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– Esta casa que yo que estamos construyendo, no la quiero como otras casas indias. La quiero con buenos muebles y todo bien bonito. Yo es que estamos pensando en comprar un frigorífico y cosas de esas.

– Pues yo también que estamos pensando, fíjate -dijo la mooma de Suruj-. Yo es que estamos pensando en hacer una tienda nueva del todo, moderna, una tienda de comestibles como es debido, como las de los libros del poopa de Suruj, con montones de latas y botes y unos estantes bien buenos…

– … y eso que dicen de que los indios no son capaces de mantener su casa en condiciones, pues mira, es verdad. Pero yo es que vamos a pintarla bien bonita…

– … el poopa de Suruj lleva tiempo diciendo lo mismo, y vamos a pintar la tienda, de arriba abajo, y la vamos a poner bien bonita, con su mostrador de mármol y todo. Pero no te creas, que no nos vamos a olvidar de dónde vivimos, que también vamos a dejar la casa bien bonita…

– … con sus buenas alfombras como las que hemos visto Soomintra y yo en Gopal, y sus cortinas…

– … y sus sillones Morris [1] con cojines de muelles. Pero mira, que está llorando el crío. Para mí que quiere comer. Nada, me voy, Léela, cielo.

Con tantas cosas que contarse, Léela y la mooma de Suruj siguieron siendo buenas amigas.

Y Léela no hablaba por hablar. Una vez terminada la casa -y eso, en sí mismo era todo un logro para los indios de Trinidad-, la pintó, y expresó su alma hindú en la elección de los colores, vivos, chillones. Encargó a un pintor que dibujara una serie de rosas muy rojas sobre la pared azul del cuarto de estar. Le pidió al constructor de templos de la Guayana Británica que le hiciera varias estatuas y tallas que distribuyó por los sitios más inverosímiles. Le hizo construir una balaustrada con múltiples adornos alrededor de la terraza, y encima le pidió que erigiera dos elefantes de piedra, en representación de Ganesh, el dios elefante hindú. Ganesh revisó todos los adornos que había preparado Léela, dio su consentimiento, y diseñó los elefantes.

– Me importa tres pitos lo que diga Narayan sobre mí en The Hindú -dijo-. Te voy a comprar ese frigorífico, Léela.

Y lo compró. Lo colocó en el cuarto de estar, donde ocultaba parte de las rosas de la pared, pero podía verse desde la calle.

Y no se olvidó de los detalles. Le compró a un comerciante indio de San Fernando dos reproducciones de dibujos indios en color sepia. Una de ellas representaba una escena amorosa; en la otra, Dios bajaba a la Tierra para hablar con un sabio. A Léela no le gustó el primer dibujo.

– Eso no se pone en mi cuarto de estar.

– Mira, chica, eres una malpensada.

Debajo del dibujo erótico, Ganesh escribió lo siguiente. ¿Vendrás a mí así? Y debajo del otro: ¿O así?

Se colgaron los dibujos.

Y una vez solucionado aquello empezaron de verdad a poner cosas en las paredes. Léela comenzó con fotografías de su familia.

– No quiero la foto de Ramlogan en mi casa -dijo Ganesh.

– Pues yo no la pienso quitar.

– Vale. Que se quede Ramlogan ahí colgado, pero ya verás lo que voy a poner yo.

Era la fotografía de una actriz de cine india de sonrisa afectada. Léela lloró un poco.

Ganesh dijo con dulzura:

– No viene mal una cara alegre en la casa, para variar.

El detalle de la nueva casa que les tuvo fascinados durante mucho tiempo era el retrete, infinitamente mejor que el antiguo pozo negro. Y un sábado, Ganesh encontró en San Fernando un ingenioso juguete que decidió poner en el retrete. Era un portarrollos para el papel higiénico con música. Cada vez que se tiraba del papel sonaba Yankee Doodle Dandy.

Eso y los dos dibujos en sepia inspirarían dos de los escritos más famosos de Ganesh.

Los ataques de Narayan aumentaron y se diversificaron. Un mes, Ganesh fue acusado de ser antihindú, otro de ser racista; más adelante, resultó ser un peligroso ateo, y así sucesivamente. Al cabo de poco tiempo, las revelaciones del Pajarito amenazaban con inundar The Hindú.

– Y todavía lo llaman pajarito.

– Tienes razón, chica. El pajarito ha crecido y ya es un cuervo negro y bien grande.

– Es peligroso, pandit -le advirtió Beharry a Ganesh. Cuando Beharry iba a verle tenía que quedarse en la galería de arriba, cubierta de heléchos. Abajo había una habitación grande donde esperaban los clientes-. Llegará un día en que la gente empezará a creerle. Es como una campaña publicitaria.

– En mi opinión -dijo Léela, con su tono de cansancio y aburrimiento-, ese hombre es una vergüenza para los hindúes de este lugar. -Apoyó la cabeza en el hombro derecho y entrecerró los ojos-. Me acuerdo de los buenos zurriagazos que le dio mi padre a un hombre en Penal. Eso es lo que le hace falta a Narayan.

Ganesh se arrellanó en el sillón.

– Pues yo lo veo de la siguiente manera. Beharry se mordisqueó los labios, todo oídos.

– ¿Qué haría Mahatma Gandhi en una situación como esta?

– No lo sé, pandit.

– Escribir. Eso es lo que haría. Escribir.

De modo que Ganesh volvió a empuñar la pluma. Pensaba que su carrera de escritor estaba casi acabada, y sólo planeaba, muy vagamente, una autobiografía espiritual siguiendo la línea de los hindúes de Hollywood. Pero aquello sería algo muy grande, que acometería mucho más tarde, cuando estuviera preparado para ello. En aquellos momentos tenía que actuar de inmediato.

Quería hacer las cosas debidamente. Fue a Puerto España -a última hora no tuvo valor y se puso ropa occidental-, al Registro Civil de la Casa Roja, y registró la Editorial Ganesh, S.A. El emblema de la empresa era un loto abierto.

Después se puso a escribir de nuevo y descubrió, encantado, que el deseo de escribir no estaba muerto, sino simplemente sumergido. Trabajó con ahínco en el libro; se quedaba escribiendo hasta altas horas de la noche, tras haber pasado todo el día con los clientes, y muchas veces Léela tenía que llamarle para que se fuera a la cama.

Beharry se frotaba las manos. "Ese Narayan se va a enterar de lo que es bueno."

Cuando apareció el libro, al cabo de dos meses, Beharry se llevó una sorpresa. Parecía un libro de verdad. Tenía tapas duras, el tipo era grande y el papel grueso, con un aspecto importante y respetable. Pero al ver sobre qué trataba, Beharry se quedó consternado. Se titulaba La guía de Trinidad.

– Basdeo ha hecho un buen trabajo esta vez -dijo Ganesh. Beharry asintió, pero con expresión de duda.

– Voy a machacar a Narayan. El libro te va a venir muy bien a ti y también a Léela.

Obediente, Beharry leyó La guía de Trinidad. Le pareció bueno. La historia, geografía y población de la isla estaban magistralmente descritas. Hablaba sobre lo pintoresco de las múltiples razas de Trinidad. En un capítulo titulado "El Oriente en Occidente", los lectores se enteraban de lo sorprendidos que se quedarían al ver una mezquita en Puerto España, y aún más con un auténtico templo hindú que parecía haber sido transportado directamente desde la India a una aldea llamada Fuente Grove. El templo hindú de Fuente Grove bien merecía una visita, por motivos espirituales y artísticos.

El anónimo autor de la Guía mostraba verdadero entusiasmo por la modernidad de la isla. Resaltaba que la isla tenía tres innovadores diarios, y que los anunciantes extranjeros podían considerarlos una buena inversión. Pero deploraba la falta de una publicación influyente semanal o mensual, y advertía a los anunciantes extranjeros contra las revistas mensuales, que surgían como setas y que se proclamaban órganos de ciertos sectores de la comunidad.

Ganesh envió ejemplares gratuitos de la Guía a todos los campamentos del ejército estadounidense de Trinidad, para "dar la bienvenida a nuestros valientes hermanos de armas", según escribió. También envió ejemplares a las agencias de exportación y de publicidad de Estados Unidos y Canadá que tenían tratos con Trinidad.

Beharry intentó ocultar su perplejidad lo mejor posible.

Léela dijo:

– No entiendo yo por qué haces todo esto.

Ganesh no disipó sus dudas; le ordenó que comprase manteles, montones de cuchillos, tenedores y cucharas y que se ocupase del restaurante como era debido. A Beharry le dijo que sería conveniente que tuviera en la tienda grandes cantidades de ron y cerveza.

Al cabo de poco tiempo empezaron a acudir en tropel a Fuente Grove los soldados estadounidenses, y los niños de la aldea probaron el chicle por primera vez. Los soldados iban en todoterrenos y camiones del ejército, y algunos en taxi, con sus novias. Veían elefantes de piedra y se quedaban tranquilos, ya que no satisfechos, pero cuando Ganesh los acompañaba en la visita de su templo -empleaba esa palabra: "visita"-, pensaban que merecía la pena el dinero que habían pagado.

Léela contó más de cinco mil estadounidenses.

Beharry no había tenido tanto trabajo en toda su vida.

– Es lo que yo pensaba -dijo Ganesh-. Trinidad es un sitio muy pequeño, y los pobres americanos no tienen gran cosa que hacer.

Muchos pedían consejo espiritual, y cuantos lo solicitaban lo recibían.

– A veces me da la impresión de que estos americanos son el pueblo más religioso del mundo -dijo Ganesh-. Incluso más que los hindúes.

– Los hindúes de Hollywood -murmuró Beharry, pero mordisqueándose de tal modo los labios que Ganesh no entendió lo que decía.

Al cabo de tres meses The Hindú anunció que tenía que reducir el número de páginas porque quería contribuir a los gastos de la guerra. Aparte de Ganesh, no hubo muchas personas que notaran el descenso de anuncios de medicinas de marca y otros productos internacionalmente conocidos. The Hindú perdió el encanto de los anuncios ilustrados, y Narayan sólo sacaba dinero de sencillos comentarios sobre tiendas pequeñas de Trinidad. Pero el Pajarito siguió piando.

[1] Sillones Morris: reciben este nombre porque su tapicería es semejante a los diseños del prerrafaelista William Morris (1834-1896), iniciador de la decoración de interiores. (N. de la T.)


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