Entonces, y mientras contemplaba al sacerdote arrojarlo dentro de la urna que ardía ante la diosa, pensó con súbito horror: "¿Y si en lugar de un nieto es una niña?" Y exclamó:
– Bueno, y si es un nieto pagaré una nueva túnica roja para la diosa, ¡pero no daré nada en absoluto si es una niña!
Salió del templo presa de gran agitación, pues no se le había ocurrido esto: que podía no ser un nieto, sino una niña, y fue a la tienda y compró más incienso. Aunque el día era caluroso y por las calles había un palmo de polvo, encaminó sus pasos hacia el pequeño templo rural donde estaban los dos que protegían los campos y la tierra y les encendió el incienso diciéndoles:
– ¡Bueno, hemos cuidado de vosotros mi padre, yo y mi hijo, y ahora llega el fruto de mi hijo y si no es un nieto no habrá nada para vosotros dos!
Y habiendo hecho cuanto estaba en su mano, regresó a sus habitaciones, sumamente cansado, y se sentó ante su mesa. Hubiera deseado que una esclava le trajese té y que otra le trajese una toalla mojada en agua caliente y luego exprimida para limpiarse el rostro, pero a pesar de sus palmadas no acudía nadie. No se ocupaban de él, y aunque la gente de la casa no cesaba de correr de aquí para allá, no se atrevía a detener a nadie y preguntar qué clase de criatura había nacido si es que había nacido ya. Permaneció allí sentado, rendido y polvoriento, sin que nadie le hablara.
Al fin, cuando había esperado tanto tiempo que le parecía que ya debía empezar a anochecer, entró Loto oscilando sobre sus menudos pies, debido a su peso excesivo, y apoyándose en Cuckoo. Y Loto rió y le dijo ruidosamente:
– Bueno, ya hay un hijo en la casa de tu hijo, y tanto la madre como la criatura viven. Yo he visto al recién nacido y es hermoso y robusto.
Entonces Wang Lung se levantó, frotó las manos una contra otra, volvió a reírse y exclamó:
– Bueno, y yo he permanecido aquí sentado como un hombre con su propio primogénito a punto de venir al mundo, y sin saber qué hacer y asustado de todo.
Y cuando Loto se hubo marchado a sus habitaciones empezó a musitar y se dijo:
"Bueno, yo no me asusté así cuando aquella otra tuvo su primer hijo, mi primogénito."
Se quedó silencioso y recordó aquel día, y cómo O-lan había entrado sola en el cuartito oscuro y cómo sola y silenciosamente había dado a luz hijos, y otra vez hijos, e hijas, y cómo luego regresaba a los campos a trabajar junto a él. Y aquí estaba ésta, la mujer de su hijo, que gritaba con los dolores como una criatura y tenía a todas las esclavas corriendo de aquí para allí por la casa y a su esposo junto a su puerta.
Y recordó, como uno recuerda un sueño ha largo tiempo soñado, cómo O-lan descansaba un poco de su trabajo y se sentaba a amamantar al niño, y la leche rica y blanca corría de su pecho y salpicaba la tierra. Y todo esto parecía tan lejano que diríase que nunca había ocurrido.
Entonces entró su hijo sonriente y lleno de importancia, y dijo ruidosamente:
– El hombre niño ha nacido, padre mío, y ahora tenemos que buscar una mujer para que lo amamante con sus pechos, pues yo no quiero que mi esposa estropee su belleza y agote sus fuerzas criando.
Y Wang Lung contestó tristemente, aunque no sabía la causa de su tristeza:
– Bueno, pues si ha de ser así, que así sea, ya que no puede criar a su propio hijo.
Cuando el niño cumplió un mes, su padre, el hijo de Wang Lung, dio la fiesta del nacimiento invitando a mucha gente, al padre y a la madre de su esposa y a todos los grandes de la ciudad. Y mandó teñir de escarlata muchos de cientos de huevos, que se dieron a los invitados y a todos los que mandaban invitados, y en la casa todo eran festejos y alegría porque la criatura era un hermoso niño, había pasado su décimo día y estaba vivo, y esto era un temor descartado y todos se alegraban de ello.
Y cuando la fiesta del nacimiento hubo terminado, el hijo de Wang Lung se acercó a su padre y le dijo:
– Ahora que hay tres generaciones en esta casa, deberíamos tener las tablas de los antepasados que poseen las grandes familias para adorarlas en las festividades, pues ahora somos también nosotros una familia establecida.
Esto agradó a Wang Lung en extremo y dio orden de que la proposición de su hijo se llevara a cabo. No tardaron, pues, en verse las tablas en el salón, puestas en línea; en una tabla, el nombre del abuelo de Wang Lung y el de su padre, y libres los otros espacios para Wang Lung y sus hijos cuando muriesen. Y el primogénito compró una urna de quemar incienso y la puso ante ellas.
Cuando esto quedó hecho, Wang Lung recordó la túnica roja que había prometido a la diosa de la misericordia, y se dirigió al templo a entregar el dinero para adquirirla.
Y al regresar de él y como los dioses no pudieran dar sin cobrarlo de alguna manera, llegó corriendo un hombre de los campos a decirle que de pronto Ching se estaba muriendo y había preguntado si Wang Lung querría ir a verlo morir. Y Wang Lung, al escuchar al jadeante mensajero, gritó coléricamente:
– ¡Bueno, supongo que ese maldito par del templo tiene celos ahora porque le he regalado una túnica roja a la diosa de la ciudad, y supongo que no se han enterado de que el poder de ellos es sobre la tierra y no sobre los nacimientos!
Y aunque tenía ya servida la comida del mediodía, se negó a comer, y aunque Loto insistía en que no saliera hasta que el sol comenzara a ponerse, no le hizo caso y salió. Entonces, viendo que no lograba detenerle, Loto envió tras él una esclava llevando una sombrilla de papel aceitado, pero Wang Lung corría tanto que la robusta muchacha tenía dificultad en cubrirle la cabeza.
Wang Lung entró inmediatamente en la habitación donde Ching yacía, gritándoles a todos:
– ¿Cómo ha ocurrido esto?
El cuarto estaba lleno de obreros agrupados, que respondieron con prisa y confusión:
– Se empeñó en trabajar en la trilla… Le dijimos que no debía hacerlo, a su edad… Hay un trabajador que es nuevo… y no sabía sujetar el mayal… Ching quiso enseñarle… Es trabajo duro para un hombre viejo…
Entonces Wang Lung gritó con voz terrible:
– ¡Traedme a ese trabajador!
Empujaron a éste a la presencia de Wang Lung y allí aguardó, temblando y chocando sus desnudas rodillas una contra otra. Era un tosco mozo de campo, robusto y colorado, con los dientes sobresaliéndole por encima del labio inferior y con los ojos redondos y apáticos como los de un buey. Pero Wang Lung no le tuvo lástima. Le abofeteó en ambas mejillas y luego cogió la sombrilla de manos de la esclava y golpeó al muchacho en la cabeza, sin que nadie se atreviera a detenerle, no fuese que la cólera se le subiera a la cabeza y, a su edad, le envenenara. Y el patán aguantó la rociada humildemente, gimoteando y chupándose los dientes.
Entonces Ching se quejó desde la cama donde yacía y Wang Lung tiró la sombrilla y gritó:
¡Ahora éste se va a morir mientras yo golpeo a un imbécil!
Y se sentó al lado de Ching, tomándole una mano. Era una mano tan ligera, seca y pequeña como una hoja de roble marchita, y era imposible creer que la sangre circulase por ella, tan seca y ligera estaba. Pero el rostro de Ching, que era siempre pálido y amarillo, tenía ahora un color oscuro y se hallaba salpicado de su escasa sangre; y sus ojos medio cerrados estaban ciegos, y empañados, y su respiración iba y venía por accesos. Wang Lung se inclinó sobre él y le dijo alto al oído:
– ¡Aquí estoy yo, y te compraré un ataúd inferior únicamente al de mi padre!
Pero los oídos de Ching estaban llenos de sangre, y si oyó a Wang Lung no dio señales de ello, sino que siguió jadeando y muriéndose, y así se murió.
Cuando hubo muerto, Wang Lung se inclinó sobre él y lloró como no había llorado al morir su padre; y encargó un ataúd de la mejor clase, llamó sacerdotes para el entierro y siguió tras él a pie y vestido de blanco en señal de luto. Hizo incluso que su hijo primogénito se pusiera bandas blancas en los tobillos como si hubiera muerto un pariente, a pesar de que su hijo protestó:
– Era solamente un servidor de confianza, y no está bien ponerse luto por un criado.
Pero Wang Lung le obligó a ello durante tres días. Y si Wang Lung hubiera podido hacer enteramente como era su deseo, habría enterrado a Ching dentro de la muralla de tierra donde reposaban su padre y O-lan. Pero sus hijos se negaron y protestaron diciendo:
– ¿Deben nuestra madre y nuestro abuelo yacer con un criado? ¿Y nosotros también, cuando llegue nuestra hora?
Y entonces Wang Lung, porque no podía contender con ellos y porque a su edad quería paz en la casa, enterró a Ching en la entrada de la muralla y se sintió consolado con lo que había hecho y se dijo:
"Bueno, ya está bien así, porque siempre ha sido para mí un guardián contra el mal."
Y dio orden a sus hijos de que cuando él muriera le enterrasen lo más cerca posible de Ching.
Entonces Wang Lung fue con menos frecuencia que nunca a sus tierras, porque ahora que Ching no estaba le abrumaba tener que ir solo, y además estaba cansado del trabajo y los huesos le dolían cuando cruzaba solo los duros campos. De manera que dio en arriendo toda la tierra que pudo y la gente la tomó con avidez, porque se sabía que era buena tierra. Pero Wang Lung no quiso hablar nunca de vender un solo palmo de ningún campo y únicamente la arrendaba a un precio dado y por un año cada vez. Así sentía que la tierra era suya todavía y que estaba en sus manos.
Designó a uno de los trabajadores con su esposa y sus hijos para que vivieran en la casa de campo y cuidasen de los dos fumadores de opio. Y entonces, viendo los ojos pensativos de su hijo menor, exclamó:
– Bueno, puedes venir conmigo a la ciudad, y me llevaré también a mi tonta y vivirá conmigo en mi departamento. Esto es demasiado solitario para ti ahora que Ching no está, y sin él aquí no estoy muy seguro de que tratarán bien a la pobre tonta, ya que no hay nadie para decirme si le pegan o si le dan mal de comer. Y tampoco hay nadie para enseñarte a ti en lo que concierne a la tierra, ahora que Ching no está.
Así es que Wang Lung se llevó a su hijo menor y a su tonta y a partir de entonces apenas volvió, durante mucho tiempo, a su casa de campo.