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– Son muchos libros.

– Si alguien se lee todos los libros, no hay quien le tosa en cuestión de cultura. Ni el gobernador.

– Mira, de eso hablaba con la mooma de Suruj el otro día, sin ir más lejos. No creo yo que el gobernador y todos esos sean gente culta de verdad.

– ¿Qué quieres decir?

– Si fueran cultos, no se irían de Inglaterra, donde imprimen libros día y noche, para venirse a un sitio como Trinidad. Ganesh dijo:

– Novecientos treinta libros. Y cada libro de unos cinco centímetros y medio de grosor, supongo.

– O sea, unos veintitrés metros.

– Pues con estantes en dos paredes, te cogen.

– Yo es que prefiero los libros grandes.

Las paredes del cuarto de estar de la casa de Ganesh fueron objeto de intenso examen aquella noche.

– Léela, ¿hay una regla por ahí? Léela se la llevó.

– ¿Qué, pensando en hacer cambios?

– Estoy pensando en comprar unos libros.

– ¿Cuántos, oye?

– Novecientos treinta.

– ¡Novecientos! Léela se echó a llorar.

– Novecientos treinta.

– ¿Ves las ideas que te mete Beharry en la cabeza? Tú lo que quieres es dejarme en la miseria. No tienes bastante con robarle a mi propio padre. ¿Por qué no me llevas ya al asilo?

Así que Ganesh no compró la Everyman Library completa. Sólo compró trescientos libros, y Correos se los llevó en una furgoneta un día a últimas horas de la tarde. Era una de las cosas más importantes que habían ocurrido en Fuente Grove, e incluso Léela se quedó impresionada, muy a su pesar. Sólo la mooma de Suruj permaneció imperturbable. Aún estaban metiendo los libros en casa de Ganesh cuando le dijo a Beharry en voz bien alta, para que se enterase todo el mundo:

– Y no te vayas tú ahora a poner a copiar a nadie para hacer el imbécil, ¿entendido? Léela, que se vaya al asilo, pero yo, ni hablar.

Pero la reputación de Ganesh, que había mermado por su torpeza como sanador, aumentó en la aldea, y empezaron a aparecer campesinos que, con el mugriento sombrero de fieltro entre las manos, le pedían que les escribiera cartas dirigidas al gobernador o que les leyera cartas que, curiosamente, les había enviado el gobierno.

Para Ganesh fue sólo el comienzo. Tardó unos seis meses en leer lo que quería en los libros de Everyman; después, empezó a pensar en comprar más. Iba cada cierto tiempo a San Fernando y compraba libros, grandes, de filosofía e historia.

– ¿Sabes una cosa, Beharry? Que a veces voy y me paro a pensar. ¿Qué pensaban esos de Everyman cuando me empaquetaban esos libros? ¿Crees que se imaginaban que hay un hombre como yo en Trinidad?

– Yo no sé de eso, pero me estás empezando a enfadar, Ganesh. Se te olvida casi todo lo que lees. A veces no puedes ni terminar lo que acababas de empezar a recordar.

– Vale. ¿Y qué hago?

– Mira, tengo aquí un cuaderno que no lo puedo vender porque la tapa tiene grasa (ese muchacho, Suruj, haciendo el bobo con las velas), y te lo voy a regalar. Mientras lees un libro, tomas notas de las cosas que te parecen importantes.

A Ganesh nunca le habían gustado los cuadernos, desde el colegio; pero la idea de los cuadernos de notas sí le interesaba. Así que hizo otro viaje a San Fernando y recorrió la sección de papelería de uno de los grandes almacenes de la calle Mayor. Hasta entonces no se había dado cuenta de que el papel pudiera ser tan bonito, de que hubiera tantas clases de papel, de tantos colores, con tantos olores deliciosos. Se quedó inmóvil, pasmado, en actitud reverente, hasta que oyó la voz de una mujer.

– Señor.

Al volverse vio a una mujer gorda, con vestigios de polvos blancos en su cara negra y un vestido de un espectacular floreado.

– Señor. ¿A cuánto sale el… -sacó un papelito del bolso y lo leyó-, libro de lectura Introducción, de Nelson?

– Oiga, yo no vendo nada -dijo Ganesh sorprendido. La mujer se puso a reír como loca.

– ¡Anda, ahí ve! ¡Y yo que pensaba que era usted un dependiente de esos!

Y se fue a buscar a un dependiente, riéndose y doblándose para intentar contener la risa.

Una vez a solas, Ganesh se puso a oler disimuladamente el papel y, cerrando los ojos, pasó las manos por muchas clases de papel, para apreciar mejor su textura.

– Vamos a ver. ¿Qué se ha creído que es esto? -Era un chico, con camisa blanca, corbata (señal inconfundible de autoridad) y pantalones cortos de sarga azul-. ¿Es que estamos en el mercado para que manosee el ñame o la mandioca o qué?

Asustado, Ganesh compró una resma de papel azul claro.

Después, con un deseo irresistible de escribir en aquel papel, pensó en darse otra vuelta por la imprenta de Basdeo. Fue a la estrecha calle, que hacía cuesta, y se llevó una sorpresa al ver que en lugar del edificio que él conocía había otro, todo nuevo, de cemento y cristal. También había otro letrero: IMPRENTA ELÉCTRICA ÉLITE, y un eslogan: Cuando se imprime la mejor impresión nosotros la imprimimos. Oyó el estruendo de la maquinaria y apretó la cara contra una ventana para mirar. Había un hombre sentado ante una máquina que parecía una enorme máquina de escribir. Era Basdeo, con pantalones largos, bigote, ya adulto. No cabía duda de que la vida le iba bien.

– Tengo que escribir el libro -dijo Ganesh en voz alta-. Tengo que hacerlo.

Pero se entretuvo en otras cosas. Empezó a apasionarse por los cuadernos de notas. Cuando Léela se quejó, dijo:

– Los hago y después los guardo. Nunca se sabe cuándo te van a hacer falta.

Llegó a ser un auténtico experto en los olores del papel. Le dijo a Beharry: "Fíjate, con sólo oler un libro, puedo decirte cuántos años tiene." Sostenía que el libro con mejor olor era el diccionario de francés e inglés de Harrap, que había comprado, según le contó a Beharry, sencillamente por su olor. Pero oler papel era sólo una parte de su reciente pasión, y cuando sobornó a un policía de Princes Town para que robara una grapadora del Palacio de Justicia, su júbilo fue total.

Al principio, rellenar los cuadernos de notas suponía un serio problema. Por entonces, Ganesh leía cuatro, a veces cinco libros a la semana, y mientras leía señalaba una palabra, una frase, o incluso un párrafo entero, en preparación para el domingo, que se había convertido en un día de ritual y absoluto júbilo. Se levantaba temprano, se bañaba, hacía puja , comía; después, mientras aún hacía fresco, iba a la tienda de Beharry. Leían el periódico y hablaban, hasta que la mooma de Suruj asomaba la cabeza, toda enfadada, por la puerta de la tienda y decía: "Poopa de Suruj, siempre abriendo la boca. Si no es para comer, es para hablar. Pues se acabó la charla. Es hora de comer."

Ganesh entendía la indirecta y se marchaba.

La parte menos agradable del domingo era la vuelta a casa. El sol caía implacable y los bultos del tosco asfalto se notaban blandos y calientes al pisar. Ganesh jugueteaba con la idea de cubrir toda Trinidad con un enorme toldo de lona para protegerla del sol y recoger el agua de la lluvia. Estos pensamientos le tenían entretenido hasta que llegaba a casa. Después comía, volvía a bañarse, se ponía la ropa hindú buena, dhoti, camiseta y koortah, y se dedicaba a sus cuadernos de notas.

Sacaba el montón de un cajón de la cómoda que había en el dormitorio y copiaba los párrafos que había señalado durante la semana. Había ideado un sistema para tomar notas. Parecía sencillo al principio -papel blanco para las notas sobre el hinduismo, azul claro para la religión en general, gris para la historia, y así sucesivamente- pero con el tiempo le resultó difícil mantener ese sistema y lo dejó.

Nunca utilizaba un cuaderno hasta el final. Empezaba cada uno con las mejores intenciones, escribiendo con letra fina, inclinada, pero al llegar a la tercera o la quinta página perdía interés por el cuaderno, la escritura se reducía a garabatos apresurados, cansados, y abandonaba el cuaderno.

Léela se quejaba del despilfarro.

– Nos vas a dejar en la miseria. Como Beharry a la mooma de Suruj.

– ¿Qué sabrás tú de estas cosas, chica? Lo que copio no es un anuncio, ¿te enteras? Vale, es copiar, pero pienso mucho al mismo tiempo.

– Ya me estoy cansando de oírte hablar y venga a hablar. Dices que viniste aquí a escribir tus maravillosos libros, y que si a sanar a la gente. ¿A cuántos has sanado? ¿Cuántos libros escribes? ¿Cuánto dinero sacas?

Eran preguntas retóricas y lo único que pudo responder Ganesh fue:

– ¿Lo ves? Cada día te pareces más a tu padre. Hablas como un abogado.

Más adelante, en el transcurso de una semana de lectura, se topó con la respuesta perfecta. Tomó nota en el mismo momento, y la vez siguiente que se quejó Léela, dijo:

– Mira, calla y escucha esto.

Rebuscó entre los libros y los cuadernos hasta encontrar uno de color verde guisante con el título de Literatura.

– Oye, me dejes sentar antes de empezar a leer.

– Y mientras escuchas no te duermas. Es una de tus desagradables costumbres, ¿sabes, Léela?

– Es que, mira, no lo puedo evitar. Es empezarme a leer y me entra el sueño. Sé de gente que les entra el sueño nada más ver una cama.

– Son personas de mente limpia. Pero chica, escucha esto: "Una persona puede remover media biblioteca para hacer un solo libro." Y no me lo he inventado yo.

– ¿Y cómo sé que no me estás engañando, lo mismo que con papá?

– ¿Y yo para qué iba a querer engañarte?

– Que te enteres: ya no soy la jovencita boba con quien te casaste.

Y cuando Ganesh le llevó el libro y le enseñó la cita en letra impresa, Leela guardó silencio, maravillada. Pues por mucho que se quejara y que le vilipendiara, no dejaba de pasmarse ante aquel marido suyo que leía páginas y páginas de letra impresa, capítulos enteros de letra impresa, bueno, hasta libros gordos; aquel marido que, despierto por la noche en la cama, hablaba, como si tal cosa, de escribir algún día un libro e ¡imprimirlo!

Pero Leela lo pasó mal cuando fue a casa de su padre, como le ocurría casi siempre en las vacaciones más importantes. Ya hacía tiempo que Ramlogan consideraba a Ganesh un perdido y encima un estafador. Y además, enfrentarse a Soomintra. Soomintra se había casado con un ferretero y era rica. Aún más: parecía rica. Tenía un hijo tras otro, y se estaba poniendo rolliza, con aspecto de matrona, de persona importante. A su hijo le había puesto el nombre de Jawaharlal, como el dirigente indio, y su hija se llamaba Sarojini, como la poetisa india.

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