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CAPITULO X

La entrada oficial y solemne del ejército austríaco tuvo lugar al día siguiente.

Nadie recordaba haber conocido un silencio semejante en la ciudad. Ni siquiera habían abierto las tiendas y, en aquel día soleado de finales de agosto, las casas mantenían puertas y ventanas cerradas. Los callejones estaban desiertos, los patios y los huertos mudos. En las casas turcas reinaban el desánimo y la confusión; entre los cristianos, la circunspección y la desconfianza. Todos sentían miedo. Los boches que entraban temían las emboscadas; los turcos temían a los boches, y los servios a los boches y a los turcos. Los judíos temblaban ante todo el mundo, porque, especialmente en tiempos de guerra, todos son más fuertes que ellos. Conservaban todavía en su memoria los rugidos del cañón que había disparado la víspera. Y si la gente hubiese obedecido sólo a su pánico, nadie habría salido a la calle. Pero el hombre depende de otros amos. El destacamento de austríacos que había entrado en la ciudad reclamó la presencia del mulazim y de sus agentes. El oficial que estaba al mando de! destacamento entregó su sable al mulazim y le ordenó que continuase desempeñando sus funciones y manteniendo el orden en la ciudad. Le anunció que el coronel llegaría al día siguiente a las once y que los nobles, es decir, los representantes de los tres cultos, deberían recibirlo a su entrada en la ciudad. Triste y resignado, el mulazim convocó inmediatamente a Mula Ibrahim, a Huseinaga, al muderis¹, al pope Nicolás y al rabino David Leví, y les hizo saber que "como representantes de la fe y como notabilidades" deberían, al mediodía del día siguiente, recibir al comandante austríaco en la kapia, saludarlo en nombre de la población y acompañarlo hasta el centro de la ciudad.

Bastante antes de la hora indicada, los cuatro "representantes de la fe" se encontraron en la plaza desierta y emprendieron despacio el camino a la kapia. Allí, el adjunto del mulazim, Salko Hedo, ya había extendido, ayudado por un agente de policía, un largo tapiz turco de vivos colores y había cubierto con él los escalones y la mitad del asiento de piedra en el que debería tomar asiento el comandante austríaco. Permanecieron allí un buen rato, solemnes y silenciosos; después, como no viesen rastro del comandante sobre el blanco camino procedente de Okolichta, se pusieron de acuerdo con la mirada y se sentaron en la parte descubierta del banco. El pope Nicolás sacó su enorme petaca de cuero y ofreció tabaco a los demás.

Estaban en el sofá, como antaño, cuando, jóvenes y despreocupados, mataban el tiempo en la kapia, imitando a los otros muchachos. Todos habían envejecido. El pope Nicolás y Mula Ibrahim eran ancianos, el muderis y el rabino, hombres maduros. En aquellos momentos, vestidos con sus trajes de fiesta, sólo se preocupaban de ellos mismos y de los suyos. Bajo el duro sol de verano, se observaron de cerca un largo rato y a cada uno le pareció que sus compañeros aparentaban más edad de la que tenían. Ya no eran aquellos muchachos que crecían junto al puente.

Fumaban, hablando y meditando al mismo tiempo. De vez en cuando, aventuraban una mirada hacia el lado de Okolichta por donde debía aparecer el comandante del cual dependía en aquel momento todo y que podía llevarles a ellos, a su mundo, a toda la ciudad, el bien y el mal, la tranquilidad y nuevos peligros.

El pope Nicolás era sin duda el más plácido, el más dueño de sí mismo de los cuatro; al menos, daba esa impresión. Había pasado de los setenta años, pero se mantenía joven y fuerte. Hijo del célebre pope Mihailo, a quien los turcos habían decapitado en aquel mismo puente, el pope Nicolás había tenido, durante sus años mozos, una vida agitada. Había huido en varias ocasiones a Servia para ponerse al abrigo del odio y de la venganza de algunos turcos. Su carácter y su conducta le habían puesto en difícil situación. Pasados los años tempestuosos, el hijo del pope Mihailo se instaló en la parroquia de su padre, contrajo matrimonio y se apaciguó. Aquellos tiempos estaban muy lejanos y se habían olvidado ("hace muchos años que mi carácter cambió y que los turcos de estas tierras se han dulcificado", decía el pope bromeando). Habían transcurrido cincuenta años desde el momento en que el pope Nicolás empezó a administrar su difícil parroquia, extendida y dispersa por la frontera. La administraba tranquilamente, con prudencia, sin que se hubiesen producido más trastornos ni más desgracias que los que la vida lleva en sí misma, y él la gobernaba con la entrega del servidor y la dignidad del príncipe, siempre justo y equitativo con los turcos, el pueblo y sus superiores.

Ni antes ni después de él, en ningún ambiente ni en ninguna religión, hubo un hombre que gozase de un respeto tan general y de una consideración tan grande por parte de todos los ciudadanos sin distinción de fe, de sexo y edad, como el pope Nicolás, a quien todos llamaban "abuelo". Para toda la ciudad y para todo el distrito, personificaba a la Iglesia servia y a todo lo que el pueblo llama y estima como cristianismo. Por encima de todo, la gente veía en él al prototipo del sacerdote y del jefe en general, tal y como se creía en la ciudad por aquel entonces.

Era alto y de una fuerza poco común, sin gran cultura pero con gran corazón, de mente sana, alma serena y valiente. Su sonrisa desarmaba, devolvía la tranquilidad y calmaba los ánimos. Era la sonrisa indescriptible e inapreciable del hombre robusto y generoso que vive en paz consigo mismo y con el prójimo. Sus grandes ojos verdes se contraían a veces hasta convertirse en dos delgados hilos pardos de donde brotaban destellos de oro.

Así había llegado a la ancianidad. Vestido con su larga pelliza de piel de zorro, el rostro aureolado por una barba roja que los años apenas habían plateado y que le caía sobre el pecho, tocado de una gran capucha de la cual escapaba, por detrás, una gruesa trenza, atravesaba el mercado como si fuese el sacerdote de aquella ciudad adosada al puente y de toda la región montañosa, no desde hacía cincuenta años, ni sólo de los ortodoxos; sino desde siempre, desde una era antediluviana, cuando las diversas religiones, las diversas Iglesias del presente no habían dividido todavía el mundo. A ambos lados de la calle, los comerciantes, cualquiera que fuese su religión, lo saludaban desde sus tiendas.

Las mujeres se echaban a un lado y, con la cabeza inclinada, esperaban a que el "abuelo" hubiese pasado. Los niños (incluso los judíos) interrumpían sus juegos y dejaban de gritar, y los mayorcitos, con temor y solemnidad, se acercaban a la mano del "abuelo", enorme y ruda, para sentir un instante, por encima de sus cabezas rapadas y de sus rostros enrojecidos por el juego, el rocío benéfico de su voz potente y jovial.

– ¡Que Dios te dé vida! ¡Que Dios te dé vida, hijo mío!

Esta muestra de respeto hacia el "abuelo" se había convertido en una costumbre ancestral, en cierto modo un atavismo, porque las nuevas generaciones nacían con ella.

Sólo una sombra había empañado la vida del pope Nicolás: no había tenido ningún hijo de su matrimonio. Era sin duda algo terrible, pero ni él ni su mujer habían proferido una queja, ni habían mostrado una sola mirada de amargura. Siempre vivían con ellos dos niños, hijos de unos parientes y campesinos, a quienes habían adoptado. Mantenían y educaban a los muchachos hasta que se casaban y, después, adoptaban a otros dos

Al lado del pope Nicolás, estaba sentado Mula Ibrahim. Alto, delgado y seco, de escasa barba y bigote caído, era apenas un poco más joven que el pope. Tenía una numerosa familia y poseía una considerable riqueza heredada de su padre. Pero era tan abandonado, débil y tímido, con sus ojos azules y límpidos de muchacho, que parecía más un ermitaño o un peregrino sin recursos que el hodja de Vichegrado de ilustre ascendencia. Mula Ibrahim padecía un tartamudeo acentuado. (La gente decía, en broma, que era preciso no tener nada que hacer para poder hablar con él.) Sin embargo, Mula Ibrahim era célebre en muchas leguas a la redonda por su bondad de alma y su generosidad. Toda su persona respiraba dulzura y serenidad, y en cuanto se tenía el primer contacto con él, se olvidaba en seguida su aspecto exterior y su defecto de pronunciación. Atraía irresistiblemente hacia sí a cuantos estaban abrumados por la enfermedad, la indigencia o cualquier otra desgracia. Acudían a él para pedirle consejo desde las ciudades más lejanas. Ante su casa, había continuamente gente que lo esperaba. Hombres y mujeres que reclamaban su opinión o su ayuda, lo paraban a menudo en la calle. Nunca rechazaba a nadie y no recomendaba fórmulas costosas ni amuletos, como los demás hodjas.

Se sentaba inmediatamente al abrigo de la primera sombra o en la primera piedra que encontraba, un poco apartado: la persona le exponía en un murmullo el motivo de sus penas; Mula Ibrahim la escuchaba atento y compasivo; al final, le decía algunas buenas palabras, hallando siempre la mejor solución posible, o bien hundía su delgado brazo en el bolsillo profundo de su pelliza y, habiéndose asegurado de que nadie lo veía, le entregaba algún dinero. Nada le parecía difícil ni repugnante ni imposible cuando era preciso ayudar a algún musulmán. Para esta tarea, siempre encontraba tiempo y siempre tenía dinero. En tales ocasiones, su dificultad en el habla no lo molestaba, porque, hablando en un susurro con sus fieles, se olvidaba incluso de tartamudear.

Si no todos salían de su casa completamente consolados, se sentían, por lo menos, tranquilizados al saber que alguien había compartido su pena con interés y afecto. Ocupado sin cesar por las preocupaciones y las necesidades de los demás, no pensaba nunca en sí mismo; había pasado todo el siglo, a su juicio, sano, feliz y en situación desahogada.

El muderis de Vichegrado, Husein efendi, era un hombre más bien bajo y rechoncho, todavía joven, que vestía con elegancia y que se cuidaba mucho. Su corta barba negra, esmeradamente dispuesta en un óvalo regular, encuadraba un rostro blanco y rosáceo en el que se destacaban dos ojos redondos y negros. Era un hombre erudito; sabía muchas cosas y pasaba por ser muy instruido, pero él se consideraba todavía más instruido de lo que la gente creía. Le gustaba conversar y sentirse oído. Convencido de que se expresaba bien, prodigaba su palabra. Hablaba con rebuscamiento y afectación, ayudándose con gestos estudiados: mantenía los brazos ligeramente levantados y las manos a la misma altura, unas manos blancas y tiernas, de uñas rosadas, sombreadas por un espeso vello, corto y negro. Cuando hablaba, parecía que estaba ante un espejo. Poseía la biblioteca más importante de la ciudad; un armario, guarnecido de hierro y cerrado cuidadosamente, lleno de libros que le había legado su maestro, el ilustre Arap-Hodja, antes de morir. Los guardaba del polvo y de las polillas y sólo en escasas ocasiones, con espíritu de economía, los llegaba a leer. Pero el simple hecho de tener tal número de libros de elevado precio le daba prestigio ante los ojos de aquellas gentes que ignoraban lo que era un libro. Se sabía que escribía la crónica de los sucesos más destacados de la ciudad. Esto le había dado entre los conciudadanos una fama de hombre excepcional y de erudito, ya que se estimaba que, por aquel medio, había llegado a tener entre sus manos la reputación de la ciudad y la de cada uno de sus miembros. En realidad, esta crónica no era ni detallada ni muy peligrosa. Después de cinco o seis años que hacía que la había iniciado, llenaba únicamente cuatro páginas de un cuadernillo; porque el muderis no había juzgado los acontecimientos de la ciudad, a causa de su falta de importancia y de interés, dignos de figurar en su crónica. Por esta razón, dicha crónica se había quedado tan estéril, tan seca, tan vacía como una solterona orgullosa.

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