Las nuevas que llegaron en el curso de aquel mes confirmaron a los beys y a los agas en su opinión de que valía más cuidar de su propia ciudad y de sus casas. A mediados de agosto, los austríacos entraron en Sarajevo. Poco después, tuvo lugar un desventurado combate en la meseta de Glasinats. Fue el final de toda resistencia. Por el camino escarpado que baja de la colina de Lieska, empezaron a llegar a la ciudad los restos del derrotado ejército turco. Constituían una mezcla de soldados del ejército regular que, a pesar de las órdenes del sultán, participaban por su cuenta en la resistencia y de insurrectos locales. Los soldados se limitaban a pedir pan y agua, y a informarse sobre la carretera de Uvats, pero los insurrectos eran hombres encarnizado y combativos a quienes la derrota no había hundido. Sucios, cubiertos de polvo, harapientos, respondían en tono acerbo a las preguntas de los pacíficos turcos de Vichegrado y se preparaban para abrir trincheras y defender el paso por el puente del Drina.
Una vez más fue Alí-Hodja el que se distinguió; sin cumplidos, infatigable, intentó demostrar que la ciudad no podía defenderse, porque era absurda toda defensa en el momento en que "el boche había ocupado toda Bosnia". Los mismos insurrectos se daban cuenta de ello, pero no querían reconocerlo porque aquella gente pulcramente vestida, bien alimentada, los irritaba y los provocaba; eran personas que habían conservado sus casas y sus bienes, manteniéndose medrosos y prudentes separados del levantamiento y de la lucha. En esta situación llegó hecho un insensato el propio Osmán efendi, aún más pálido y más delgado, más belicoso y más frenético que cuando marchó. Era uno de esos hombres para los que no existe el fracaso. Hablaba sólo de una resistencia en todas partes y a cualquier precio, y de la necesidad de perecer. Ante su ardor endiablado, todos se alejaban, salvo Alí-Hodja. Demostraba al agresivo Osmán efendi, sin el menor regocijo, con frialdad, brutalmente, que el levantamiento había tomado el giro que, en aquella misma kapia, le había predicho un mes antes. Le recomendaba que se marchase con sus hombres lo antes posible hacia Plevlia, ya que, si se quedaba, sólo conseguiría agravar la situación. Ahora el hodja era menos agresivo y se mostraba lleno de atenciones dolorosas y conmovidas hacia Karamanlia y lo trataba como a un enfermo. Y es que, en el fondo de sí mismo, bajo sus apariencias efervescentes, el hodja se sentía penosamente afectado por la desgracia que se acercaba. Estaba triste e irritado como sólo puede estarlo un musulmán creyente que ve aproximarse inexorablemente a una potencia extranjera, frente a la cual el viejo orden islámico no podrá mantenerse mucho tiempo. En sus palabras, a pesar suyo, se apreciaba esta pena secreta.
Respondía a todos los insultos de Karamanlia casi con tristeza:
– ¿Crees, efendi, que será fácil para rní esperar con vida la llegada del boche a mi país? Como si no viésemos lo que se prepara para nosotros y los tiempos que llegan… Sabemos dónde está nuestro mal y lo que perdemos; lo sabemos bien. Si lo que tratas es de hacérnoslo comprender, no tenías necesidad de haber vuelto de Plevlia. Ignoras nuestros sentimientos. Si los conocieses, no habrías hecho lo que has hecho, ni dicho lo que has dicho. Es un tormento más grande de lo que piensas, querido efendi; no sé qué remedio puede haber, pero me doy cuenta de que ese remedio no está en tus palabras.
Osmán efendi permanecía sordo a todo lo que no correspondía a su profunda y sincera pasión por la resistencia, y experimentaba tanto desprecio por aquel hodja como por el boche contra el que se había levantado. Siempre ocurre lo mismo cuando un enemigo superior está próximo y se vislumbran horas de derrota: aparecen entonces en la sociedad condenada odios fratricidas y disensiones intestinas. No pudiendo encontrar nuevas expresiones, llamaba continuamente a Alí-Hodja traidor y le recomendaba irónicamente que se hiciese bautizar antes de que llegaran los boches.
– Mis antepasados no se bautizaron y yo no me bautizaré. No quiero, efendi, bautizarme por un boche ni acompañar a un imbécil -contestaba tranquilamente el hodja.
Todos los notables turcos de Vichegrado eran del mismo criterio que Alí-Hodja, pero no consideraban indicado el decirlo, o, en todo caso, de manera tan brutal y tan poco disimulada. Tenían miedo de los austríacos que llegaban en masa, y también Karamanlia que, con su destacamento, se había hecho dueño de la ciudad. Se encerraban en sus casas o se retiraban a sus propiedades de fuera de la ciudad, y cuando no podían evitar encontrarse con Karamanlia y sus hombres, sus miradas eran huidizas y sus palabras equívocas y buscaban un pretexto cómodo, un medio seguro de esquivarlo.
En la pequeña llanura que se hallaba ante las ruinas del parador, Karamanlia mantenía una asamblea permanente de la mañana a la noche. Iba y venía a aquel lugar una multitud abigarrada: hombres de Karamanlia, caminantes ocasionales, personas llegadas para pedir algo al nuevo señor de la ciudad y también gentes a las que los insurrectos llevaban más o menos a la fuerza para que escuchasen a su jefe. Karamanlia hablaba continuamente. Y cuando se dirigía a alguien en particular, gritaba como si hablase a centenares de personas. Estaba todavía más pálido, giraba los ojos cuya esclerótica se mostraba amarillenta, y una espuma blanca se acumulaba en las comisuras de sus labios.
Uno de los habitantes de la ciudad le habló de una creencia popular musulmana relativa al jeque Turkhania que había perecido en tiempos remotos luchando en aquel lugar para evitar el paso del ejército infiel a través del Drina y que reposaba ahora en su tumba, en la otra orilla, un poco más arriba del puente, y que, sin duda, se levantaría en el momento en que el primer guerrero infiel pusiese el pie sobre el puente. Karamanlia se apropió apasionadamente de la leyenda, presentándola a la gente como una ayuda inesperada y real.
– Hermanos, este puente es la fundación piadosa de un visir. Está escrito que las fuerzas infieles no pueden franquearlo. No somos sólo nosotros los que lo defendemos, sino también ese "santo" a quien no alcanzan ni los tiros ni el filo de la espada.
Cuando llegue nuestro enemigo se levantará de su tumba, se erguirá en medio del puente y abrirá los brazos y cuando los boches lo vean, temblarán sus rodillas, les desfallecerá el corazón y no podrán ni siquiera huir de tan enorme como será su espanto. ¡Hermanos turcos: no os disperséis; venid todos conmigo; acudid al puente!
Estas eran las palabras de Karamanlia ante las gentes. Rígido, cubierto por su mintan 1 negro y usado, abriendo los brazos y demostrando cuál sería la actitud del "santo". Semejaba una cruz alta, negra y delgada, coronada por un fez.
Los turcos de Vichegrado conocían la leyenda mejor que Karamanlia; cada uno de ellos la había oído en su niñez y la había contado, después, numerosas veces.
Pero no mostraban el menor deseo de mezclar la vida y la leyenda, ni de contar con la ayuda de los muertos en un asunto en el que ningún vivo podría ayudarlos. Alí-Hodja, que no se separaba de su almacén, pero a quien todo el mundo contaba lo que se decía y lo que pasaba ante la hostería de piedra, se limitaba a hacer con la mano un gesto de desaprobación que encerraba una tristeza y una compasión profunda.
– Ya sabía yo que ese imbécil no dejaría en paz ni a los vivos ni a los muertos. ¡Qué Dios nos ayude!
Karamanlia, impotente ante el verdadero enemigo, volvía toda su cólera contra Alí-Hodja. Amenazaba, gritaba y juraba que, antes de abandonar la ciudad, amarraría al obstinado hodja y lo dejaría en la kapia como a un bicho, para que esperase, en semejante estado, la llegada de los boches, contra los cuales no quería pelear ni permitía que los demás lo hiciesen.
Toda esta discusión se vio interrumpida por la aparición de los austríacos sobre las lomas de Lieska. Pudo entonces apreciarse que la ciudad no estaba en condiciones de defenderse. Karamanlia fue el último en dejarla, abandonando sobre la pequeña llanura, situada ante el parador, dos cañones de hierro que había traído consigo a su llegada. Pero antes de retirarse, ejecutó su amenaza. Ordenó a uno de sus criados, herrero de oficio, de talla gigantesca y cerebro de pájaro, que atase a Alí-Hodja y, una vez atado, que lo clavase de la oreja derecha a la viga de roble que quedaba del antiguo reducto.
En medio del barullo y la conmoción general que reinaba en la plaza del mercado y alrededor del puente, todo el mundo oyó aquella orden lanzada con voz fuerte, aunque nadie creyese que la idea iba a ser ejecutada tal y como se había dispuesto. ¿Qué cosas no se dicen, qué injurias aparatosas no se oyen en semejantes circunstancias? Este era el caso en aquella ocasión. A primera vista parecía de todo punto imposible. Sería más bien una amenaza, un insulto o algo parecido. Alí-Hodja tampoco lo tomaba demasiado en serio. Ni siquiera el herrero a quien iba dirigida la orden y que estaba ocupado clavando los cañones, parecía muy seguro. Pero la idea se había lanzado y aquellas gentes, turbadas y molestas, calculaban mentalmente las posibilidades de que se ejecutase o no tal crimen. Se hará…, no se hará… Al principio casi todos juzgaron la cuestión tal y como era: absurda, odiosa, imposible. Mas en aquellos momentos de emoción general, era preciso hacer algo, algo grande, insólito, y la orden de Karamanlia aparecía ante los ojos de la gente como la única cosa que podía hacerse. Se hará…, no se hará… Aquella posibilidad se concretaba cada vez más y se convertía a cada minuto, a cada movimiento en algo más verosímil y natural. ¿Por qué no? Dos hombres sujetan al hodja, que apenas se defiende. Le atan los brazos a la espalda. No obstante, estos gestos quedan lejos de una realidad tan terrible y tan loca. Pero cada vez se acercan más a la consumación. El herrero, como si súbitamente sintiese vergüenza de su debilidad y de su falta de resolución, saca, no se sabe de dónde, el martillo que acababa de utilizar para clavar los cañones. La idea de que los boches están a media hora de la ciudad le hace decidirse y llevar a cabo lo que le ha sido ordenado. La misma proximidad del invasor sume al hodja en una indiferencia hacia todas las cosas e incluso hacia el inmediato castigo, absurdo e ignominioso que se le inflige.
De este modo se produjo lo que parecía imposible e inverosímil. No había nadie que considerase buena y provechosa aquella acción, y, sin embargo, cada uno por su parte había contribuido un poco a que el hodja se encontrase clavado de la oreja derecha a la viga de roble. Cuando todo el mundo se dispersó ante los boches que se acercaban a la ciudad, el hodja quedó en aquella posición extraña, dolorosa y ridicula, condenado a mantenerse de rodillas e inmóvil, ya que el menor movimiento le producía un enorme dolor y amenazaba con arrancarle la oreja que le parecía pesada y grande como una montaña. Gritaba, pero nadie estaba allí para oírle y sacarle de aquella situación torturante: todos se habían escondido en sus casas o dispersado por los pueblos, temerosos tanto de los boches que llegaban, corno de los insurrectos que se batían en retirada. La ciudad parecía muerta y el puente estaba desierto como si la muerte lo hubiese borrado todo. No hay nadie para proteger a Alí-Hodja. Éste permanece solo, encogido, con la cabeza pegada a la viga, gimiendo de dolor e, incluso en esa situación, imaginando nuevas pruebas para convencer a Karamanlia.