Fue así cómo aquel gran suceso que afectó a la ciudad, se presentó sin que nadie padeciese, excepto Alí-Hodja. Al cabo de algunos días, la vida recobró su curso normal y pareció que no había cambiado substancialmente. El mismo Alí-Hodja se recuperó y, como los otros comerciantes, abrió su tienda: únicamente pudo observarse que, a partir de entonces, llevaba el turbante ligeramente inclinado a la derecha para disimular la cicatriz de la oreja. Aquella "bala de plomo" que se clavó en su pecho cuando vio la cruz roja en la manga del austríaco y cuando, a través de las lágrimas, leyó el "discurso del Emperador", no había desaparecido, pero se había hecho tan pequeña corno la cuenta de un rosario, no molestándolo demasiado. No era él solo el que llevaba una "bala" semejante en el corazón.
Bajo la ocupación, comenzó un nuevo período que la gente, al no poder evitarlo, llegó a estimar como algo provisional. ¡Cuántas cosas ocurrieron en aquel puente durante los primeros años de la ocupación! Numerosos convoyes militares lo atravesaron, llevando víveres, vestidos, muebles, instrumentos y equipos hasta entonces desconocidos.
Al principio, sólo se veía al ejército. Los soldados surgían de cada rincón y cada matorral, como el agua brota de la tierra. Llenaban la plaza del mercado y podía encontrárseles en cualquier lugar de la ciudad. A cada instante, vibraban los gritos de una mujer espantada que, en el patio o en el plantío de ciruelos de detrás de su casa, se había dado de narices con un soldado.
Curtidos por dos meses de marchas y combates, felices de estar con vida, ávidos de descanso y de diversiones, deambulaban con sus uniformes azul oscuro por la ciudad y sus alrededores. En el puente, estaban a todas las horas del día. Pocos ciudadanos iban a la kapia, pues se hallaba siempre llena de soldados. Permanecían sentados, cantando en diversas lenguas, bromeando, comprando fruta que metían en sus gorras azules, provistas de una visera de cuero y coronadas por una escarapela de hierro amarillo sobre la que se destacaban las iniciales del nombre de Francisco-José, Emperador.
A partir del otoño, empezaron a irse los soldados. Progresiva e imperceptiblemente, fueron desapareciendo. Sólo quedaron unos destacamentos de policía. Ocuparon sus cuarteles y se instalaron con vistas a una estancia definitiva. Al mismo tiempo, comenzaron a llegar funcionarios, pequeños y grandes empleados con familia y criados y, tras ellos, artesanos y técnicos para ciertos trabajos y oficios que eran ignorados en nuestro país. Había checos, polacos, croatas, húngaros y alemanes.
Primero, parecía que hubiesen caído allí accidentalmente, como si el viento los hubiese llevado, como si hubiesen venido provisionalmente para vivir con nosotros, en mayor o menor grado, la vida tradicional de nuestra tierra, como si las autoridades civiles tuviesen que prolongar por algún tiempo todavía la ocupación que el ejército había iniciado. Sin embargo, según iban pasando los meses aumentaba el número de extranjeros. Pero lo que más sorprendía a la gente de la ciudad, no era tanto su número, como sus inmensos e ininteligibles planes, su actividad infatigable y la perseverancia con que perseguían la culminación de aquellas tareas. Los extranjeros no estaban nunca tranquilos ni permitían que nadie lo estuviese; se habría dicho que con su red invisible, pero cada vez más definida, de leyes, de reglamentos y de ordenanzas, estaban decididos a abarcar toda la vida, las gentes, los animales y las casas, y a cambiar todo, a desplazar cuanto les rodeaba: el aspecto exterior de la ciudad, las costumbres que regían la existencia desde la cuna a la sepultura. Hacían esto tranquilamente, sin muchas palabras, sin violencia ni provocación, de manera que nadie tenía motivo para ofrecer resistencia. Si, por azar, tropezaban con la incomprensión u observaban hostilidad, entonces se detenían inmediatamente, discutían en algún lugar ignorado, modificaban la dirección y el método de su trabajo y, a pesar de los pesares, llevaban a término lo que habían decidido. Cuanto emprendían, parecía inocente, incluso absurdo. Medían un campo en barbecho, marcaban unos árboles en el bosque, inspeccionaban los retretes y las alcantarillas, examinaban los dientes de los caballos y de las vacas, verificaban los pesos y las medidas, se informaban de las enfermedades que padecía el pueblo, del número y nombre dé los árboles frutales, de la raza de las ovejas y de las aves. (Se hubiese dicho que estaban divirtiéndose. Todas aquellas ocupaciones resultaban incomprensibles, fútiles y vanas a ojos del pueblo.) De pronto, todo lo que había sido realizado con tanta atención y tanto celo, quedaba sepultado en algún lugar sin dejar huella, como si hubiese sido condenado para siempre a permanecer en la nada. Pero, algunos meses después, incluso un año entero, cuando el pueblo había olvidado completamente la cuestión, salía a la luz del día el sentido de aquellas medidas, en apariencia absurdas y olvidadas hacía tiempo. Se reunía en el ayuntamiento a los jefes de barrio y se les comunicaba la nueva ordenanza sobre la tala de bosques, la lucha contra el tifus, el modo de vender las frutas y las golosinas o sobre los permisos relativos al ganado. Y así, nacía cada día un nuevo reglamento. Y, con cada reglamento, veían los hombres reducirse en parte su libertad individual o aumentarse sus obligaciones; pero la vida de la ciudad, de los pueblos y de sus habitantes, se agrandaba y adquiría amplitud,
No obstante, en las casas, y no sólo en las de los turcos, sino también en las de los servios, no había cambiado nada. Se vivía, se trabajaba, se holgaba, como antaño; el pan era amasado en la artesa, tostado el café en la chimenea, hervida la ropa blanca en los baldes y lavada en una solución de sosa que abrasaba los dedos de las mujeres; se tejía y se bordaba en los telares y en los bastidores. Las viejas costumbres para las fiestas, el ceremonial para los matrimonios se habían conservado. En cuanto a las nuevas costumbres que habían introducido los extranjeros, las gentes se contentaban con cuchichear, como si se tratase de algo increíble y lejano. En una palabra, dentro de la mayor parte de las casas, se trabajaba y se vivía como siempre y como todavía se trabajaría y viviría quince o veinte años después de la llegada de los ocupantes.
Como réplica, el aspecto exterior de la ciudad cambiaba visiblemente y con rapidez. Y aquellos mismos seres que en sus casas se sujetaban a las viejas tradiciones y no pensaban en cambiar, se acomodaban fácilmente a aquellas transformaciones de la ciudad y las aceptaban después de algún gruñido y de una extrañeza más o menos prolongada. Por supuesto, como sucede siempre en cualquier lugar y en circunstancias análogas, el nuevo modo de vida significaba en realidad una mezcla de lo antiguo y de lo nuevo. Las viejas concepciones y los viejos valores chocaban, se oponían con los nuevos, se combinaban o coexistían como si esperasen ver cuáles de ellos sobrevivirían a los demás. La gente contaba ya tanto en florines y en "kreutzer"¹, como en "groch" y en sueldos, evaluaban ya en archinas, en "oques" y en "dramas", ya en metros, en kilogramos y en gramos, fijaban los plazos para los pagos y las entregas de acuerdo con el nuevo calendario, pero también empleaban a menudo la vieja fórmula: para San Jorge o para San Dimitri. Por ley natural, las gentes se oponían a toda innovación, pero su oposición no era rotunda, pues para la mayoría de las personas, la vida es siempre más importante y más imperativa que la forma que reviste. Sólo algunos individuos excepcionales sentían verdaderamente el drama profundo de la lucha entre lo antiguo y lo moderno. Para ellos, el modo de vida estaba ligado de manera íntima e incondicional a la vida misma.
A esta última categoría pertenecía Chemsibeg Brankovitch de Tsrntcha, uno de los beys más acomodados y más notables de la ciudad.
1. Moneda alemana de vellón. (N. del T.)
Tenía seis hijos de los cuales cuatro estaban ya casados. Sus casas formaban toda una aldea rodeada de campos, de plantíos de ciruelos y de sotos. Chemsibeg era el jefe indiscutible, taciturno y severo de toda aquella gran comunidad. Alto, encorvado por los años, tocado con un enorme turbante blanco, bordado de oro, bajaba sólo los lunes a la ciudad para rezar en la mezquita. Desde el primer día de la ocupación, no se detenía en ningún sitio, no hablaba a nadie ni dirigía una sola mirada en torno suyo. Entre los Brankovitch, no había nadie que se atreviese a introducir ningún nuevo vestido, ningún nuevo calzado, ningún nuevo instrumento, ninguna nueva palabra. Ni uno solo de sus hijos trabajaba con el nuevo régimen, ni uno solo de sus nietos iba a la escuela. Toda la familia padecía a causa de aquel estado de cosas. El descontento producido por la tozudez del anciano reinaba entre los hijos, pero nadie osaba ni nadie podía decir una palabra ni demostrar su disconformidad con una mirada. Los turcos del barrio del comercio que trabajaban con los recién llegados y que se mezclaban con ellos, saludaban a Chemsibeg, cuando atravesaba el mercado, con un respeto mudo en el que había temor, admiración e inquietudes de conciencia. Los turcos más viejos y más destacados de la ciudad acudían a menudo a Tsrntcha, como en peregrinación, para sentarse junto a Chemsibeg y conversar con él. Era la cita de los que, decididos a perseverar hasta el final en su resistencia, no querían inclinarse a ningún precio ante la realidad. Ciertamente, eran aquéllas unas sesiones largas en las que sólo se cambiaban unas pocas palabras y que terminaban sin conclusiones concretas. Chemsibeg, abrigado y abotonado en invierno como en verano, permanecía sentado sobre su pequeña alfombra roja y fumaba rodeado de sus huéspedes. La conversación discurría habitualmente llena de dignidad, hablándose de alguna medida, incomprensible y odiosa, de las autoridades ocupantes o de los turcos que se acomodaban cada vez más con el nuevo estado de cosas.
Ante aquel hombre áspero y digno, todos sentían la necesidad de mostrar su amargura, sus temores, y su perplejidad. Y cada conversación terminaba de esta manera: "¿Adonde vamos a parar? ¿Cómo terminará esto? ¿Quiénes son y qué quieren esos extranjeros que parecen no conocer ni el descanso ni la tregua ni la medida ni los límites? ¿Qué deseos los han traído a estas tierras? ¿De dónde les vienen tantas necesidades y qué harán ellos de todo esto? ¿Cuál es la inquietud que los empuja sin cesar, como una maldición, y que los incita a todos esos nuevos trabajos y empresas que parecen no tener fin?"