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CAPITULO XXI

Llegó por fin el año 1914; el último año de la crónica del puente sobre el río Drina. Llegó como los demás años precedentes, siguiendo la marcha lenta de las cosas de este mundo, pero envuelto en el bullicio de los acontecimientos siempre nuevos y siempre singulares que se rompían como las olas.

Muchos años habían pasado por la ciudad y muchos pasarán todavía. Han sido años de todas clases, mas el de 1914 se distinguirá siempre de los demás. Al menos, ésta es la impresión de cuantos lo vivieron. Creen que, a pesar de todo lo que se ha dicho y escrito, nadie sabrá o no se atreverá a decir lo que vio trazado en el fondo del destino humano, y que el tiempo y los sucesos han ocultado. ¿Quién podrá expresar -piensan- los escalofríos colectivos que recorrieron a las masas y que se transmitieron de los seres vivos a las cosas inertes, a la tierra y a las casas? ¿De qué manera se llegaría a describir aquellos torbellinos que fueron desde el temor mudo animal a la locura del suicidio, desde los más bajos instintos sanguinarios y desde el pillaje disimulado, a los más nobles y santos sacrificios en los que el hombre se supera y alcanza por un instante las esferas elevadas de otros mundos donde reinan distintas leyes? Jamás podrán decirse esas cosas, porque el que las ve y sale con vida de ellas enmudece, y los que murieron no pueden hablar. Esas son las cosas que no hay medio de decir y que llegan a olvidarse. Pues si no fuesen olvidadas, ¿cómo podrían volverse a repetir?

En el verano del año 1914, cuando los dueños dé los destinos humanos condujeron a la humanidad europea desde el escenario del derecho al sufragio universal al circo, previamente preparado, del servicio militar obligatorio, la ciudad de Vichegrado dio un ejemplo modesto, pero elocuente, de los primeros síntomas de un mal que, con el tiempo, iba a llegar a ser europeo y, más tarde, mundial. Fue un período situado en el límite de dos épocas de la historia de la humanidad, y se vio con mucha más claridad el final de la época que concluía que el principio de la que se iniciaba. Por aquel tiempo, se buscaba todavía una justificación a la violencia y se encontraba para los actos de salvajismo algún nombre tomado del tesoro espiritual de los siglos pasados. Todo lo que sucedía conservaba aún una apariencia de dignidad y el atractivo de lo nuevo, ese atractivo espantoso, efímero e indecible que desapareció después, radicalmente, hasta el extremo de que aquellos que lo experimenta-ron entonces en su carne, ya no pueden evocarlo en el recuerdo.

Pero todos éstos son asuntos que mencionamos de pasada; los poetas y los sabios del porvenir los estudiarán, los interpretarán y los resucitarán, valiéndose de medios y de métodos de los que nosotros no tenemos ni la más ligera idea, mostrando una serenidad, una libertad y una audacia de espíritu que estará muy por encima de las nuestras. Conseguirán probablemente explicar aquel año singular, asignándole el lugar que le corresponda en la historia del mundo y en el desenvolvimiento de la humanidad. Aquí, en este libro, sólo nos interesa referir cómo el 1914 fue fatal para el puente sobre el Drina.

El verano de dicho año quedará en la memoria de los que lo vivieron en la ciudad, como el verano más claro y más hermoso de los que recuerdan, ya que, en su conciencia, aquellos meses resplandecen y brillan a lo largo de un gigantesco y sombrío horizonte de sufrimientos y de desgracias que se extendió hasta el infinito.

El verano empezó bien, mejor que muchos de los precedentes. Se dieron más ciruelas que nunca y los cereales prometían una buena cosecha. Después de unos diez años de convulsiones y de sacudidas el mundo esperaba, sin saber por qué, un período de tranquilidad y una época próspera que compensaría, en todos los órdenes, los daños y los sinsabores anteriores. (La más deplorable y la más trágica de todas las debilidades humanas reside, indudablemente, en una incapacidad total de prever, incapacidad que está en marcada contradicción con tantos dones, conocimientos y artes.)

A veces llega un año excepcional, como aquél, en el que la acción conjunta del calor del sol y de la humedad de la tierra es particularmente feliz y propicia, y en el que el vasto valle de Vichegrado se estremece con su propia fuerza desbordante y con una necesidad general de fecundación. La tierra se hincha y cuantos gérmenes vivos residen aún en ella brotan y dan hojas y flores a millares. Puede verse temblar ese aliento de fecundidad como un ligero vapor cálido y azulado que sube de cada surco, de cada terrón. Las vacas y las cabras andan con las patas traseras abiertas, y sus ubres, llenas y dilatadas, hacen pesada su marcha. Las brecas que, todos los años, a principios de verano, bajan el Rzav en bancos, camino de la desembocadura, acuden en tal cantidad que los niños las recogen a cubos en los lugares poco profundos, echándolas después a la orilla. Y la piedra porosa del puente se hace más blanda y, como si estuviese viva, se infla con la fuerza y la abundancia que brotan del suelo y se extienden por toda la ciudad, imprimiendo un sello de alegría a una canícula en la que todo respira más deprisa y crece más vigorosamente.

Tales veranos no son frecuentes en el valle de Vichegrado, pero cuando uno hace su aparición, todo el mundo olvida los días malos y no piensa ya en las desgracias que puede traer el futuro; se vive la vida mil veces más intensa del valle, sobre el que ha caído una fecundidad bendita; y es que ellos mismos son parte de ese juego de la humedad, del calor y de la savia desbordante.

Y el campesino, que siempre tiene una razón para quejarse, ha de reconocer que el año ha empezado bien, pero, no más ha dicho una palabra halagüeña, añade: "¡Si todo sigue así…!"

Las gentes del barrio del comercio se precipitan a sus asuntos con la cabeza baja y se dan a ellos con pasión, como las abejas y los abejorros que liban en los cálices de las flores. Todo el mundo se dispersa por los pueblos en torno a la ciudad para entregar arras sobre la cosecha de grano y las ciruelas en flor. El labrador, confuso ante esta afluencia de clientes astutos, y movido por la abundante cosecha, se mantiene en pie junto a los árboles que ya se inclinan bajo el peso de los frutos, o permanece en el límite de sus campos ondulantes, y no puede mostrarse lo suficientemente prudente y reservado en presencia de aquellas gentes de la ciudad, que se han tomado la molestia de acudir a él. Y la prudencia y la reserva dan a su rostro una expresión tensa y preocupada que se parece, como dos gotas de agua, a la máscara de tristeza que ofrecen los campesinos en los años de mala cosecha.

Cuando se trata de alguien muy rico y muy poderoso, es el mismo labrador el que va a verlo. En los días de mercado, la tienda de Pavlé Rankovitch está llena de aldeanos que necesitan dinero. Lo mismo ocurre en la tienda de Santo Papo, el cual, desde hace tiempo, se ha convertido en el primer judío de Vichegrado.

(Porque, aunque haga muchos años que fueron establecidos los primeros bandos facilitando su aparición las posibilidades de obtener créditos con garantía hipotecaria, los campesinos, sobre todo los más viejos, prefieren solicitar sus préstamos, como antaño, a los ricos de la ciudad, a los cuales acuden para comprar sus mercancías, como lo hicieron sus padres.)

El almacén de Santo es uno de los más grandes y más sólidos del barrio comercial de Vichegrado. Está hecho de piedra muy dura, con los muros espesos; el suelo es de losetas, también de piedra. Las pesadas puertas y los postigos son de hierro forjado, y las altas y estrechas ventanas están provistas de rejas muy gruesas y tupidas.

La parte anterior del almacén se utiliza como tienda. Las paredes están cubiertas de estanterías de madera, profundas y totalmente ocupadas por loza esmaltada. Las mercancías ligeras, tales como faroles de todos los tamaños, cafeteras turcas, jaulas, ratoneras y objetos de cestería, están colgadas del tacho, que es de una altura poco corriente, tanto que se pierde en la oscuridad. Todas aquellas cosas penden atadas en grandes racimos. Junto al largo mostrador están amontonadas cajas de clavos, sacos de cemento y de yeso, bidones de diversos colores, palas de vanas clases, y picos sin mango, ensartados en alambres, formando pesados collares. En los rincones se ven grandes bidones de hojalata, con petróleo, laca, trementina o barniz. Dentro del almacén hace fresco en pleno verano y está oscuro incluso al mediodía.

Pero la mayor parte de los géneros se encuentran en los locales que existen detrás de la tienda, a los cuales se pasa a través de una abertura baja provista de una puerta de hierro. Allí están las mercancías pesadas: estufas de hierro, travesaños de madera, rejas de arado, palancas, picos y otros instrumentos grandes. Todo está dispuesto en altas filas, de suerte que sólo hay un estrecho pasadizo que da acceso a todos aquellos montones. En este lugar reina una oscuridad permanente y hay que entrar en él con una linterna.

De las espesas paredes, del suelo de piedra y de la chatarra apilada se desprende una atmósfera dura y fría de piedra y de metal que nada puede disipar y que no se calienta con nada. En unos años esta atmósfera transforma a los aprendices vivos y de mejillas rosadas en dependientes taciturnos, pálidos y abotagados, pero hábiles y dignos de confianza. El ambiente resulta igualmente molesto y perjudicial para los patronos, pero éstos, al mismo tiempo, tienen la sensación dulce y querida que produce la propiedad, la idea de un beneficio.

El hombre que en estos momentos está sentado junto a una mesita en la tienda fría y tenebrosa, al lado de la caja de caudales de acero, marca "Wertheim", no se parece en nada a aquel vivo y petulante Santo que hace treinta y tres años gritaba: "¡ Un ron para el Tuerto!" Los años en el almacén lo han transformado. Ahora está grueso, tiene la tez amarillenta, unas orejas oscuras descienden hasta la mitad de sus mejillas, ve menos, sus ojos negros y desencajados, que miran a través de unos lentes de cristal espeso y montura metálica, tienen una expresión temerosa y severa. Continúa llevando el fez de color rojo cereza, único vestigio de su antiguo traje turco. Su padre, Mentó Papo, viejecito, canoso, de más de ochenta años, se muestra aún firme, aunque su vista lo haya traicionado.

Va al almacén cuando hace sol. Con sus ojos lacrimosos que, detrás de los espesos lentes, parecen a punto de derretirse, mira a su hijo que está junto a la caja de caudales, y a su nieto que despacha en el mostrador. Respira la atmósfera del almacén y regresa con paso lento, apoyándose en el hombro de su biznieto de diez años.

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