La mayoría de los hombres iban a pie, cubiertos de polvo y encorvados, en tanto los niños y las mujeres, envueltas en sus velos y con los ojos desencajados, iban a caballo. A veces, algún hombre importante cabalgaba sobre un caballo mejor, pero a paso de entierro y con la cabeza baja, lo cual revelaba aún más la desgracia que había caído sobre sus cabezas. Unos llevaban una cabra atada con una cuerda. Otros, un cordero en los brazos. Todos callaban; no se oía ni el llanto de los niños. Tan sólo el ruido de los cascos de los caballos y de los pasos de los hombres, y el entrechocar monótono de los objetos de cobre y de madera que pendían de los caballos agobiados por la carga.
La aparición de aquellos seres extenuados y en la ruina detuvo en seco la animación que reinaba en la kapia. Los viejos permanecieron en los bancos de piedra. Los jóvenes se levantaron uno tras otro y formaron a cada lado de la kapia un muro viviente; el cortejo pasó entre ellos. Unos se contentaban con mirar a los refugiados con compasión y guardaban silencio; otros les daban la bienvenida y trataban de detenerlos y ofrecerles algo, pero nadie volvía la cabeza para ver lo que les brindaban y apenas respondían a las palabras de bienvenida. Se limitaban a apresurar el paso con objeto de llegar antes de que cayese la noche al final de la etapa.
Habría unas cien familias. La mayoría siguió su camino hacia Sarajevo, donde probablemente serían albergados; el resto se quedó en la ciudad, en la cual tenían parientes.
Uno solo de aquellos hombres extenuados, aparentemente pobre y sin familia, se detuvo un instante en la kapia, bebió agua en abundancia y aceptó un cigarro que le ofrecieron. Estaba completamente blanco del polvo del camino, sus ojos brillaban como si tuviese fiebre y su mirada iba de un objeto a otro sin cesar. Aspirando ávidamente el humo, dirigió alrededor suyo una mirada brillante, desagradable, sin contestar nada a las preguntas tímidas y corteses que le formularon. Se limitó a enjugar sus largos bigotes, agradeciendo brevemente y con esa amargura que dejan en el hombre la fatiga y el sentimiento de abandono, las atenciones que habían tenido con él, y observándolos a todos con unos ojos que no veían, les dijo:
– Estáis aquí sentados, divirtiéndoos, sin saber lo que sucede en Stanichevats. Nosotros hemos podido refugiarnos en tierra turca, pero, ¿ a dónde iréis vosotros cuando llegue el turno a este país? Nadie lo sabe ni puede imaginarlo.
El hombre cesó bruscamente de hablar. Lo que había dicho era a la vez mucho para aquellas gentes libres de preocupaciones, aunque fuese por poco tiempo, y muy poco para la amargura que lo invadía y que no le permitía ni callarse ni hablar con claridad. Fue él mismo quien rompió el penoso silencio, despidiéndose, dando las gracias y apresurándose para reunirse con el resto de la comitiva. Todos se pusieron en pie para decirle con voz potente que le deseaban toda clase de prosperidades.
Aquella tarde, en la kapia, se mantuvo una triste impresión. La gente estaba sombría y silenciosa. El mismo Tuerto se quedó sentado, mudo e inmóvil, en uno de los escalones de piedra. Alrededor de él, el suelo estaba tapizado con las cortezas de las calabazas que se había comido gracias a una apuesta. Con la cabeza apoyada sobre el brazo, invadido de melancolía, la mirada baja y ausente, daba la sensación de no estar mirando frente a sí, sino a una profundidad lejana que casi no llegaba a vislumbrar. Todos se fueron antes que de costumbre.
Pero, a partir del día siguiente, la vida recobró su aspecto habitual porque las gentes de la ciudad no querían recordar las desgracias ni inquietarse antes de tiempo; en el fondo de su ser, abrigaban la idea de que la verdadera vida se compone de períodos tranquilos y de que sería loco y vano turbar esos escasos períodos tranquilos, reclamando otra vida, más sólida y más estable, que no existe.
Durante el segundo tercio del siglo XIX, Sarajevo sufrió por dos veces la peste y una vez el cólera. En tales casos, la ciudad observaba los preceptos que, según la tradición, Mahoma había dado a sus fieles con el fin de regular su conducta en caso de epidemia:
"Cuando la enfermedad reina en un lugar, no vayáis a él, pues podéis contraerla, pero si estáis en el lugar en que reina la enfermedad, no salgáis de ese lugar, pues podéis hacer que otros la contraigan."
Y, como la gente no observaba los preceptos más saludables, ni siquiera cuando se invoca la autoridad del enviado de Dios, si no es obligada por "la fuerza de la autoridad", la autoridad, con motivo de cada "peste", limitaba o suspendía completamente la circulación de los viajeros y del correo.
Entonces la vida de la kapia cambiaba de aspecto. Los habitantes, ocupados u ociosos, pensativos o alegres, desaparecían, y en el sofá desierto se montaba de nuevo, como en tiempos de revuelta o de guerra, una guardia de algunos hombres. Se detenía a los viajeros procedentes de Sarajevo y se les hacía volver apuntándoles con los fusiles y gritándoles. Los soldados de la guardia recibían el correo de manos de unos jinetes, pero lo hacían adoptando toda clase de precauciones. Se encendía entonces en la kapia un pequeño fuego de "madera olorosa", que despedía un abundante humo blanco. Los guardianes cogían las cartas una a una con unas pinzas y las pasaban por el humo.
Las cartas así desinfectadas eran enviadas inmediatamente más lejos. No era aceptada ninguna mercancía. Pero su tarea principal no era la de ocuparse de las cartas, sino de las personas. Cada día llegaban algunos viajeros, mercaderes, mensajeros, vagabundos. Justo a la entrada del puente, un guardia los esperaba, y, en cuanto los veía aparecer, les hacía una señal con la mano indicándoles que estaba prohibido acercarse. El viajero se detenía o comenzaba a parlamentar para justificarse o explicar su caso. Cada uno de ellos consideraba que era indispensable que lo dejaran entrar en la ciudad y aseguraba que estaba sano y que no tenía nada que ver con el cólera -¡que lo ahorquen al cólera! -. Mientras daban todas esas explicaciones, los viajeros alcanzaban poco a poco la mitad del puente y se aproximaban a la kapia. Allí, los otros guardianes se unían a la conversación, discutían a algunos pasos de distancia, gritaban y gesticulaban. También gritaban por otra razón; los guardianes del puesto de la kapia se pasaban todo el día paladeando rakia y comiendo cebollas blancas; su servicio les daba derecho a ello porque se creía que ambas cosas eran buenas para defenderse de la epidemia; y se aprovechaban largamente de tal derecho.
Muchos viajeros se cansaban de suplicar y de tratar de convencer a los guardianes, y se volvían quebrantados, sin haber hecho lo que tenían que hacer, por el camino de Okolichta. Pero los había que eran perseverantes y batalladores y que permanecían en la kapia durante horas, acechando un instante de desfallecimiento o de falta de atención, o esperando un azar insensato y feliz. Si por un acaso se encontraba allí el jefe de los guardias de la ciudad, Salko Hedo, entonces no existía ninguna esperanza de que los viajeros pudiesen conseguir algo. Hedo era de ese tipo de autoridades verdaderas, consagradas, que no ven ni escuchan a quien les habla, y que no se ocupan de su interlocutor como no sea para asignarle el lugar que le corresponde según las ordenanzas y los reglamentos. En el ejercicio de sus funciones era ciego y sordo, y, cuando había concluido, enmudecía. En vano los viajeros suplicaban o lo halagaban.
– Salikh-Aga, tengo buena salud…
– Entonces, vuelve al sitio de donde vienes, y buena salud. ¡Vete y que el diablo te lleve!
Con Hedo no se podía discutir. Pero si se trataba con los guardianes subalternos siempre existía alguna posibilidad. El viajero se quedaba en el puente, y continuaba manteniendo una conversación a gritos con ellos y se querellaba y les contaba sus desgracias y les hablaba de aquel por quien había emprendido el viaje y les soltaba todas las desdichas que había padecido en su vida; entonces, se convertía, de algún modo, en alguien más próximo, mejor conocido, y se pensaba cada vez menos en que se tratara de un hombre atacado por el cólera. Al final, uno de los guardianes se ofrecía para llevar el encargo a la persona a quien iba dirigido en la ciudad. Era el primer paso hacia el relajamiento.
Pero el viajero insistía en que su asunto no podía ser realizado por nadie; sabía que los guardianes, nerviosos y medio borrachos a fuerza de cuidarse con rakia, no tenían claras las ideas y hacían muchos encargos al revés. Había que continuar la conversación, rogando, ofreciendo propinas, apelando a Dios y a su alma. Y así hasta el momento en que sólo quedaba uno de ellos que se había mostrado más complaciente.
En ese momento, la partida estaba resuelta. El guardián, de alma bondadosa, volvía la cabeza hacia el muro, simulando leer la inscripción, ponía las manos a la espalda, ofreciendo la derecha abierta. El viajero perseverante deslizaba en la mano del guardián la suma convenida, miraba a derecha e izquierda, cruzaba corriendo la otra mitad del puente y se perdía en la ciudad. El guardián volvía a su puesto, machacaba cebolla y la rociaba con rakia. Esto lo colmaba de una resolución despreocupada y alegre, le daba fuerzas para vigilar y para proteger la ciudad contra el cólera.
Pero las desgracias no duran eternamente (rasgo que tienen en común con las alegrías); pasan, o, por lo menos, cambian de forma, y se desvanecen en el olvido. Y la vida en la kapia se renueva siempre y a pesar de todo, y el puente no cambia ni con los años, ni con los siglos, ni con las transformaciones más dolorosas de las relaciones humanas. Todo pasa por él de igual manera que el agua tumultuosa corre bajo sus ojos lisos y perfectos.