Los austríacos se acercaban despacio. Sus avanzadillas vieron desde la otra orilla los dos cañones que se encontraban ante el parador, junto al puente, y se detuvieron inmediatamente para aguardar a su artillería de montaña. Hacia el mediodía, lanzaron desde un bosquecillo algunas granadas que alcanzaron al parador, destruyéndolo aún más y quebrando los hermosos barrotes, tallados en una sola pieza de piedra, que cubrían las ventanas. Sólo cuando hubieron derribado los dos cañones y se dieron cuenta de que estaban abandonados y que nadie respondía a sus disparos, los austríacos suspendieron el tiro y comenzaron a aproximarse con precaución al puente y a la ciudad.
Algunos honved húngaros llegaron a la kapia a paso lento y con los fusiles listos. Se detuvieron desconcertados ante el hodja, que permanecía acurrucado, el cual, temeroso de las granadas que pasaban rugiendo por encima de su cabeza, había olvidado por un instante el dolor que le producía su oreja perforada. Cuando vio a los aborrecidos soldados apuntando con los fusiles, se puso a lanzar gemidos lastimeros y prolongados diciéndose que era aquélla una lengua que todos comprendían. Gracias a esto, los honved no tiraron. Mientras unos continuaban avanzando paso a paso por el puente, otros se quedaron junto a él examinándolo de cerca y no pudiendo comprender su situación. Hasta que no llegó un enfermero no le extrajeron, con ayuda de unas pinzas, el clavo, uno de esos clavos que se utilizan para herrar a los caballos. Sentía tantas agujetas y un agotamiento tal que se desplomó sobre los escalones de piedra, sin cesar de gemir y de quejarse.
El enfermero vertió en la oreja herida un líquido que abrasaba. A través de sus lágrimas, el hodja contemplaba, como en un sueño extraordinario, el ancho brazalete blanco y la gran cruz de tela roja que ostentaba el soldado en su brazo izquierdo. Sólo cuando se tiene fiebre pueden experimentarse pesadillas tan desagradables y terribles. Aquella cruz nadaba y resplandecía, en medio de sus lágrimas, como una enorme aparición; le ocultaba todo el horizonte. El soldado le vendó la herida, y le puso encima su akahmedia 1 . Con la cabeza vendada, los ríñones molidos, el hodja se levantó y permaneció así algunos instantes, apoyado en el parapeto del puente. Le costaba trabajo calmarse y recobrarse.
Frente a él, al otro lado de la kapia, justamente encima de la inscripción turca grabada en la piedra, un soldado pegaba un ancho papel blanco. Aunque todavía el dolor le impidiera ver claro, el hodja no pudo contener su curiosidad natural y fue a mirar el cartel. Era una proclama del general Filipovitch, escrita en servio y en turco, dirigida a la población de Bosnia y Herzegovina, con ocasión de la entrada del ejército austríaco en Bosnia. Tapándose el ojo derecho, Alí-Hodja deletreaba el texto turco, aunque tan sólo las frases escritas en grandes caracteres.
"¡Habitantes de Bosnia y de Herzegovina!
"El ejército del Emperador de Austria – Rey de Hungría ha franqueado la frontera de vuestro país. No llega como enemigo para conquistar el país por la fuerza. Viene como amigo para poner término a los desórdenes que perturban desde hace ya años, no sólo Bosnia y Herzegovina, sino también las regiones fronterizas de Austria-Hungría.
"El Emperador-Rey no podía ver por más tiempo cómo reinaba la violencia y los disturbios en las proximidades de sus territorios, cómo azotaba la miseria y la angustia las fronteras de sus Estados.
"Ha llamado la atención de las potencias extranjeras sobre vuestra situación, y un consejo de naciones ha decidido por unanimidad que Austria-Hungría os devolvería la paz y la prosperidad que perdisteis hace tiempo.
"S. M. el Sultán, que siente vuestra felicidad en lo más profundo de su corazón, se ha inclinado a confiaros a la protección de su poderoso amigo el Emperador-Rey.
"El Emperador-Rey ordena que todos los hijos de este país disfruten de los mismos derechos, según la ley, y que la vida, la fe y los bienes de todos sean protegidos.
"¡Habitantes de Bosnia y de Herzegovina! Poneos con confianza bajo la protección de las gloriosas banderas de Austria-Hungría. Acoged a nuestros soldados como amigos, someteos a las autoridades, reincorporaos a vuestros asuntos; el fruto de vuestro trabajo será protegido."
El hodja leía con voz entrecortada, frase tras frase, y no comprendía todas las palabras, pero todas le herían; y era un dolor especial, completamente diferente a los dolores que sentía en su oreja herida, en su cabeza y en sus riñones. Solamente entonces, a causa de aquellas palabras, "las palabras del Emperador", se dio cuenta con claridad de que aquello le afectaba a él, a todos los suyos y a cuanto le pertenecía, de que le afectaba de una manera extraña: los ojos miran, la boca habla, el hombre continúa viviendo, pero vida, vida verdadera, ya no existe. Un emperador extranjero y una fe extranjera los ha conquistado. Se desprende claramente de aquellas grandes palabras y de aquellos mandatos oscuros; y, con más claridad aún, se desprende de aquel dolor de plomo que siente en el pecho, más cruel y más penoso que cualquier dolor humano imaginable. No son los millares de imbéciles del género de Osmán Karamanlia los que pueden servir de socorro o conseguir algún cambio en semejantes circunstancias. (Así sigue discutiendo el hodja consigo mismo.) "¡Pereceremos todos! ¡Pereceremos!" Para qué tantos clamores cuando ha llegado para el hombre una época de derrumbamiento en la que no puede ni perecer ni vivir, sino pudrirse como una estaca enterrada y pertenecer a todo el mundo excepto a sí mismo. Es una verdadera, una gran miseria que los Karamanlia de todas las especies no vean ni entiendan que, con su incomprensión, no hacen más que acentuar la tragedia de una situación lamentable e ignominiosa.
Sumido en estos pensamientos, Alí-Hodja sale despacio del puente. Ni siquiera se da cuenta de que lo acompaña un soldado de sanidad. Su oreja le duele menos que aquella bala de plomo y amargura que, tras la lectura de las "palabras del Emperador", se ha instalado en medio de su pecho. Anda lentamente y le parece que ya nunca volverá a pasar a la orilla; siente que aquel puente, que es el orgullo de la ciudad, y que, desde su creación, está íntimamente ligado a su familia, aquel puente en el que ha crecido y junto al cual ha pasado su vida, ha sido destruido en su centro, al lado de la kapia; que aquel papel blanco de la proclama austríaca lo ha cortado por la mitad, como una explosión silenciosa, y que se ha abierto un profundo abismo; que aún se yerguen, a derecha e izquierda del corte, unos pilares aislados, pero que el paso ha sido suprimido, porque el puente no une ya las dos orillas y cada cual deberá permanecer eternamente en el lado en que se encuentra en aquel instante.
Alí-Hodja camina despacio, hundido en esas visiones febriles. Vacila como un hombre gravemente herido y sus ojos se arrasan sin cesar de lágrimas. Avanza con paso inseguro, como si fuese un mendigo que, enfermo, atravesara el puente por primera vez y entrase en una ciudad extraña y desconocida.
Unas voces lo sobresaltaron. Junto a él pasaban algunos soldados. Entre ellos pudo distinguir de nuevo el rostro grande, bondadoso y burlón de aquel soldado que llevaba una cruz roja en el brazo y que lo había librado de su tortura. Siempre con la misma sonrisa, el soldado señalaba el vendaje y le preguntaba algo en una lengua incomprensible. El hodja pensó que le ofrecía algún favor y se irguió, entristecido:
– Tengo fuerzas suficientes, tengo fuerzas suficientes. No necesito a nadie.
Y con paso más vivo, más decidido, se dirigió a su casa.