y no tardó en encontrarse en la calle de los Barberos. Había pocos clientes antes que él: sólo unos labradores que habían llevado sus productos a la ciudad la noche anterior, con el fin de vender los vegetales en los mercados al amanecer y poder estar de regreso en los campos a tiempo para el trabajo del día. Habían dormido, encogidos y temblorosos, sobre sus cestos, aquellos cestos que estaban ahora vacíos a sus pies. Wang Lung los esquivó para evitar que alguno de los labradores le reconociera. No quería que le gastasen bromas en un día como éste. En línea, a lo largo de la calle, se hallaban los barberos, en pie tras los mostradores. Wang Lung se dirigió al más lejano, se sentó en el taburete y le hizo seña al oficial, que estaba de charla con un vecino. El barbero acudió presuroso, cogió un pote de sobre el hornillo de carbón y comenzó a llenar de agua caliente una palangana de lata.

– ¿Afeitado completo? -preguntó, profesionalmente.

– Cara y cabeza -replicó Wang Lung.

– ¿Limpiar nariz y orejas? -preguntó el barbero.

– ¿Cuánto más costará eso? -quiso saber Wang Lung.

– Cuatro peniques -respondió el barbero, comenzando a meter y sacar del agua un paño negro.

– Le doy dos -dijo Wang Lung.

– Entonces limpiaré una oreja y media nariz -replicó el otro prontamente-. ¿Que lado de la cara prefiere?

Y le hizo una mueca al barbero vecino, que soltó una risotada. Wang Lung comprendió que había caído en manos de un guasón, y sintiéndose inferior, como de costumbre, a estos habitantes de la ciudad, a pesar de que eran sólo barberos y gente de la más baja, dijo prestamente:

– Como quiera…, como quiera…

Y cedió al barbero, que le enjabonó, frotó y afeitó, y que siendo, a pesar de todo, un buen hombre, y generoso, le hizo gratis unas cuantas manipulaciones hábiles en los hombros y en la espalda para dar elasticidad a los músculos. Mientras le afeitaba la cabeza a Wang Lung, comentó:

– Este labrador no estaría mal si se cortase el pelo. La nueva moda manda suprimir la trenza.

Y la navaja pasó tan cerca del círculo de cabello en la coronilla de Wang Lung, que éste gritó:

– ¡Sin el permiso de mi padre no puedo cortarme el pelo!

El barbero se echó a reír y orilló el circulo de cabello.

Cuando la operación hubo terminado, Wang Lung contó el dinero en la mano arrugada y húmeda del barbero. Y tuvo un momento de pánico: ¡tanto dinero! Pero, al echar a andar calle abajo, sintiendo la fresca caricia del aire sobre la piel afeitada, se dijo:

– Un día es un día.

Se fue al mercado y compró dos libras de carne de cerdo, mirando cómo el carnicero la envolvía en una hoja de loto seca. Dudó un instante y compró también media libra de buey y unas porciones de requesón fresco que temblaba como gelatina sobre las hojas. Luego fue a una cerería, adquirió dos bastones de incienso, y se dirigió, tímidamente, hacia la Casa de Hwang.

En la entrada, sintió que un terror invencible se apoderaba de el. ¿Cómo había venido solo? Debía haberle pedido a su padre, a su tao, o hasta a Ching, su vecino más próximo, que le acompañase. Nunca había estado en una gran casa. ¿Cómo iba a entrar en ésta, con su festín de bodas al brazo, y decir: "Vengo a buscar una mujer"?

Durante un rato se quedó a la puerta, mirándola. Estaba bien cerrada; los dos grandes batientes de madera, pintados de negro, asegurados y tachonados de hierro, firmemente ajustados uno sobre otro. Dos leones de piedra montaban la guardia, uno a cada lado. No había nadie más. Wang Lung retrocedió. ¡Imposible decidirse! Sentía una súbita debilidad y decidió comprar primeramente algo que comer. No había tomado nada aún; había olvidado su comida.

Fue a un pequeño restaurante callejero y, poniendo dos peniques sobre una mesa, se sentó. Un chico sucio, con un delantal negro y lustroso, se acercó a él, y Wang Lung le pidió: "¡Dos escudillas de fideos!", y cuando se las trajo se las comió glotonamente, empujando los fideos boca adentro con los palillos de bambú mientras el chico hacía girar los cobres entre sus dedos negruzcos.

– ¿Quiere más? -preguntó el chico indiferentemente.

Wang Lung movió la cabeza, se enderezó y miró alrededor. No había nadie conocido suyo en aquella habitación pequeña, oscura, llena de mesas. Sólo se hallaban sentados unos cuantos hombres, que comían o bebían té. Era un lugar para pobres, y entra ellos Wang Lung se veía pulcro, limpio y casi rico, tanto, que un mendigo que pasaba se dirigió a él.

– ¡Tenga corazón, maestro, y déme una monedita! ¡Tengo hambre! -se lamentó.

Jamás un mendigo le había pedido limosna a Wang Lung, jamás nadie le había llamado "maestro". Se sintió satisfecho y echó en el platillo del mendigo dos moneditas, que valían la quinta parte de un penique. El pobre alargó con prontitud su mano ennegrecida, semejante a una garra, y, cogiendo la limosna, la escondió entre sus harapos.

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