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CAPITULO II

Hemos de volver ahora a los tiempos en que, por aquellos lugares, no se tenía ni siquiera la idea de un puente o, al menos, de un puente tal y como el que hoy en día existe.

Quizá, en aquellos tiempos, algunos viajeros, al pasar por allí, fatigados y mojados, deseasen que, por algún milagro, el ancho y ruidoso río pudiese ser cruzado, permitiéndoles así llegar con más facilidad y más rapidez al final de su viaje. Porque sin duda, en toda época, desde que los hombres existen y viajan por aquellos lugares y dominan los obstáculos del camino, su pensamiento ha sido el de disponer los medios para trazar un paso, tal y como desde siempre los viajeros sueñan con un buen camino, una compañía segura y un alojamiento cálido donde pasar la noche. Ahora bien, ni cada sueño resulta por fuerza fecundo, ni acompaña a cada pensamiento la voluntad y el tesón que hacen los deseos realidad.

La primera imagen del puente, todavía vaga y nebulosa, que estaba destinada a tomar cuerpo, pasó como un relámpago por la imaginación de un muchacho de unos diez años del vecino pueblo de Sokolovitchi, en una mañana del año 1516, cuando era conducido por allí desde su pueblo natal a la lejana, brillante y espantosa Estambul.

Por aquel entonces, este mismo Drina, torrente de montaña verde y violento, "que a menudo se altera", se precipitaba entre sus orillas desnudas y desiertas, cubiertas de piedra y arena. Ya existía la ciudad, pero bajo otra forma y en otras proporciones. En la orilla izquierda del río, en la cumbre de la colina escarpada donde ahora se encuentran unas ruinas, había un viejo burgo bien conservado, una fortaleza dotada de ramificaciones que databa de los tiempos de apogeo del reino bosníaco, con flores, casamatas y murallas. Era obra de Pavlovitch, uno de los más poderosos señores de la época. En los flancos de la fortaleza y bajo su custodia, se encontraban los barrios de Meïdan y Bikavats, así como la aldea de Duchtché, recientemente dominada por los turcos. Abajo, en la llanura, entre el Drina y el Rzav, allí donde más tarde se desarrolló la verdadera ciudad, no había más que unos campos pertenecientes a habitantes del poblado y cortados por un camino, a lo largo del cual se encontraban una vieja hostelería de madera, unos molinos de agua y unas pocas chozas.

En el lugar en que el Drina corta el camino, estaba la célebre barca de Vichegrado; era una barca vieja y negra y el barquero un hombre lento, llamado Yamak. Resultaba más difícil llamar su atención, incluso cuando estaba despierto, que sacar del sueño más profundo a cualquier otro hombre. Era un individuo de una altura gigantesca y de una fuerza extraordinaria, pero había menguado en el curso de numerosas guerras, durante las cuales había conseguido ilustrarse. Tenía sólo un ojo, una oreja y una pierna (la otra era de madera). De tal traza, sin un saludo ni una sonrisa, pasaba mercancías y viajeros, a capricho, despacio y sin regularidad, pero con honradez y eficiencia, de suerte que la confianza que inspiraba y su probidad eran tan legendarias como su lentitud y su humor antojadizo. No quería mantener conversación ni relaciones con los viajeros que transportaba. Las monedas de cobre que le pagaban por el paso se las tiraban al fondo de la barca, donde permanecían todo el día entre la arena y el agua, y tan sólo por la noche el barquero las recogía, descuidadamente, en una escudilla de madera, de la que se servía para vaciar de agua la barca, llevándolas a su choza de la orilla.

La barca funcionaba sólo cuando la corriente y el nivel de las aguas eran normales o ligeramente por encima de lo normal; pero a partir del momento en que el río llevaba las aguas agitadas o crecía más allá de una determinada altura, Yamak retiraba su barca pesada y maciza, la ataba sólidamente en una ensenada y dejaba así al Drina tan infranqueable como un océano. Entonces, Yamak se mostraba sordo hasta con su oído sano o se marchaba sencillamente al burgo para trabajar sus tierras. En tanto, a lo largo de todo el día, podían verse en la otra orilla a los viajeros que llegaban de Bosnia y que, como desesperados, permanecían en la orilla pedregosa, desde donde, transidos de frío y calados de lluvia, esperaban en vano la barca y al barquero, lanzando de vez en cuando, por encima del río agitado y furioso, llamadas prolongadas:

– ¡E-e-e-e-e-h, Yamak!

Nadie contesta, nadie aparece en tanto el agua no ha descendido de nivel, y es Yamak, precisamente, quien, sombrío y despiadado, fija el momento, sin discusión ni explicación alguna.

La ciudad, que no era entonces sino un pueblo pequeño y denso, se encontraba sobre las vertientes de la orilla escarpada del Drina, bajo las ruinas mismas de una antigua fortaleza. Por aquella época, no tenía ni las dimensiones ni el aspecto que habría de adquirir más tarde, cuando, tras la construcción del puente, se desarrollaron las comunicaciones y el comercio. En aquel día de noviembre, un largo convoy de caballos cargados alcanzó la orilla izquierda y se detuvo para pasar la noche.

El aga de los genízaros, con su escolta armada, volvía a Zarigrado 1 después de haber recogido en los pueblos de Bosnia oriental un número estipulado de niños cristianos: lo que se denominaba el "tributo de la sangre".

Habían pasado seis años desde que se había satisfecho el último tributo de la sangre. Por eso, esta vez, la elección había sido fácil y rica: habían encontrado sin dificultades el número exigido de niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de diez a quince años de edad, a pesar de que muchos padres hubiesen escondido a sus hijos en los bosques o les hubiesen enseñado a hacerse pasar por tontos o a cojear o los hubiesen vestido de harapos y los hubiesen mantenido sucios con el solo objeto de sustraerlos a la elección del aga.

Algunos habían llegado incluso a mutilar a sus hijos, cortándoles, por ejemplo, uno de los dedos de la mano.

Los niños escogidos eran transportados, en una larga hilera, a lomos de caballos bosníacos.

Cada caballo tenía dos cestas trenzadas como las que se usan para llevar frutas, una a cada lado; y en cada cesto se había colocado a un niño y con él un paquetito y un trozo de tarta, última golosina que les habían entregado en la casa paterna. Asomando por esas cestas que se balanceaban y rechinaban, podían verse los rostros frescos y asustados de aquellos niños capturados a la fuerza. Algunos miraban con tranquilidad por encima de las grupas de los caballos y sus miradas escudriñaban a lo lejos, hacia donde quedaba su tierra natal; otros comían y lloraban al mismo tiempo y otros dormían, con la cabeza apoyada en la albarda. A cierta distancia de los últimos caballos y como colofón de tan extraordinaria caravana, se arrastraban, dispersos y jadeantes, gran número de padres y de madres de aquellos niños que les habían sido arrancados para siempre y cuyo destino consistía en ser islamizados y circuncisos, en olvidar su fe, su tierra y su origen, y en pasar su vida en destacamentos de genízaros o en algún servicio más importante del imperio otomano. Eran en su mayoría mujeres, madres, abuelas o hermanas de los niños capturados. Cuando se acercaban demasiado, los caballeros del aga, aullando, las dispersaban a fustazos lanzando sobre ellas sus caballos. Huían entonces y se escondían en los bosques que bordeaban el camino, pero, poco después, se reunían de nuevo tras el convoy y se esforzaban por ver una vez más, con sus ojos arrasados de lágrimas, la cabeza del niño que les había sido arrebatado. Las más tenaces y difíciles de contener eran las madres. Corrían a marchas forzadas y sin mirar dónde ponían los pies, con el pecho desnudo, desgreñadas, olvidando todo lo que las rodeaba. Lloraban y se lamentaban como ante un cadáver. Otras, medio locas, gemían, aullaban como si su matriz se rasgase con los dolores del parto y, cegadas por las lágrimas, iban a dar de cabeza contra los látigos de los caballeros. Respondían a cada fustazo con una pregunta insensata: – ¿Adonde los lleváis?

Algunas trataban de llamar a su hijo y de darle algo de ellas mismas, una última recomendación o un consejo para el viaje resumidos en dos palabras.

– ¡Radé, hijo mío, no olvides a tu madre!

– ¡Ilia! ¡Ilia! ¡Ilia! -gritaba otra mujer buscando desesperadamente con la mirada la cabeza querida y familiar y repetía el grito sin tregua, como si quisiese grabar en la memoria del niño aquel nombre cristiano que, dentro de unos días, le sería arrebatado para siempre.

Pero el camino es largo, el suelo duro, el cuerpo débil y los turcos son poderosos y despiadados. Poco a poco, aquellas mujeres se paraban y, fatigadas por la marcha, agotadas por los golpes, abandonaban una tras otra tan inútil esfuerzo. Aquí, junto a la barca de Vichegrado, debían detenerse las más tenaces, porque no eran admitidas en la barca y no había otro medio de cruzar el río. Aquí, esperaban, como petrificadas e insensibles al hambre, a la sed y al frío, para ver una vez más, en la orilla opuesta, el convoy de caballos y caballeros que se alejaba y se desvanecía en dirección a Dobruna. Y aquí podían imaginarse una vez más, en medio del convoy, al niño querido que desaparecía a sus miradas.

Aquel día de noviembre, en uno de los numerosos cestos, un chiquillo moreno, de unos diez años, originario de Sokolovitchi, pueblo situado en la parte alta de la región, miraba en torno suyo, silencioso y con los ojos secos. Sostenía, con su mano transida y roja de frío, una navajita curva y tallaba distraídamente el borde de su cesto, pero al mismo tiempo miraba alrededor. Debía guardar en su memoria la orilla pedregosa, cubierta por unos escasos sauces desnudos de un gris pobre; debía recordar al monstruoso barquero y el frágil molino de agua, cuajado de telas de araña y de corrientes de aire, donde los niños tuvieron que pasar la noche antes de poder atravesar las aguas turbulentas del Drina, por encima del cual graznaban las cornejas. Un malestar físico surgió en él, una especie de línea negra que, de vez en cuando, durante un segundo o dos, le partía el pecho en dos y le causaba un profundo dolor. Tal sufrimiento permaneció ligado en su memoria a aquel lugar en que el camino se quebraba, donde la desesperanza y la desolación se acumulaban sobre las orillas pedregosas del río a través del cual el paso era difícil, costoso y poco seguro, un lugar singularmente doloroso y neurálgico en un país plagado de montañas y miserable, de una miseria manifiesta y evidente, donde el hombre se veía detenido por los elementos más fuertes que él y donde humillado por su impotencia, tenía que ver con mayor claridad su desventura y la de los demás, su retraso y el del prójimo.

1 . Nombre servio de Estambul. (N. del T.)


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