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CAPÍTULO VII

El tiempo pasaba sobre el puente y sobre la ciudad, por años, por decenas de años. En uno de esos períodos, a mediados del siglo XIX, pudieron observarse los estertores del Imperio turco que había venido consumiéndose en una fiebre lenta. Medidos según el criterio de los contemporáneos, aquellos años resultaban relativamente apacibles y felices, aunque nadie se viese libre de preocupaciones y temores, aunque conociesen sequías e inundaciones, epidemias peligrosas y alarmas de todas clases. Ahora bien, tales acontecimientos sucedían lenta, gradualmente, en breves convulsiones situadas en medio de largas épocas de calma.

El límite entre los bajalatos de Bosnia y Belgrado, que pasa algo más arriba de la ciudad, comenzó a dibujarse por aquellos años, cada vez con mayor nitidez, y fue adquiriendo el aspecto y la significación de una frontera entre Estados. Esta situación cambiaba las condiciones de vida de toda la región, de la ciudad, influía sobre el comercio, sobre las comunicaciones, sobre el estado general de espíritu y sobre las relaciones mutuas entre turcos y servios.

Los turcos de edad avanzada fruncían el entrecejo, parpadeaban, evitando creer en aquellos cambios: y, como si deseasen disipar el espectro desagradable, se encolerizaban, amenazaban, se reunían en consejo e intentaban, por estos medios, olvidar durante algunos meses la desagradable cuestión, hasta el momento en que la ingrata realidad venía a refrescar su memoria y a alarmarlos de nuevo.

Un día de primavera, un turco de Veletovo, procedente de la frontera, fue a sentarse a la kapia y, muy emocionado, contó a los notables turcos que allí se encontraban lo que acababa de suceder en su ciudad.

Dijo el hombre que un cierto día del invierno anterior había llegado hasta Veletovo, lován Mitchitch, personaje de mala reputación, serdar de Ruyán, que venía de Aril con una tropa armada y que, no más hubo llegado, empezó a inspeccionar y a medir la frontera. Cuando le preguntaron cuáles eran sus intenciones y qué era lo que hacía allí, respondió con arrogancia que no tenía que rendir cuentas a nadie ni mucho menos a unos bosníacos renegados, pero, si se empeñaban en saberlo, les informaba que había sido enviado por el príncipe Miloch para ver por dónde pasaría la frontera y hasta dónde se extendería Servia.

– Pensamos -continuó el hombre de Veletovo- que el cristiano estaba bebido y que no sabía lo que decía, pues era conocido de hacía tiempo como un bandido redomado y un tipo de la peor especie. Lo echamos como a un imbécil y no volvimos a pensar en él. Menos de dos meses después, volvió a aparecer, esta vez con toda una compañía de soldados de Miloch y con un delegado del sultán, un hombre de Estambul débil y pálido. No dábamos crédito a nuestros ojos. Pero el delegado nos lo confirmó todo. No se atrevía a levantar los ojos de vergüenza, pero lo confirmó. Es, según dijo, una orden del gobierno imperial para que Miloch gobierne Servia en nombre del sultán y para que sea determinada la frontera que establecerá los límites de su administración. Cuando los hombres del delegado se pusieron a clavar los postes a lo largo de la cuesta que está por debajo de Tebrebitsa, Mitchitch fue arrancando uno a uno los postes arrojándolos tras ellos. El cristiano furioso (¡así lo devoren los perros!) se lanzó al delegado, gritándole como un criado y amenazándole con la pena capital.

Esa no es la frontera, dijo; la frontera ha sido fijada por el sultán y por el zar de Rusia que han entregado un firman 1 , referente a este punto, al "príncipe" Miloch; pasa a lo largo del Lim², va derecha al puente de Vichegrado para seguir después el Drina; todo ese territorio forma, pues, parte de Servia. Y será así sólo durante algún tiempo, porque después será adelantada aún más. El delegado logró persuadirle a duras penas, y entonces establecieron la frontera por encima de Veletovo. Y ahí quedaron las cosas, al menos por el momento. Sólo que, desde ese día, han penetrado en nosotros la duda y un cierto temor, y no sabemos ni qué hacer ni a dónde ir. Hemos hablado con la gente de Ujitsa, pero ni siquiera ellos saben lo que sucederá ni en qué terminará todo esto. Y el viejo Hadji Zuko, que ha ido dos veces a la Meca y que tiene más de ochenta años, dice que antes de que pase una generación, la frontera turca irá a parar allá lejos, al mar Negro, a quince etapas de nuestras tierras.

Los notables turcos de Vichegrado escucharon al hombre de Veletovo. Ofrecían un aspecto tranquilo, pero interiormente se sentían turbados y aturdidos.

Las palabras que acababan de oír produjeron tal efecto en ellos que no pudieron permanecer quietos y sus manos se aferraron al banco, como si una corriente poderosa e invisible se precipitase desde algún lugar ignorado azotando y sacudiendo el puente. Dominándose, lograron encontrar unas palabras que disminuyeron la importancia del suceso.

No les gustaban las noticias desagradables, ni los pensamientos tristes, ni las conversaciones serias y preocupadas, pero comprendieron, en aquella ocasión, que todo aquello no presagiaba nada bueno; no podían negar lo que había contado el hombre de Veletovo, y no sabían de qué modo podían tranquilizarlo y devolverle los ánimos. Sólo querían que el campesino volviese a las tierras de Veletovo, llevándose con él las tristes noticias que había traído.

Realmente, la inquietud no sería menor, pero, por lo menos, se habría alejado de ellos. Y cuando el hombre hubo marchado, se sintieron felices de poder volver a sus costumbres y de continuar sentándose tranquilamente en la kapia, sin esas conversaciones que hacen desagradable la vida al hombre y que pintan el futuro con tintes sombríos. Y dejaron que el tiempo se encargara de atenuar y de disminuir la gravedad de los acontecimientos que se desarrollaban al otro lado de la montaña.

El tiempo cumplió con su trabajo. La vida continuó su curso sin cambios aparentes. Pasaron más de treinta años desde esta conversación. Pero los postes que el delegado del sultán y el serdar de Ruyán habían clavado en la frontera, echaron raíces y dieron frutos tardíos, pero amargos para los turcos, que tuvieron que abandonar hasta las últimas ciudades que poseían en Servia. Y, un cierto día de verano, el puente de Vichegrado se vio cubierto por el lamentable cortejo de los refugiados de Ujitsa.

Era uno de esos días de crepúsculo largo y grato, en los que los turcos vienen desde el barrio del mercado a ocupar las dos terrazas de la kapia. Durante esos días, los melones llegan por cestas que acarrean unos burrillos. Son puestos a refrescar junto con las calabazas maduras, y, por la noche, la gente que ha concluido el trabajo los compra y se los come en el sofá. Es frecuente que dos amigos hagan una apuesta: ¿es blanca o roja la calabaza por dentro? La cortan; el que ha perdido paga, y se la comen juntos hablando y bromeando ruidosamente.

El calor tórrido del día brota aún de las piedras, pero ya empieza a subir del agua un viento fresco que acompaña al crepúsculo. El centro del río brilla, mas junto a las orillas, bajo los sauces y los mimbres, se extiende una sombra de color verde oscuro. Todas las colinas circundantes adquieren bajo el sol poniente un tono rojizo que resplandece en unas y es apenas sensible en otras. Por encima de ellas, sobre la mitad sudoeste del anfiteatro que la mirada descubre desde la kapia, cruzan nubes de verano cuyo color cambia sin cesar. Esas nubes son uno de los espectáculos que ofrece la kapia en verano. Desde el momento en que se hace de día y el sol aparece en el cielo, llegan de detrás de las montañas en masas espesas, blancas, plateadas y grises, formando paisajes fantásticos, cúpulas irregulares y multicolores parecidas a las de los edificios suntuosos. Y, una vez que se han establecido en el cielo, permanecen todo el día, inmóviles y pesadas, cubriendo las colinas que rodean a la ciudad abrasada por el sol. Y los turcos que se sientan a la hora del crepúsculo en la kapia, tienen siempre ante los ojos esas nubes que les recuerdan a las tiendas de seda del sultán, despertando en su imaginación visiones y escenas de campos y combates e imágenes de una fuerza y un lujo maravilloso y desmesurado. Apenas la oscuridad las apaga y las disipa, las estrellas y la luna abren en el firmamento un panorama de nuevas magias.

Nunca puede sentirse mejor esa belleza extraña y excepcional como en los días de verano, cuando el sol muere. Los hombres llegan a sentirse como sobre un columpio mágico; cruzan la tierra, navegan los mares, vuelan a través del espacio y tornan para atarse firmemente a su ciudad y a sus casas blancas, rodeadas por un jardín y un huerto de ciruelos. Muchos de estos modestos ciudadanos, que sólo tienen una de esas casas y una tiendecita en el barrio del mercado, sienten a esas horas, mientras beben café y fuman, toda la riqueza del mundo y la infinitud de los dones de Dios. Todo esto puede ofrecerlo a los hombres, a través de los siglos, un simple edificio si es hermoso y sólido, si ha sido concebido en el momento oportuno, elevado en el sitio conveniente y realizado con fortuna.

Y he aquí que nos encontramos en una de esas tardes llena de conversaciones y de risas y de las bromas que cambian los habitantes entre ellos o que dirigen a los amigos que pasan.

Un muchacho bajo, robusto y de aspecto singular, llamado Salko el Tuerto, era el blanco de todas las bromas y quien, con mayor animación, correspondía a ellas.

El Tuerto era hijo de una cíngara y de un soldado o de un oficial anatolio que prestó antaño sus servicios en la ciudad y que la abandonó antes del nacimiento de este hijo que él nunca había deseado. Pronto murió la madre y el chiquillo creció sin familia alguna. Fue criado por toda la ciudad; era de todos, sin pertenecer a nadie. Trabajaba en las tiendas y en las casas desempeñando los cometidos que ningún otro era capaz de aceptar.

Limpiaba las zanjas y las canalizaciones, quitando todos los desechos y cuanto el agua había depositado. Nunca tuvo casa ni apellido ni profesión determinada. Comía donde le venía bien, de pie o andando, dormía en los graneros, vestía con los harapos más diversos que los demás le daban. Cuando todavía era niño perdió el ojo izquierdo. Raro, valiente, feliz, truhán y gran bebedor, rendía tantos servicios a la gente de la ciudad, proporcionándoles la oportunidad de bromear, como cuando trabajaba para ellos.

En torno al Tuerto se habían reunido algunos muchachos, hijos de comerciantes, que reían y le dirigían bromas groseras.

El aire estaba perfumado por el aroma del melón y del café tostado. El sol se había puesto, pero aún no se veía la gran estrella que brilla encima de Molievnik. En semejante momento, cuando las cosas más corrientes pueden adquirir el aspecto de visiones llenas de grandeza, de temor y de una significación particular, aparecieron sobre el puente los primeros refugiados de Ujitsa.

1 . Firman, orden o permiso del sultán. (N. del T.)

2. Afluente de la margen derecha del Drina. (N. del T.)


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