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Sin embargo, Bissoon fue a pedir unos cuantos ejemplares. Parecía más alto y más delgado, y a unos ciento cincuenta metros de distancia no se le confundía con un niño. Había envejecido mucho. Su traje estaba raído y lleno de polvo, la camisa sucia, y no llevaba corbata.

– La gente ya no me compra nada, sahib. Algo ha pasado. Pienso que con tu catecismo me volverá la buena mano y la suerte.

Ganesh le explicó que Basdeo era el responsable de la distribución.

– Y no quiere vendedores. Yo no puedo hacer nada, Bissoon. Lo siento.

– Es mi suerte, sahib.

Ganesh levantó un extremo de la manta en la que estaba sentado y sacó unos billetes de cinco dólares. Contó cuatro y se los ofreció a Bissoon.

Para su sorpresa, Bissoon se puso de pie, como en los viejos tiempos, se sacudió la chaqueta y se enderezó el sombrero.

– ¿Te crees que he venido aquí a pedir limosna, Ganesh? Yo era alguien pero que muy importante cuando tú todavía llevabas pañales, ¿y ahora me quieres dar limosna?

Y se marchó.

Fue la última vez que Ganesh le vio. Durante mucho tiempo nadie supo qué había sido de él, ni siquiera la Gran Eructadora, hasta que un domingo por la mañana Beharry dio la noticia de que la mooma de Suruj creía haberle visto fugazmente con uniforme azul en el patio del Asilo de los Pobres de Western Main Road, en Puerto España.

Un domingo, Beharry dijo:

– Pandit, creo que debo decirte una cosa, pero no sé por dónde empezar. Debo decírtelo porque no me gusta oír a la gente ensuciando tu nombre.

– Ah.

– La gente dice cosas malas, pandit.

Leela, alta, delgada, frágil con el sari, salió a la galería.

– Vaya, Beharry. Tienes buen aspecto. ¿Qué tal? ¿Y la mooma de Suruj? ¿Y Suruj y los niños? ¿Todos bien?

– ¡Ah! -exclamó Beharry, como para disculparse-. Bien están. Pero, ¿y tú, Leela? Últimamente pareces muy enferma.

– Qué sé yo, Beharry. Con un pie en la tumba, como se suele decir. No sé qué me pasa, pero estoy tan cansada… Hay tantas cosas que hacer… Es que tengo que coger vacaciones.

Se desplomó en el otro extremo de la galería y empezó a abanicarse con The Sunday Sentinel.

Beharry dijo:

– Ay, maharaní -y se volvió hacia Ganesh, que no le hacía el menor caso a Leela-. Pues sí, pandit. La gente se queja.

Ganesh no dijo nada.

– Hay quien dice incluso que eres un ladrón. Ganesh sonrió.

– No se quejan de ti, pandit. -Beharry se mordisqueó los labios, angustiado-. Es de los taxistas. Ya sabes lo difícil que es llegar hasta aquí, y los taxistas cobran hasta cinco chelines.

Ganesh dejó de sonreír.

– ¿Y es verdad?

– Es verdad, pandit, que Dios me ayude. Y lo malo es que la gente dice que tú eres el dueño de los taxis, pandit, y que si no cobras por la ayuda que das a la gente es porque lo sacas de los taxis.

Léela se levantó.

– Mira, creo que voy a echarme un ratito. Beharry, le des recuerdos míos a la mooma de Suruj. Ganesh no la miró.

– De acuerdo, maharaní -dijo Beharry-. Y tienes que cuidarte mucho.

– Pero mira, Beharry, aquí vienen muchos taxis.

– Ahí te equivocas, pandit. Sólo son cinco. Siempre los mismos. Y todos cobran el mismo precio.

– ¿Y de quién son esos taxis?

Beharry se mordisqueó los labios y jugueteó con el extremo de la manta.

– Ay, pandit, ahí está lo malo. No me di cuenta yo. Fue la mooma de Suruj. Esta mujer y los otros, pandit, se dan cuenta de cosas que nosotros no vemos ni con lupa. Son más listos que el mismo diablo.

Beharry se echó a reír. Ganesh estaba serio. Beharry bajó la vista hacia su manta.

– ¿De quién son los taxis?

– Me da vergüenza decírtelo, pandit, pero es tu suegro. Eso dice la mooma de Suruj. Ramlogan, el de Fourways. Lleva ya sus buenos tres meses mandando esos taxis aquí.

– ¡Aja!

Ganesh se levantó bruscamente de la manta y entró en la casa. Beharry le oyó gritar.

– ¡Mira, chica, a mí me da igual que estés cansada! Para contar dinero nunca estás cansada. Lo que quiero son hechos. Tu padre y tú sois buenos comerciantes: comprar, vender, hacer dinero, dinero.

Beharry le escuchaba, complacido.

– No es idea de tu padre. Es demasiado simplón. Es idea tuya, ¿eh? A tí y a tu padre os da igual el nombre que yo tengo aquí, con tal de sacar dinero. ¿Pues sabes lo que te digo? Que es mi dinero. A ver, hace un año, ¿cuántos coches venían a Fuente Grove en un mes? Uno, dos. ¿Y ahora? Cincuenta, hasta cien. ¿Y por quién? ¿Por tu padre o por mí?

Beharry oyó llorar a Léela. Después un bofetón. El llanto cesó. Oyó los pesados pasos de Ganesh al volver a la galería.

– Eres un buen amigo, Beharry. Esto lo arreglo yo ahora mismo.

Antes del mediodía, Ganesh había comido, se había vestido -no con ropa occidental, sino con su habitual atuendo hindú- y se dirigía a Fourways en taxi. Era uno de los de Ramlogan. El conductor, un hombrecillo gordo que rebotaba alegremente en el asiento, manejaba el volante casi como si le tuviera cariño. Cuando no le hablaba a Ganesh entonaba un cántico en hindi, que al parecer sólo tenía tres palabras: Dios sea alabado. Explicó lo siguiente:

– Mire, pandit. Nos quedamos cinco taxistas en Princes Town o San Fernando, y vamos y le decimos a la gente que si le van a ver a usted sólo pueden venir en nuestros coches, porque así lo dice usted. Bueno, eso es lo que dice el señor Ramlogan. Pero a mí me parece bien, porque nos bendice el taxi. -Volvió a entonar el Dios sea alabado unas cuantas veces-. ¿Qué le parecen sus estampas, sahib?

– ¿Qué estampas?

El taxista volvió a entonar el cántico.

– Lo de la puerta, donde otros taxis llevan la tarifa.

Era una representación enmarcada de la diosa Lakshmí, de pie, como siempre, en un loto, editada por Gita Press, de Gorakhpur, India. No había tarifa.

– Es una idea estupenda, sahib. El señor Ramlogan dice que es idea de usted, y todos nosotros, los de los cinco taxis, nos quitamos el sombrero ante usted, sahib . -Se puso serio-Te sientes bien, sahib, llevando un taxi con una estampa sagrada, sobre todo si la ha bendecido usted. Y a la gente también le gusta.

– ¿Pero qué pasa con los demás taxistas?

– Ah, sahib. Ahí está lo malo: cómo quitarse de encima a esos hijos de perra. Hay que tener mucho cuidado con ellos. Mienten más que hablan. Ah, y Sookhoo se encontró uno el otro día que estaba pegando su estampa sagrada, por su cuenta.

– ¿Qué hizo ese Sookhoo?

El taxista se echó a reír y volvió a cantar.

– Sookhoo es listo, sahib. Cogió el coche, le quitó la manivela y le dijo más tranquilo que todas las cosas que si no dejaba de hacer el idiota usted le iba a echar un hechizo al coche.

Ganesh se aclaró la garganta.

– Así es Sookhoo, sahib. Pero atención al resultado. Ni dos días habían pasado cuando aquel hombre tiene un accidente. Un accidente pero que muy malo.

El taxista se puso a cantar otra vez.

Ramlogan tuvo abierta la tienda toda la semana. Estaba prohibido por ley vender comestibles los domingos, pero no existía normativa contra la venta de bollos, gaseosa o cigarrillos en tales días.

Estaba sentado en el taburete, detrás del mostrador, sin hacer nada, simplemente mirando la carretera, cuando paró un taxi del que salió Ganesh. Ramlogan tendió los brazos y se echó a llorar.

– Ah, sahib, sahib. Has perdonado a un pobre viejo. Yo no quería echarte aquel día, sahib. Desde entonces no paro de pensar y decir: "Ramlogan, ¿qué pasa con tu carácter? Ay, Ramlogan, ¿qué pasa con tu sentido de los valores?" Día y noche, sahib, no paro de rezar para que me perdones.

Ganesh se echó el extremo de la chalina verde de borlas sobre un hombro.

– Tienes buen aspecto, Ramlogan. Te estás poniendo gordo. Ramlogan se enjugó las lágrimas.

– Sólo son gases, sahib. -Se sonó la nariz-. Sólo gases. -Estaba más gordo y canoso, más grasiento y mugriento-. Anda, sahib, te sientes. Tú por mí no te preocupes. Yo estoy bien. ¿Te acuerdas, sahib, cuando venías siendo un chico a la tienda de Ramlogan y te sentabas justo ahí y hablabas con el viejo? Qué bien hablabas, sahib. A mí me dejaba pasmado, oír las ideas que tenías ahí detrás del mostrador. Pero ahora -agitó las manos, señalando la tienda y volvieron a llenársele los ojos de lágrimas-, todo el mundo me ha dejado. Solo. Soomintra ni siquiera quiere acercarse a mí.

– No es de Soomintra de lo que he venido a hablar.

– Ay, sahib. Ya sé que vienes para consolar a un viejo que han dejado solo. Soomintra dice que soy demasiado anticuado. Y Léela, siempre está contigo. ¿Por qué no te sientas, sahib? No está sucio. Sólo lo parece.

Ganesh no se sentó.

– Ramlogan, vengo a comprarte los taxis. Ramlogan dejó de llorar y se bajó del taburete.

– ¿Los taxis, sahib? ¿Pero qué te importan a ti los taxis? -Se echó a reír-. Un hombre con estudios como tú…

– Ochocientos dólares cada uno.

– Ah, sahib, ya sé que lo que quieres es ayudarme. Sobre todo ahora que no se saca dinero con los taxis. No es trabajo para un místico de fama como tú. Sahib, yo compré los taxis y eso sólo porque cuando te haces viejo y estás solo, tienes que tener algo que hacer. ¿Te acuerdas de esta vitrina, sahib?

La vitrina parecía tan integrada en la tienda que Ganesh no se había dado cuenta. Las molduras estaban llenas de mugre, el cristal remendado y vuelto a remendar con papel de estraza y, en una parte, con un trozo de la portada de The lllustrated London News.

Las patitas de la vitrina estaban apoyadas sobre cuatro latas de salmón llenas de agua, para que no entraran las hormigas. Hacía falta más memoria que imaginación para creer que la vitrina hubiera estado nueva e impoluta alguna vez.

– Me alegro de haber puesto mi granito de arena para modernizar Fourways, pero nadie me lo agradece. Nadie, sahib.

Olvidándose momentáneamente de su misión, Ganesh miró el recorte de periódico y el anuncio de Léela. El recorte tenía un color tan pardo que parecía chamuscado. El anuncio de Léela se había desteñido y era casi ilegible.

– Así es la vida, sahib. -Ramlogan siguió la mirada de Ganesh-. Pasan los años. Nacen personas. Se casan. Se mueren. Es bastante para hacer de cualquiera un auténtico filósofo, sahib.

30
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