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– Tú no eras el único causante de mi pánico -dije-. Había tenido un día desastroso.

– Cariño, tú tienes un montón de días desastrosos.

– Hablas como Morelli.

– Morelli es un buen tío. Y te quiere.

– ¿Y tú?

Ranger sonrió.

Otro escalofrío me recorrió la columna vertebral.

La luz del porche se encendió y la abuela nos miró desde la ventana de la sala.

– Salvado por la abuela -dijo Ranger soltándome-. Voy a esperar a que entres en casa. No quiero que te secuestren durante mi turno de guardia.

Abrí la puerta y bajé del coche. Hice una mueca mental, ya que ser secuestrada, o que me pegaran un tiro, no era del todo inverosímil.

Cuando crucé la puerta, la abuela me estaba esperando.

– ¿Quién es el chico del coche molón?

– Ranger.

– Ese hombre está buenísimo -dijo la abuela-. Si yo tuviera veinte años menos…

– Si tuvieras veinte años menos todavía tendrías veinte años de más -dijo mi padre.

Valerie estaba en la cocina ayudando a mi madre a glasear magdalenas. Me serví un vaso de leche y una magdalena, y me senté a la mesa.

– ¿Qué tal te ha ido el trabajo? -pregunté a Valerie.

– No me han despedido.

– Genial. Antes de que te des cuenta, te estará proponiendo matrimonio.

– ¿Tú crees?

Le eché una mirada de soslayo.

– Era una broma.

– Podría pasar -dijo Valerie espolvoreando una magdalena con confites de colores.

– Valerie, no te vas a casar con el primer hombre que te encuentres…

– Pues sí. Con tal de que tenga una casa con dos cuartos de baño, juro por Dios que me da lo mismo que sea Jack el Destapador.

– Estoy pensando en comprarme un ordenador para practicar cibersexo -dijo la abuela-. ¿Alguna de vosotras sabe cómo funciona eso?

– Entras en un chat -contestó Valerie-. Y conoces a alguien. Y luego cada uno le escribe guarrerías al otro.

– Parece divertido -dijo la abuela-. ¿Y cómo se hace la parte del sexo?

– Bueno, la parte del sexo te la tienes que hacer tú misma.

– Sabía que era demasiado bueno para ser cierto -dijo la abuela-. Todo tiene su lado negativo.

Por la mañana, mientras estaba la última en la cola del baño, empecé a considerar el punto de vista de Valerie. Si tuviera que enfrentarme a las opciones de vivir eternamente con mis padres, casarme con Jack el Destripador o volver a casa con el sofá del mal fario, tenía que admitir que la de Jack el Destripador resultaba la más seductora. Bueno, puede que no Jack el Destripador, pero Pepe el Plasta podía tolerarse.

Llevaba mi atuendo habitual: vaqueros, botas y una camiseta elástica. Me había peinado con rizos y llevaba una buena capa de rímel. Llevo toda mi vida de adulta escondida detrás del rímel. Y si me siento muy insegura, añado perfilador de ojos. Hoy era día de perfilador. Además, me había pintado las uñas de los pies. Había sacado la artillería pesada, ¿no? Morelli había llamado para decirme que ya habían quitado la cinta de precinto. Se había encargado de que una empresa de limpieza le diera un repaso al apartamento, derrochando lejía concentrada donde fuera necesario. El creía que acabarían más o menos a mediodía. Por mí podían acabar más o menos en noviembre.

Estaba en la cocina, tomando una última taza de café antes de empezar el día, cuando Mabel apareció por la puerta de atrás.

– Acabo de tener noticias de Evelyn -dijo-. Me ha llamado y me ha dicho que se encuentran bien. Que está con una amiga y que no me preocupe -se puso la mano sobre el corazón-. Me siento mucho mejor. Y saber que tú la estabas buscando me ha ayudado mucho. Me daba tranquilidad de espíritu. Muchas gracias.

– ¿Ha dicho Evelyn cuándo pensaba volver?

– No. Pero me ha dicho que no estaría aquí para el funeral de Steven Soder. Supongo que todavía hay resentimientos.

– ¿Ha dicho dónde se encontraba? ¿O quién era la amiga con la que estaba?

– No. Tenía prisa. Me ha parecido que llamaba desde una tienda o un restaurante. Se oía mucho ruido de fondo.

– Si vuelve a llamar, dile que quiero hablar con ella.

– No pasa nada malo, ¿verdad? Ahora que ha desaparecido Steven todo debería estar en orden.

– Me gustaría hablar con ella sobre su casero.

– ¿Estás buscando una casa de alquiler?

– Podría ser -y era cierto.

Sonó el teléfono y la abuela corrió a contestar.

– Para ti -dijo pasándome el auricular-. Es Valerie.

– Necesito ayuda -pidió Valerie-. Tienes que venir aquí corriendo.

Y colgó.

– Tengo que irme -dije-. A Valerie le pasa algo.

– Antes era de lo más lista -reflexionó la abuela-. Pero se fue a California. Supongo que todo ese sol de California le secó el cerebro como si fuera una pasa.

¿Sería un problema realmente serio?, pensé. ¿Más sopa de pollo en el ordenador? ¿Y qué le podía importar a Kloughn? No tenía archivos porque no tenía clientes.

Llegué al aparcamiento y dejé el coche de morro delante de la oficina de Kloughn. Miré por los enormes ventanales de la oficina pero no vi a Valerie. Salí del coche y Valerie vino corriendo desde la lavandería.

– Por aquí -dijo-. Está en la lavandería.

– ¿Quién?

– ¡Albert!

Una hilera de sillas de plástico color turquesa se alineaban contra la pared, enfrente de las secadoras. Dos mujeres mayores fumaban, sentadas en las sillas, sin quitarle ojo a Valerie. Sin perder detalle. No había nadie más.

– ¿Dónde? -dije-. No le veo.

Valerie reprimió un sollozo y señaló una de las secadoras industriales.

– Está ahí.

Me acerqué a mirar. Decía la verdad. Albert Kloughn estaba metido dentro de la secadora. Todo apelotonado y con el culo contra la puerta redonda de cristal, tenía el mismo aspecto que Winnie the Pooh atascado en la madriguera del conejo.

– ¿Está vivo? -pregunté.

– ¡Sí! Claro que está vivo -Valerie se acercó a la puerta y dio unos golpecitos-. Por lo menos, creo que está vivo.

– ¿Qué hace ahí dentro?

– La mujer del jersey azul creyó que había perdido su alianza en la secadora. Dijo que se había quedado enganchada en el fondo del tambor. Así que Albert se metió dentro para recuperarla. Pero, no sé cómo, la puerta se cerró de repente y ahora no podemos abrirla.

– Dios. ¿Y por qué no has llamado a los bomberos o a la policía?

Dentro del tambor hubo movimiento y Kloughn emitió unos ruidos ahogados. Sonaban algo parecido a «no, no, no».

– Creo que le da vergüenza -dijo Valerie-. Piensa en cómo quedaría. Imagínate que le hacen una foto y sale en los periódicos. Nadie volvería a contratarle y yo me quedaría sin trabajo.

– Ahora tampoco le contrata nadie -dije. Intenté abrir la puerta. Probé a tocar todos los botones. Busqué un cierre de seguridad-. No consigo nada de nada-dije.

– Esa secadora está estropeada -intervino la señora del jersey azul-. Siempre se queda atascada. Le pasa algo al cierre. La semana pasada envié una reclamación, pero parece que aquí nadie hace el menor caso. La máquina de jabón tampoco funciona.

– Yo creo que necesitamos ayuda especializada -dije a Valerie-. Deberíamos llamar a la policía.

Los movimientos frenéticos y el «no, no, no» se repitieron una vez más. Y luego se oyó dentro de la secadora algo que sonó como un pedo.

Valerie y yo retrocedimos un paso.

– Me parece que está nervioso -dijo Valerie.

Seguramente había algún mecanismo de apertura dentro, pero Kloughn estaba encajado de espaldas a la puerta y no podía acceder a él.

Rebusqué en el fondo del bolso y encontré algunas monedas. Introduje una en la ranura, bajé el calor al mínimo y puse la secadora en marcha.

Los balbuceos de Kloughn se convirtieron en gritos mientras se bamboleaba un poco, pero en general mantenía bastante bien la estabilidad. Al cabo de cinco minutos la secadora detuvo su bamboleo. Hoy en día no te dan mucho más por una moneda de veinticinco centavos.

La puerta se abrió con facilidad y entre Valerie y yo sacamos a Kloughn y le ayudamos a ponerse en pie. Tenía el pelo esponjado, como el plumón de una cría de petirrojo. Estaba calentito y olía bien, igual que la ropa recién planchada. Tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos.

– Creo que me he tirado un pedo -dijo.

– ¿Sabes una cosa? -dijo la señora del jersey azul-. He encontrado mi alianza. No estaba en la secadora después de todo. Me la guardé en el bolsillo y se me olvidó.

– Qué bien -dijo Kloughn con la mirada perdida y un poco de saliva en la comisura de los labios.

Valerie y yo le teníamos sujeto por los sobacos.

– Ahora nos vamos a la oficina -dije a Kloughn-. Intenta andar.

– Todo me da vueltas. Estoy fuera de la máquina, ¿verdad? Sólo estoy un poco mareado, ¿verdad? Todavía oigo el motor. Tengo el motor metido en la cabeza -Kloughn movía las piernas como el monstruo de Frankenstein-. No siento los pies -dijo-. Se me han dormido.

A tirones y empujones conseguimos llevarle al despacho y le sentamos en su silla.

– Ha sido como montarse en una atracción de feria -dijo-. ¿Habéis visto cómo daba vueltas? Era como la casa de la risa, ¿verdad? Como en el parque de atracciones. Yo siempre me subo a todo. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas. Siempre me pongo en primera fila.

– ¿De verdad?

– Bueno, no. Pero lo pienso muchas veces.

– ¿A que es una monada? -dijo Valerie, y le besó en la coronilla de su esponjosa cabeza.

– Caramba -dijo Kloughn con una amplia sonrisa-. Caray.

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