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El cuarto "representante de la fe" era David Leví, rabino de Vichegrado, nieto del célebre rabino Hadji-Liatché, que le había dejado en herencia su apellido, su sacerdocio y su fortuna, pero nada de su espíritu y de su serenidad.

Era un joven enfermizo y pálido, de aterciopelados ojos pardos, llenos de tristeza. Era mucho más tímido y taciturno de lo que pueda imaginarse. Se casó inmediatamente después de obtener el rabinato. Al objeto de parecer más importante y más robusto, llevaba un vestido amplio y rico, de grueso paño; tenía bigote y barba, pero bajo aquel disfraz, se adivinaba un cuerpo débil y friolero, y a través de la barba negra y escasa se distinguía el óvalo de su rostro juvenil y poco sano. Sufría terriblemente cuando tenía que presentarse en sociedad o tomar parte en discusiones y resoluciones, pues no cesaba de sentirse pequeño, débil, inferior.

En aquellos momentos, estaban allí los cuatro, sentados a pleno sol, transpirando dentro de sus trajes de ceremonia, más emocionados, más inquietos de lo que hubieran querido aparentar.

– Bueno, fumemos otro cigarrillo; tenemos tiempo; ¡por Dios que tenemos tiempo! Ese diablo de hombre no va a venir como un pájaro; ya lo veremos llegar -dijo el pope Nicolás, como hombre que sabe ocultar tras una broma el fondo de sus pensamientos, sus inquietudes y las inquietudes de los demás.

Sus miradas se volvieron hacia Okolichta y, después, continuaron fumando.

La conversación seguía, lenta, llena de prudencia, y giraba sin cesar en torno a la cuestión del recibimiento que debería hacerse al comandante. Todos se mostraban de acuerdo en que debía ser el pope Nicolás quien lo saludase y le diese la bienvenida. Silencioso, el pope los miró a los tres larga y atentamente, con los párpados entornados y las cejas fruncidas, de modo que sus ojos formaron aquel delgado hilo oscuro del que brotaban, como una sonrisa, destellos de oro.

El joven rabino se moría de miedo. No tenía ni siquiera fuerzas para lanzar el humo lejos de sí; se le quedaba en la barba y en el bigote, formando largas volutas. Tampoco el muderis se sentía muy seguro. Toda su elocuencia, toda su dignidad de hombre instruido lo habían abandonado de pronto. No se daba cuenta, ni aproximadamente, de lo hosco que aparecía ni del grado a que había llegado su espanto, pues la alta opinión que tenía de sí mismo no le permitía creerlo. Trataba de mantener uno de sus discursos literarios con sus gestos medidos que lo explicaban todo, pero sus bellas manos caían en su regazo y sus palabras se embrollaban y se interrumpían. Se extrañaba de que lo abandonase su dignidad habitual y se esforzaba constantemente en recobrarla, pero en vano; era como cuando algo que nos es familiar desde hace mucho tiempo, nos deja justamente en el momento en que más lo precisamos.

Mula Ibrahim estaba un poco más pálido que de costumbre, aunque tranquilo y manteniendo su sangre fría. De vez en cuando, su mirada se cruzaba con la del pope Nicolás, como si fuese este un medio de comprenderse entre los dos. Eran viejos conocidos, viejos amigos de la niñez, si es que podía hablarse, en aquella época, de amistad entre turcos y servios. Cuando, en su juventud, el pope Nicolás tuvo dificultades con los turcos de Vichegrado y se vio en la precisión de esconderse y huir, Mula Ibrahim, cuyo padre era muy poderoso en la ciudad, le había prestado un favor. Más tarde, cuando los tiempos se hicieron más tranquilos para la ciudad, las relaciones entre los dos credos llegaron a ser soportables y los dos hombres, que ya habían alcanzado la edad madura, entablaron amistad. Bromeando, se llamaban "vecino", porque sus casas se encontraban en los extremos diametralmente opuestos de la ciudad. En época de sequía, de inundación, de epidemia o cuando cualquiera otra calamidad se abatía sobre la región, se encontraban unidos en la misma tarea, cada uno en medio de su propio pueblo. Y cuando, en otras circunstancias, se encontraban en el Meïdan o en Okolichta, se saludaban como en ningún otro sitio se saludan ni se interpelan un pope y un hodja. Ésta era la ocasión para que el pope Nicolás apuntase con su "chibuqui" hacia abajo, hacia la ciudad que se extendía a lo largo del río. Entonces decía, mitad serio, mitad sonriente:

– Tú y yo somos los responsables de todos los que respiran, andan y hablan allá abajo.

(Y los ciudadanos que encontraban medios para burlarse de todos, decían al referirse a las gentes que vivían en buena armonía: "Se quieren como el pope y el hodja".) Y la fórmula ha perdurado.

En aquel instante, los dos se comprendían, aun sin haber proferido una sola palabra. El pope Nicolás sabía hasta qué punto resultaba penoso aquello para Mula Ibrahim y Mula Ibrahim sabía que era un mal momento para el pope. Se miraban corno se habían mirado innumerables veces y en innumerables ocasiones a lo largo de su vida: como dos hombres que tenían la responsabilidad de todos los humanos de la ciudad, aunque uno perteneciese a los que se santiguaban y el otro a los que se prosternaban.

Fue entonces cuando se dejó oír un trote y un guardia apareció a lomos de un miserable rocín. Sin aliento y espantado, gritó desde lejos, a la manera de un mensajero:

– ¡He aquí al comandante, helo aquí montado en su caballo blanco!

Surgió entonces el mulazim tan tranquilo, tan amable, tan silencioso.

Una nube de polvo se elevaba en la dirección de Okolichta.

Aquellos hombres que habían nacido y que habían crecido en la época de la decadencia turca del siglo XIX no habían tenido nunca, por supuesto, ocasión de ver al ejército verdadero, fuerte y bien organizado de una gran potencia. Todo lo que conocían eran unas unidades incompletas del ejército del sultán, mal avitualladas, deficientemente vestidas y retribuidas irregularmente, o, lo que era todavía peor, a algunos bachi-buzuks 1 bosníacos enrolados a la fuerza, indisciplinados y poco entusiastas. Se les ofrecía entonces, por primera vez, la revelación de la fuerza real de un imperio, victoriosa, resplandeciente y segura de sí misma. Aquel ejército había de deslumbrarles y cortarles la palabra.

Tan sólo con mirar a los jaeces de los caballos y los botones de las guerreras de cada soldado, se adivinaba, sin necesidad de tener en cuenta a aquellos húsares y a aquellos cazadores vestidos con uniformes de parada, un país profundo y poderoso, una fuerza, un orden y una prosperidad desconocida. La sorpresa era grande, honda la impresión.

Avanzaban en cabeza dos trompetas que cabalgaban sobre unos caballos tordos bien alimentados. Seguía un destacamento de húsares sobre monturas negras. Los caballos estaban bien cepillados y trotaban a paso corto y contenido. Los húsares, tocados con chacos rojos con visera, luciendo sobre el pecho galones amarillos, eran todos unos muchachos de tez rosada y curtida. Sobre sus rostros, destacaban unos bigotes rizados. Parecían tan frescos y descansados como si acabasen de salir del cuartel. Tras ellos, cabalgaba un grupo de seis oficiales con el coronel al trente. Todas las miradas estaban fijas en él.

Su caballo era más grande que los demás, moteado, con un cuello extremadamente largo y curvado. A alguna distancia de los oficiales, venía una compañía de infantes y de cazadores con uniformes verdes, un penacho de plumas coronando sus quepis de cuero y unas correas blancas cruzadas sobre el pecho. Cerraban el horizonte y parecían un bosque en movimiento.

Los trompetas y los húsares desfilaron ante los sacerdotes y el mulazim y se detuvieron en la plaza del mercado, colocándose a los lados.

Los cuatro hombres se mantenían pálidos y emocionados, en la kapia, en medio del puente, con el rostro vuelto hacia los oficiales que llegaban. Uno de los jóvenes oficiales dirigió su caballo hacia el coronel y le dijo algo. Todos los jinetes moderaron el paso. Llegado a alguna distancia de los "representantes de la fe", el coronel se detuvo bruscamente, bajó del caballo y, como si hubiesen recibido una señal, los otros oficiales le imitaron. Acudieron unos soldados que se hicieron cargo de los caballos, llevándolos un poco más atrás. No hubo tocado el suelo el coronel, pareció como transfigurado. Era un hombre bajito, de aspecto vulgar, extenuado, desagradable y huraño. Hubiera podido creerse que él era el único, entre todos los demás, que había combatido. Ahora podía vérsele tal y como era en realidad: vestido con sencillez, poco cuidado, incluso abandonado. En nada se parecía a sus oficiales de tez blanca y uniformes ajustados. Era la imagen del hombre que se prodiga sin medida, que se devora a sí mismo, con el rostro curtido recubierto de barba, con los ojos turbios e inquietos y la gorra alta, ligeramente torcida, con el uniforme arrugado en el que flotaba su flaco cuerpo, con los pies hundidos en unas botas cortas de caballería de caña blanda y sin brillos. Se acercó con el andar zambo de los jinetes, blandiendo la fusta. Uno de sus oficiales, señalándole a los hombres alineados ante él, lo puso al corriente. El coronel les dirigió una mirada breve, negra e irritada, una de esas miradas penetrantes de los hombres a quienes incumben sin cesar tareas penosas, y a quienes acechan grandes peligros. Inmediatamente se vio claro que no sabía mirar de otra manera.

En aquel momento, con voz tranquila y profunda, el pope Nicolás hizo uso de la palabra. El coronel levantó la cabeza y detuvo su mirada sobre el rostro de aquel hombre imponente que iba vestido con una sotana negra. Aquella máscara ancha y apacible de patriarca bíblico retuvo un instante su atención.

Podía ser que no comprendiese o que aparentase no comprender lo que el anciano decía, pero la cara del pope no podía pasar inadvertida.

El pope Nicolás se expresaba con facilidad y naturalmente, dirigiéndose más bien al joven oficial que debía traducir sus palabras, que al propio coronel.

En nombre de los sacerdotes de todas las religiones allí presentes, aseguraba al coronel que se sentían deseosos, así como el pueblo, de someterse a la buena voluntad de los recién llegados y de hacer todo lo posible para mantener la paz y el orden que la nueva autoridad exigía. Pedían que el ejército los protegiese, a ellos y a sus familias, y les permitiese vivir en paz y trabajar honradamente.

El pope Nicolás habló brevemente y terminó de manera súbita. El coronel, nervioso, no tuvo tiempo de perder la paciencia. Pero, como contrapartida, no esperó que el joven oficial terminase su traducción. Blandiendo su fusta, lo interrumpió con voz cortante y desigual:

– ¡Está bien, está bien! Todos aquellos que se conduzcan como es debido serán protegidos. Pero deberá mantenerse el orden y la paz en todas partes. Aunque se lo propusieran, no podrían conducirse de otro modo.

1 . Soldado irregular del ejército turco. (N. del T.)


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