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CAPITULO XIX

Del mismo modo que una noche cálida de verano se parece a otra noche cálida, igualmente las conversaciones de estos estudiantes eran siempre idénticas o, al menos, parecidas.

Inmediatamente después de una cena devorada con apetito (habían pasado el día bañándose y secándose al sol), fueron llegando a la kapia uno tras otro. Primero, lanko Stikovitch, hijo de un sastre del Meïdan, que había empezado, hacía cuatro semestres, sus estudios de ciencias naturales en Gratz. Era un muchacho flaco, de perfil acusado y cabello negro y liso, vanidoso, susceptible y descontento de sí mismo, pero mucho más de cuanto lo rodeaba. Leía mucho y escribía artículos, bajo un seudónimo que era conocido en la prensa juvenil; también redactaba octavillas revolucionarias que aparecían en Praga y en Zagreb. Y poemas que publicaba con otros seudónimos. Tenía preparada una colección que iba a ser lanzada por La Aurora (casa que se dedicaba a la impresión de ediciones nacionalistas). Era, por añadidura, un buen orador, un polemista inflamado que intervenía en las reuniones de estudiantes. También acudía a la kapia Velimir Stevanovitch, un joven sano y robusto, de padres desconocidos, que fue adoptado por una familia de la ciudad. Era irónico, realista, ahorrativo y aplicado. Estaba terminando sus estudios de medicina en Praga. Y lakov Kherak, hijo de un infeliz cartero muy popular en Vichegrado. Estudiaba leyes, era moreno, menudo, con la mirada penetrante y la palabra rápida, socialista, espíritu discutidor que sentía vergüenza de su buen corazón y disimulaba todos sus sentimientos. Y Ranko Mihailovitch un muchacho silencioso, amable, que estudiaba derecho en Zagreb, y proyectaba hacerse funcionario, una vez concluidos los estudios. Participaba débil, blandamente en las discusiones que entablaban sus amigos sobre el amor, la política, la vida y la organización social. Por línea materna, era biznieto del arcipreste Mihailo, cuya cabeza fue expuesta, con un cigarro en la boca, clavada en una estaca, en la kapia.

También asistían a la tertulia algunos estudiantes de los institutos de Sarajevo, que escuchaban ávidamente a sus compañeros de más edad interesándose por sus relatos sobre la vida de las grandes ciudades. Estos relatos, a causa de la vanidad de los mozos y de sus deseos secretos, brindaban los hechos más grandes y más hermosos de lo que realmente eran. Entre aquellos estudiantes de bachillerato figuraba Nicolás Glasintchanine, un chico pálido y erguido, el cual, a consecuencia de su pobreza, de su salud precaria y de sus escasos éxitos, había tenido que abandonar el instituto, a raíz de terminar el tercer año. De regreso a Vichegrado, se colocó en las oficinas de una firma alemana exportadora de madera. Nicolás procedía de una rica familia de Okolichta, por aquel entonces arruinada. Su abuelo, Milán Glasintchanine, murió, poco después de la ocupación, en un manicomio de Sarajevo, tras haber perdido en su juventud, jugando, la mayor parte de su fortuna. Aquel mismo año falleció también su padre, Pedro Glasintchanine, un hombre enfermizo, sin voluntad y sin energías, que era poco estimado.

Ahora, Nicolás se veía obligado a pasar toda su jornada de trabajo a la orilla del río, junto a los obreros que transportaban pesadas vigas de pino, las cuales ataban y cargaban en los trenes; señalaba los estéreos de madera ya medida y, a continuación, hacía en la oficina las cuentas que, después, pasaba a una lista. Llevaba clavado como un sufrimiento y como una humillación este trabajo monótono, entre gente sin relieve, trabajo sin vuelo ni perspectiva; la ausencia de cualquier esperanza de cambio o de mejora de su situación social hizo de un hombre sensible un ser prematuramente envejecido, amargado y taciturno. Leía mucho durante sus horas libres, pero este alimento espiritual ni le reconfortaba ni elevaba sus ánimos, ya que todo en él adquiría un sabor agrio. Su mala suerte, su soledad, sus sufrimientos le abrieron los ojos y agudizaron su espíritu en muchos aspectos; las ideas más hermosas y los más preciosos conocimientos sólo contribuían a desanimarlo y a amargarlo más aún, ya que le hacían más sensible su fracaso y su vida sin perspectiva dentro de la pequeña ciudad.

Por último, citemos a Vlado Maritch, cerrajero de profesión, mozo alegre, buen chico a quien sus compañeros de las escuelas superiores querían y envidiaban, tanto a causa de su potente y hermosa voz de barítono como de su sencillez cordial y de su bondad. Este muchacho, con su gorra de cerrajero, pertenecía a esa clase de personas modestas que se bastan a sí mismas, que no se miden ni se comparan con nadie, que reciben con agradecimiento y tranquilidad lo que la vida les ofrece y que dan sin más todo lo que tienen y pueden.

También asistían a las reuniones dos maestras nacidas en Vichegrado: Zorka y Zagorka. Todos los muchachos se disputaban sus favores e interpretaban en torno a ellas la comedia del amor ingenuo, complicado, brillante, torturador. Se entregaban a las discusiones como en épocas pasadas los caballeros participaban en los torneos. Por ellas, se sentaban en la kapia y fumaban en las tinieblas y permanecían aislados o, cantaban acompañados por algún grupo que hasta aquel momento había andado bebiendo por la ciudad; por ellas existían entre los compañeros odios secretos, celos torpemente disimulados, conflictos abiertos. Hacia las diez, las muchachas se marchaban. Ellos se quedaban todavía un buen rato, pero el buen humor que reinaba en la kapia decaía y la elocuencia combativa se relajaba.

Stikovitch, que habitualmente llevaba las riendas de la conversación, aquella noche estaba callado y fumaba. Se sentía turbado y, en su fuero interno, descontento; pero ocultaba su mal humor como ocultaba siempre sus verdaderos sentimientos, sin lograr nunca esconderlos del todo. Aquella misma tarde había tenido su primera cita con Zorka la maestra, una muchacha interesante, bien formada, de tez pálida y ojos ardientes. A instancias de Stikovitch, habían hecho lo que, en una pequeña ciudad, resultaba más difícil para un muchacho y una muchacha: reunirse en un lugar escondido sin que nadie lo viera ni lo supiese. Se encontraron en la escuela que, durante las vacaciones, estaba completamente desierta. Él entró por una calle, cruzando el jardín, y ella por la otra, utilizando la entrada principal. Se vieron en una habitación medio a oscuras, polvorienta, en la cual se hallaban apilados, hasta el techo, los bancos de la escuela. Y es que la pasión amorosa se ve obligada a menudo a buscar lugares perdidos y feos. No pudieron sentarse ni tumbarse. Los dos se sentían emocionados y torpes. Inundados por el deseo, fogosos, se besaron y abrazaron sobre uno de aquellos bancos gastados, tan familiares a Zorka. No apreciaron nada de cuanto les rodeaba.

Fue él quien satisfizo primero su deseo. Inmediatamente, de un modo torpe, sin transición, como es corriente entre los muchachos, se puso la ropa y se despidió. La chica empezó a llorar. La desilusión fue recíproca. Cuando Stikovitch logró calmarla como pudo, se marchó, huyó casi, en dirección a la salida excusada.

Al llegar a su casa, se encontró al cartero que le entregaba una revista de la juventud con su artículo "Los Balcanes, Servia y Bosnia-Herzegovina". Leyendo nuevamente el artículo, sus pensamientos se apartaron de la reciente aventura. Halló nuevas razones de descontento. Observó algunas erratas de imprenta, y determinadas frases le parecieron ridiculas. Ahora, que era demasiado tarde para cambiar nada, tuvo la impresión de que muchas cosas podían haber sido dichas más bellamente, con más claridad y concisión.

Y precisamente aquella noche, los jóvenes estaban sentados en la kapia y, en presencia de Zorka, discutieron durante toda la velada el artículo. Su principal detractor era el locuaz y combativo Kherak, que examinaba y criticaba todo desde el punto de vista socialista ortodoxo. Los demás sólo intervenían de vez en cuando, en el debate. Las dos maestras permanecían en silencio e iban tejiendo una invisible corona para el vencedor. Stikovitch se defendía sin energía, en primer lugar porque, de pronto, se había dado cuenta de que su artículo contenía muchos pasajes flojos y faltos de lógica, aunque por nada del mundo lo habría confesado ante sus compañeros; en segundo lugar porque el recuerdo de la tarde, pasada en el aula polvorienta y asfixiante, lo turbaba.

Era un recuerdo intolerable el de aquellas escenas que ahora le parecían grotescas y faltas de belleza, pero que, no obstante, habían sido durante mucho tiempo objeto de sus más ardientes deseos y de sus más vivas súplicas a la hermosa maestra. (En estos momentos la muchacha estaba sentada allí, envuelta en la oscuridad de la noche de verano, contemplándolo con ojos brillantes.) Se sentía deudor y culpable y habría dado algo por no haber ido a la escuela y, en último extremo, porque Zorka no hubiese asistido a la reunión.

En semejante estado de ánimo, le hizo el efecto de que Kherak era una especie de avispa agresiva, de la cual resultaba difícil defenderse. Le parecía que tenía que responder, no sólo de su artículo, sino también de todo lo ocurrido en la escuela durante la tarde. Hubiera querido a toda costa encontrarse solo en aquellos momentos, lejos de allí, y poder reflexionar tranquilamente sobre algo que no fuese ni su artículo ni la muchacha.

Pero el amor propio le impulsaba a mantener su postura. Stikovitch había citado a Tsviitch y a Strossmayer 1 , y Kherak, a Kautski y a Bebel.

– Coges el rábano por las hojas – exclamó Kherak, analizando el artículo de Stikovitch -.

Es imposible crear una formación política duradera y sólida, si los campesinos balcánicos continúan hundidos en la miseria y en toda clase de desgracias. Únicamente, la liberación económica previa de las clases explotadas, del campesino y del obrero y, por consiguiente, de la inmensa mayoría del pueblo, puede producir las condiciones necesarias para la formación de Estados independientes. Ese es el proceso natural a seguir, y no a la inversa. Por esta razón, la liberación y la unidad nacional deben realizarse dentro del espíritu de la liberación y de la renovación sociales. Si no, lo que ocurrirá es que el campesino, el obrero y el pequeño burgués llevarán a las nuevas formaciones políticas, contagiándolas de su destino mortal, llevarán, te digo, su indigencia y su naturaleza de esclavos, en tanto que los explotadores, pequeños en número, impregnan todo con su mentalidad de parásitos y de reaccionarios y con sus instintos antisociales.

En esas condiciones, no podrá existir ni un Estado estable ni una sociedad sana.

1 . lowan Tsviitch (Cvijié), gran geógrafo y etnógrafo servio que fue de los primeros en defender el nacionalismo yugoslavo.

Strossmayer, obispo croata de Djakovo, fue un ardiente defensor de la unión de los Esclavos del Sur. (N.del T.)


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