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– ¡Narayan!

Estaba en el descansillo de arriba: un hombre viejo, muy bajo, muy delgado, con un traje de dril blanco lleno de manchas y desastrado. Tenía el rostro contraído, con expresión de gran dolor. Parecía dispéptico. Se dio la vuelta, se apoyó en el múrete de la galería superior, y se quedó mirando fijamente los mangos y las casitas de madera al otro lado de la carretera.

Ganesh y sus hombres subieron ruidosamente la escalera, el chico más ruidoso que nadie.

Swami dijo:

– Coge mi poui y dale en la calva mientras mira a otro lado, sahib . Es una ocasión única. Ganesh replicó:

– No sabes cuánta razón tienes. El chico dijo:

– Aquí tienes tres testigos de que perdió el equilibrio y se cayó. Ganesh no respondió. El chico dijo:

– Dame el bastón. Yo le arreglaré las cuentas a Narayan.

Swami sonrió.

– Eres demasiado pequeño.

Los seguidores de Ganesh repartían The Dharma a diestro y siniestro, entre los que pasaban por la carretera, entre los delegados que estaban comiendo, entre los delegados que paseaban por el patio. Al principio intentaron cobrar cuatro centavos por ejemplar, pero después empezaron a regalar la revista.

Partap dijo pausadamente:

– ¿Quieres que vaya a insultar a Narayan, pandit? Estoy lo bastante chiflado como para hacer una cosa así. -De repente enloqueció-. ¡Más vale que me sujetéis si no queréis que mande a ese hombrecillo al hospital! ¿Me oís? ¡Sujetarme!

Le sujetaron.

Narayan dejó de contemplar el otro lado de la carretera y bajó lentamente hacia el descansillo. Swami dijo:

– ¿Quieres que le tire escaleras abajo, sahib?

También a él le sujetaron.

Narayan les lanzó una mirada. Parecía enfermo.

– Dejarle en paz -dijo Ganesh-. Está acabado, el pobre.

El chico dijo:

– Parece un pollo mojado.

Le oyeron bajar los escalones, pasito a pasito.

Los delegados que estaban comiendo salieron a la galería en pequeños grupos, vaso en mano. Trataban de mantener la calma y actuaban como si Ganesh y sus hombres no estuvieran allí. Se lavaron las manos e hicieron gárgaras, tirando el agua por encima de la pared, mientras hablaban en voz alta y se reían.

A Ganesh le llamó la atención uno de los gargaristas, bajo y robusto, que estaba en un extremo de la galería. Creyó reconocer el vigor con el que aquel hombre hacía gargarismos y escupía al patio, y le resultaba conocido aquel garbo. De vez en cuando el gargarista daba un saltito, y Ganesh también reconoció aquello.

Aquel hombre dejó de hacer gárgaras y miró a su alrededor.

– ¡Ganesh! ¡Ganesh Ramsumair!

– ¡Indarsingh!

Estaba más rollizo y tenía bigote, pero conservaba la gracia que le llevó a ser un alumno destacado en el Queen's Royal College.

– Vaya, vaya, chaval.

– Pero bueno, si hablas con acento de Oxford. ¿Qué pasa, hombre?

– Tranquilo, chaval. Vaya la que nos estás jugando. Pero tienes buena pinta. Pero que muy buena pinta.

Se tocó la corbata que llevaba, de la Sociedad de St Catherine, y dio otro saltito.

A Ganesh le habría dado vergüenza hablar correctamente con Indarshing.

– Vamos, que no me esperaba verte aquí. Anda, que un tipo como tú, venga a ganar becas…

– Pues estoy hasta las narices del Derecho, chico. A ver si me meto en lo de la política. Empezando por poco. Dando charlas.

– Claro, hombre. Indarsingh, el lince de los debates en el colegio.

Swami y los demás miraban boquiabiertos. Ganesh dijo:

– ¿Es que os he pedido que montéis guardia, pandilla? ¿Dónde está Narayan?

– Está sentado ahí abajo, tan tranquilo, limpiándose la cara con un pañuelo sucio.

– Pues hale, a vigilarle. Que no haga nada raro.

Los hombres y el chico se marcharon.

Indarsingh no se dio por aludido con la interrupción.

– Ahora doy charlas a campesinos. Qué diferencia, chico. No es lo mismo que la Sociedad Literaria o la Unión de Oxford.

– La Unión de Oxford.

– Y venga de años. Un curso sí y otro también. Aquí, Indarsingh. Tres veces candidato para el Comité de la Biblioteca. No se me arregló. Prejuicios, ya sabes. Un asco.

El rostro de Indarsingh se entristeció.

– Pero hombre, ¿por qué has dejado lo del Derecho así tan pronto?

– Las charlas a los campesinos -repitió Indarsingh-. Es todo un arte, chaval.

– Venga, que no es tan difícil. Indarsingh no le hizo caso.

– Los últimos meses, he dado charlas a toda clase de gente. Para lo de las prácticas. Clubes de ciclismo, de fútbol, de criquet. Pero nada de una charleta de diez minutos, ¿sabes? Una vez, en las elecciones del club de criquet, hablé tanto tiempo que se apagó la lámpara de gas. -Miró muy serio a Ganesh-. ¿Y sabes qué pasó?

– ¿Volviste a encender la lámpara?

– Qué va, chico. Seguí hablando. En la oscuridad. El chico subió corriendo las escaleras.

– La reunión va a empezar, sahib.

Ganesh no se había dado cuenta de que los gargaristas habían abandonado la galería.

– Mira, Ganesh, chaval. Me voy a enfrentar contigo. No me gustan las trampas. Te voy a destrozar con la labia, chaval. -Dio un saltito y empezaron a bajar la escalera-. Tengo que contarte una cosa. Sobre lo de dar charlas. Un tipo llamado Ganga apoyó a un imbécil en las elecciones municipales del condado. Yo apoyé a otro. El mío ganó por los pelos. Ganga montó un follón de los grandes. Exigiendo un recuento. Yo hablé en contra durante quince minutos. Ah, ya empieza la reunión. Hay un montón de delegados, ¿qué?

– ¿Qué pasó?

– Ah, el recuento. Perdió el mío.

La sala estaba abarrotada. No había suficientes bancos, y muchos delegados estaban apoyados contra el enrejado. A aquella confusión contribuía la existencia de numerosas columnas de madera que surgían de los sitios más insospechados.

– No hay sitio, chaval. No contaba yo con tantos, ¿qué? No, no me voy a sentar contigo. Ya me colaré en algún sitio, ahí delante. Y acuérdate: sin trampas.

Los delegados se abanicaban con The Dharma.

Tal vez, si The Dharma no le hubiera dejado tan en ridículo y la donación de treinta mil dólares tan en evidencia, Narayan se habría defendido. Pero le cogió tan por sorpresa y, además, conocía tan bien su situación, que a Ganesh se le allanó el camino.

Pero Ganesh tuvo momentos de preocupación.

Como cuando Narayan, por poner un ejemplo, presidiendo la mesa cubierta con la bandera tricolor de la India, azafrán, blanca y verde, preguntó cómo era posible que el señor Partap, que como bien sabía, trabajaba en Puerto España y vivía en San Fernando, representara a Cunaripo, que estaba a kilómetros de distancia de ambos lugares.

Ganesh se puso en pie de golpe y dijo que, efectivamente, el señor Partap era empleado, y muy estimado, en el Servicio de Paquetes Postales de Puerto España y miembro de una honorable familia de San Fernando, pero que además, y sin duda por méritos propios en alguna vida anterior, tenía tierras en Cunaripo.

Narayan parecía enfermo. Dijo, muy seco:

– Bueno, supongo que yo represento a Puerto España, aunque trabajo en Sangre Grande, que está a sólo ochenta kilómetros.

Todos se rieron. Todo el mundo sabía que Narayan vivía y trabajaba en Puerto España.

Y a continuación Indarsingh empezó a liarla. En un discurso que duró casi diez minutos, cuestionó, en un inglés impecable, si todas las secciones habían pagado su cuota.

El tesorero jefe, sentado junto a Narayan, abrió un cuaderno azul con el retrato del rey Jorge VI en la tapa. Dijo que muchas secciones, sobre todo las más recientes, no habían pagado, pero que estaba seguro de que lo harían muy pronto.

Indarsingh gritó:

– ¡Eso va contra los estatutos! Se hizo el silencio.

Seguramente esperaba alaridos de protesta, y el silencio le cogió por sorpresa. Dijo: "¿Ah, cómo?", y se sentó. Narayan torció los finos labios.

– Es curioso. Vamos a consultar los estatutos. Swami vociferó desde atrás:

– ¡Narayan, no vas a consultar estatutos de ninguna clase! Con expresión de tristeza, Narayan apartó el folleto.

– ¡Venga, que alguien como tú quiera consultar los estatutos, cuando le estás quitando el dinero a la gente que tiene que matarse para comer!

Ganesh se levantó.

– Señor presidente, ruego al doctor Swami que se retracte de sus groseras palabras.

Los allí reunidos se unieron a la petición: "¡Que se retracte!"

– Vale, me retracto. Eh, un momento. ¿Quién está diciendo "Cállate la boca"? ¿Es que quiere jarabe de palo? -Swami miró a su alrededor con expresión amenazante-. Vamos a ver. Quiero dejar bien clara nuestra postura. No hemos venido para pelearnos con nadie. Lo único que queremos es ver a los hindúes unidos, y queremos que la donación sea para todos, no sólo para una persona.

Narayan parecía más enfermo que nunca.

Hubo risas, y no sólo de los seguidores de Ganesh.

Ganesh le dijo al chico en un susurro:

– ¿Pero cómo no me has recordado lo de las suscripciones? El chico dijo:

– Tú, un hombre hecho y derecho, hablándome así. Indarsingh volvió a intervenir.

– Señor presidente, esto es un grupo democrático, y en ninguna otra asociación (y yo he viajado mucho) he sabido yo de miembros a quienes se les permitiera votar sin haber pagado la suscripción. Considero que, en términos generales…

Narayan preguntó:

– ¿Es una moción? Indarsingh parecía molesto.

– Sí, señor presidente. Indudablemente, es una moción. Swami bramó:

– ¡Señor presidente, ya está bien de mociones y conmociones, y oigamos algo sensato, para variar! Mi moción consiste en que los estatutos sean… sean…

– Suspendidos -intervino el chico.

– … suspendidos, o al menos que la parte que dice que los miembros de la asociación tienen que pagar para votar. Suspendidos para esta reunión, y sólo para esta reunión.

Indarsingh estalló, levantó un brazo, citó a Gandhi, habló sobre la Unión de Oxford, y dijo que se avergonzaba de la corrupción que existía en la Asociación Hindú.

Narayan parecía hundido.

A una señal de Ganesh, cuatro hombres se precipitaron hacia Indarsingh y se lo llevaron en volandas.

– ¡Antidemocrático! ¡Va contra los estatutos! -gritó Indarsingh.

Se calló de repente. Narayan preguntó:

– ¿Quién secunda la moción?

Se alzaron todas las manos.

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