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Bajé la mirada a su busca.

– ¿Jeanne Ellen? -pregunté. No pude evitarlo.

– Jeanne Ellen está camino de Puerto Rico -dijo Ranger.

Nos miramos a los ojos un instante, y luego volvió a concentrar su atención en la carretera. Fin de la conversación.

– Menos mal que tienes un buen culo -dije-. Porque desde luego puedes ser muy borde.

– El culo no es mi mejor parte, cariño -dijo Ranger sonriéndome.

Y aquello sí que daba por terminada la conversación. No tuve respuesta.

Diez minutos después llegábamos al camping. Estaba situado entre la carretera y el río, y pasaba completamente desapercibido. No tenía ningún cartel indicador. Y no tenía nombre, que nosotros supiéramos. Un camino de tierra bajaba a una pradera de casi media hectárea. En la orilla del río había desperdigadas una serie de cabanas y de caravanas destartaladas, todas ellas con una mesa de picnic y una parrilla en el exterior. En aquel momento tenía cierto aire de abandono. Y producía una ligera sensación de riesgo e intriga, como un campamento gitano.

Ranger recorrió la entrada, inspeccionando los alrededores.

– Ni un coche -dijo.

Metió el vehículo en el camino y aparcó. Introdujo la mano debajo del salpicadero, sacó una Glock y nos apeamos.

Examinamos sistemáticamente todas las cabanas y caravanas, intentado abrir las puertas, mirando por las ventanas, comprobando si las parrillas se habían usado recientemente. La cerradura de la cuarta cabaña estaba rota. Ranger llamó una vez con los nudillos y abrió la puerta.

La habitación central tenía una pequeña cocina en un extremo. Nada de alta tecnología. Fregadero, fogón y un frigorífico de los años cincuenta. El suelo estaba revestido de linóleo sucio. Al fondo había un sofá grande, una mesa y cuatro sillas. La otra habitación de la cabaña era un dormitorio con dos pares de literas. Éstas tenían colchones, pero no había ni sábanas ni mantas. El cuarto de baño era minúsculo. Un lavabo y un retrete. Ni ducha ni bañera. La pasta de dientes que encontramos en el lavabo parecía reciente.

Ranger recogió del suelo una pinza del pelo de color rosa, de niña.

– Se han marchado -dijo.

Examinamos el frigorífico. Estaba vacío. Salimos de allí e inspeccionamos las cabanas y caravanas restantes. Todas estaban cerradas. Inspeccionamos el contenedor de basura y encontramos una sola bolsa de desperdicios.

– ¿Tienes alguna otra pista? -preguntó Ranger.

– No.

– Vamos a pasarnos por sus casas.

Recogí mi coche en Washington Crossing y crucé el río. Lo dejé aparcado delante de la casa de mis padres y volví a meterme en el coche de Ranger. Primero fuimos a casa de Dotty. Ranger aparcó a la entrada, sacó otra vez la Glock de debajo del salpicadero y nos dirigimos a la puerta principal.

Ranger colocó una mano en el picaporte, con su utilísima herramienta de forzar cerraduras en la otra. Y la puerta se abrió sola. Sin la menor violencia. Al parecer éramos los segundos en la carrera del allanamiento.

– Espera aquí -dijo Ranger.

Entró en el salón e hizo un reconocimiento rápido. Luego recorrió el resto de la casa con la pistola en la mano. Regresó al salón y me hizo un gesto para que entrara.

– ¿No hay nadie en casa? -pregunté, al tiempo que entraba y cerraba la puerta con pestillo.

– No. Los cajones están abiertos y hay papeles tirados por la encimera de la cocina. O ha entrado alguien o Dotty se fue muy deprisa.

– Yo estuve aquí después de que Dotty se marchara. No entré en la casa, pero miré por las ventanas y estaba todo recogido. ¿Crees que pueden haber entrado ladrones? -en el fondo de mi corazón sabía que no eran ladrones, pero hay que mantener la esperanza.

– No creo que el motivo haya sido el robo. Hay un ordenador en la habitación de la niña y un anillo de compromiso con un diamante en el joyero de la madre. La televisión sigue aquí. Lo que yo creo es que no somos los únicos que buscamos a Evelyn y Annie.

– Puede que fuera Jeanne Ellen. Había puesto un micro en la casa. Puede que regresara a recogerlo antes de irse a Puerto Rico.

– Jeanne Ellen no es tan descuidada. No habría dejado la puerta principal abierta. Y nunca dejaría pruebas de su presencia.

Mi voz subió una octava involuntariamente.

– A lo mejor tenía un mal día. Joder, ¿o es que nunca tiene un mal día?

Ranger me miró y sonrió.

– Vale, es que estoy empezando a hartarme de la perfecta Jeanne Ellen -dije.

– Jeanne Ellen no es perfecta -dijo Ranger-. Sólo es muy buena -me pasó un brazo por encima de los hombros y me besó debajo de la oreja-. Puede que encontremos un terreno en el que tus habilidades superen las de Jeanne Ellen.

Le miré con los ojos entornados.

– ¿Se te ocurre algo?

– Nada que quiera comprobar en este preciso instante -sacó un par de guantes de goma del bolsillo-. Me gustaría hacer una investigación más exhaustiva. No se llevó muchas cosas. Casi toda su ropa está aquí -entró en el dormitorio y encendió el ordenador. Abrió todos los archivos que podían parecer interesantes-. Nada que nos pueda servir -dijo por fin, apagando el ordenador.

Su teléfono no tenía identificador de llamadas y no había ningún mensaje en el contestador. Facturas y listas de la compra se amontonaban sobre la encimera de la cocina. Las revisamos, conscientes de que probablemente sería un esfuerzo inútil. Si hubiera habido algo provechoso, el intruso se lo habría llevado.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

– Ahora nos vamos a visitar la casa de Evelyn.

Uh-uh.

– Hay un problema con la casa de Evelyn. Abruzzi le ha puesto vigilancia. Cada vez que me paso por allí, Abruzzi aparece a los diez minutos.

– ¿Por qué le iba a importar a Abruzzi que tú estuvieras en casa de Evelyn?

– La última vez que me lo encontré me dijo que sabía que yo estaba metida en esto por el dinero, que yo sabía lo que estaba en juego. Y que yo sabía lo que intentaba recuperar. Creo que Abruzzi anda detrás de algo y que, lo que sea, está relacionado con Evelyn. Es posible que Abruzzi piense que esa cosa está escondida en la casa y no quiere que yo ande metiendo la nariz por allí.

– ¿Tienes alguna idea de qué es lo que quiere recuperar?

– No. Ni la menor idea. He registrado la casa y no encontré nada que me llamara la atención. Claro que no buscaba escondites secretos. Buscaba algo que me llevara hasta Evelyn.

Ranger tiró de la puerta al salir y se aseguró de que quedaba bien cerrada.

Cuando llegamos a casa de Evelyn el sol estaba ya muy bajo. Ranger recorrió la calle con el coche.

– ¿Conoces a la gente de esta calle?

– A casi todos. A unos mejor que a otros. Conozco a la vecina de Evelyn. Linda Clark vive dos casas más abajo. Los Rojack viven en la de la esquina. Betty y Arnold Lando, en la acera de enfrente. Los Lando están de alquiler y no conozco a la familia que vive junto a ellos. Si buscara un soplón, mis sospechas recaerían en alguien de esa familia. Hay un anciano que parece estar siempre en casa. Se pasa el día sentado en el porche. Tiene toda la pinta de haberse dedicado a romper piernas hace cien años.

Ranger aparcó delante de la mitad de la casa que correspondía a Carol Nadich. Luego rodeó la vivienda y entró en la mitad de Evelyn por la puerta de la cocina. Ranger no tuvo que romper una ventana para entrar. Introdujo una fina herramienta en la cerradura y diez segundos más tarde la puerta estaba abierta.

La casa seguía igual que como yo la recordaba. Los platos en el fregadero. El correo cuidadosamente apilado. Los cajones cerrados. Ninguna de las señales de exploración que habíamos encontrado en casa de Dotty.

Ranger hizo su habitual recorrido, empezando por la cocina y acabando arriba, en el dormitorio de Evelyn. Iba detrás de él cuando, de repente, recordé algo. Lo que me había contado Kloughn sobre los dibujos de Annie. Unos dibujos aterradores, según había dicho Kloughn. Sangrientos.

Entré en la habitación de Annie y pasé las hojas del cuaderno que tenía encima de su escritorio. La primera página tenía un dibujo de una casa, similar al que había abajo. Después había una página llena de garabatos y rayajos. Y luego, un dibujo infantil de un hombre. Tirado en el suelo. El suelo era rojo. De un rojo que manaba del cuerpo del hombre.

– ¡Eh! -llamé a Ranger-. Ven a echar un vistazo a esto.

Ranger se puso a mi lado y observó el dibujo. Pasó la hoja y encontró un segundo dibujo con rojo en el suelo. Dos hombres tendidos en un suelo rojo. Otro hombre los apuntaba con una pistola. Alrededor de la pistola había muchas marcas de goma de borrar. Supongo que las pistolas son difíciles de dibujar.

Ranger y yo nos miramos.

– Podría ser sólo la televisión -dije.

– No nos vendrá mal llevarnos el cuaderno, por si acaso no lo es.

Ranger acabó de registrar la habitación de Evelyn, pasó a la de Annie y, luego, al cuarto de baño. Cuando terminó con él, se quedó en el centro con las manos en las caderas.

– Si hay algo aquí está bien escondido -dijo-. Sería más fácil si supiera qué es lo que estamos buscando.

Nos fuimos de la casa como habíamos venido. Abruzzi no nos esperaba en el porche de atrás. Y tampoco junto al coche de Ranger. Me senté a su lado y recorrí la calle con la mirada. No había ni rastro de Abruzzi. Casi me sentí decepcionada.

Ranger encendió el motor, me llevó a casa de mis padres y aparcó detrás de mi coche. El sol se había puesto y la calle estaba oscura. Ranger apagó las luces y se giró para verme mejor.

– ¿Vas a pasar la noche aquí otra vez?

– Sí. Mi apartamento sigue precintado. Supongo que podré entrar mañana -y entonces, ¿qué? Un escalofrío incontrolable me estremeció la espalda. Mi sofá tenía mal fario.

– Veo que te mueres de ganas de volver -dijo Ranger.

– Ya pensaré en algo. Gracias por ayudarme.

– Me siento engañado -dijo Ranger-. Normalmente, cuando estoy contigo, explota un coche o se incendia un edificio.

– Siento desilusionarte.

– La vida es una putada -dijo Ranger. Me agarró por las mangas de la cazadora, me atrajo hacia él y me besó.

– ¿Ahora me besas? ¿Por qué no lo hiciste cuando estábamos solos en mi apartamento?

– Habías bebido tres copas de vino y te quedaste dormida.

– Ah, sí. Ya me acuerdo.

– Y te dio un ataque de pánico sólo de pensar en acostarte conmigo.

Estaba casi tumbada en el asiento, encajada contra el volante, medio sentada en el regazo de Ranger. Sus labios rozaban los míos al hablar y sentía el calor de sus manos a través de la camiseta.

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