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– ¿Otra vez?

Tiempo atrás le había pedido a Ranger que me ayudara a atrapar a un sujeto llamado Eddie DeChooch. Estaba acusado de traficar con cigarrillos de contrabando y me estaba dando toda clase de problemas. Ranger, que tiene mentalidad de mercenario, había establecido como precio por ayudarme pasar una noche juntos, como él quisiera. Toda la noche. Y él podía decidir las actividades de esa noche. No es que fuera exactamente un sacrificio, puesto que Ranger me atrae como la luz a las polillas. Pero la idea me asustaba. A ver, es el Mago, ¿verdad? Prácticamente tengo un orgasmo con sólo estar a su lado. ¿Qué pasaría con una penetración real? Dios mío, mi vagina entera acabaría incendiándose. Eso sin mencionar que todavía no estoy muy segura de si continúo comprometida con Morelli o no.

Al final resultó que necesité la ayuda de Ranger para llevar cabo la captura. Y habría sido una captura perfecta, si no llega a ser por un par de detalles… como que DeChooch perdió una oreja de un disparo. Ranger se llevó a DeChooch al pabellón vigilado de presidiarios del hospital St. Francis y yo me retiré a mi apartamento y me metí en la cama, con ánimo de no pensar más en los duros acontecimientos del día.

Lo que ocurrió después aún sigue vivido en mi memoria. A la una de la mañana el cerrojo de la puerta de mi casa se deslizó y oí cómo la cadena de seguridad se descolgaba. Conocía a mucha gente capaz de abrir una cerradura. Pero sólo conocía a uno que supiera soltar una cadena de seguridad desde fuera.

Ranger se plantó en la puerta de mi dormitorio y golpeó suavemente en el quicio.

– ¿Estás despierta?

– Ahora sí. Me has dado un susto de muerte. ¿Nunca te has planteado llamar a un timbre?

– No quería sacarte de la cama.

– Bueno, ¿y qué pasa? -pregunté-. ¿Está bien DeChooch?

Ranger se soltó la funda de la pistola y la dejó caer en el suelo.

– DeChooch está perfectamente, pero tú y yo tenemos asuntos pendientes.

¿Asuntos pendientes? Oh, Dios mío, ¿se refería al precio que había fijado por la captura? La habitación daba vueltas delante de mis ojos e, involuntariamente, me apreté la sábana contra el pecho.

– Es algo repentino -dije-. Quiero decir que no esperaba que fuera esta noche. Ni siquiera sabía si iba a ser alguna noche. No estaba segura de que lo hubieras dicho en serio. No es que me vaya a echar atrás de lo que habíamos acordado, pero, hum, lo que intento decir es que…

Ranger levantó una ceja.

– ¿Te pongo nerviosa?

– Sí -maldita sea.

Se sentó en la mecedora del rincón. Se recostó ligeramente, puso los codos en los brazos de la mecedora con los dedos unidos por las puntas.

– ¿Y bien? -pregunté.

– Puedes relajarte. No he venido a cobrarme la deuda.

Parpadeé.

– ¿Ah, no? Y ¿por qué has tirado la funda de la pistola?

– Estoy cansado. Quería sentarme y el cinturón no me dejaría ponerme cómodo.

– Ah.

– ¿Desilusionada?

– No -mentirosa, mentirosa, cara de mariposa.

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Entonces, ¿cuáles son los asuntos pendientes?

– DeChooch va a pasar la noche en el hospital. Lo van a trasladar mañana a primera hora de la mañana. Hace falta que alguien esté presente durante la entrega para asegurarse de que hacen bien el papeleo.

– ¿Y tengo que ser yo?

Ranger me miró por encima de sus dedos entrelazados.

– Tienes que ser tú.

– Podías haberme llamado para decírmelo.

Recogió el cinturón del suelo y se puso de pie.

– Podría haberte llamado, pero no habría sido tan entretenido.

Me besó en los labios suavemente y se fue hacia la puerta.

– Oye -dije-, en cuanto al trato… Estabas de broma, ¿verdad?

Era la segunda vez que se lo preguntaba y obtuve la misma respuesta: una sonrisa.

Y allí estábamos, semanas después. Ranger todavía no se había cobrado la deuda y yo me encontraba en la incómoda situación de volver a pedirle ayuda.

– ¿Conoces las fianzas de custodia infantil? -pregunté.

Inclinó la cabeza una fracción de centímetro. Eso, para Ranger, era el equivalente a un asentimiento entusiasta.

– Sí.

– Estoy buscando a una madre y a su hija.

– ¿Qué edad tiene la niña?

– Siete años.

– ¿Del Burg?

– Sí.

– Una niña de siete años es difícil de esconder -dijo Ranger-. Se asoman por las ventanas y se escapan por cualquier puerta. Si la niña está en el Burg, se correrá la voz. El Burg no es un buen sitio para guardar un secreto.

– Yo no he oído nada. No tengo ni una pista. Connie está buscando con el ordenador, pero no empezará a obtener respuestas hasta dentro de uno o dos días.

– Dame toda la información que tengas y preguntaré por ahí.

Miré detrás de Ranger y vi el Cadillac a lo lejos, dirigiéndose hacia nosotros. Bender seguía al volante. Redujo la velocidad al llegar a nuestro lado, me mostró un dedo, y desapareció por la esquina.

– ¿Amigo tuyo? -preguntó Ranger.

Abrí la puerta izquierda de mi CR-V.

– Se supone que tengo que detenerle.

– ¿Y?

– Mañana.

– También podría ayudarte con ése. Podría abrirte una cuenta.

Le hice una mueca.

– ¿Conoces a Eddie Abruzzi?

Ranger me quitó una rodaja de pepperoni del pelo y me sacudió unas migas de patata frita de la camiseta.

– Abruzzi no es una buena persona. Será mejor que no te acerques a él.

Yo intentaba ignorar las manos de Ranger en mi pecho. Aparentemente, no era más que un inocente acto de limpieza. En la boca del estómago, yo lo sentía como un acto sexual.

– Deja ya de toquetearme -dije.

– Tal vez deberías acostumbrarte, teniendo en cuenta lo que me debes.

– ¡Estoy intentando mantener una conversación! La madre desaparecida tiene alquilada una casa propiedad de Abruzzi. Esta mañana me he tropezado con él.

– A ver si adivino… Te has caído en su almuerzo.

Bajé la vista hacia la camiseta.

– No. El almuerzo era del tío que me ha sacado el dedo.

– ¿Dónde te has encontrado con Abruzzi?

– En la casa de alquiler. Es una cosa muy rara… Abruzzi no quería verme por la casa y tampoco quería que investigara la desaparición de Evelyn. Vamos a ver, ¿a él que le importa? Ni siquiera es una propiedad importante para él. Y luego se puso muy raro con que esto era una campaña militar y un juego de guerra.

– La principal fuente de ingresos de Abruzzi son los préstamos leoninos -dijo Ranger-. Luego invierte en negocios legítimos como los inmuebles. Su pasatiempo son los juegos de guerra. ¿No sabes lo que son?

– No.

– El aficionado a los juegos de guerra estudia estrategia militar. Cuando empezaron no eran más que una pandilla de tíos en una habitación, moviendo soldaditos de juguete sobre un mapa extendido encima de la mesa. Un juego de mesa, como el Risk. Montan batallas imaginarias y las libran. Ahora muchos de estos jugadores compiten por ordenador. Es como Dragones y Mazmorras para adultos. Me han contado que Abruzzi se lo toma muy en serio.

– Está loco.

– Esa es la impresión generalizada. ¿Algo más? -preguntó Ranger.

– No. Eso es todo.

Ranger entró en su coche y se fue.

Así acabó la parte del día en la que intenté ganar un poco de dinero. Todavía me quedaba Laura Minello, gran ladrona de coches, pero me sentía desanimada y no tenía esposas. Lo más sensato sería retomar la búsqueda de la niña. Si volvía ahora a la casa lo más probable era que Abruzzi ya no estuviera allí. Casi con toda seguridad se habría ido a casa, muy orgulloso de haberme amenazado, a mover algunos soldaditos de plomo.

Regresé a la calle Key y aparqué delante de la casa de Carol Nadich. Llamé al timbre y, mientras esperaba, me quité un poco de mozzarella del pecho.

– Hola -dijo Carol al abrir la puerta-. ¿Qué pasa ahora?

– ¿Annie solía jugar con algún niño del vecindario? ¿Crees que tenía alguna amiga íntima?

– La mayoría de los niños de esta calle son más mayores y Annie pasaba mucho tiempo en casa. ¿Eso que tienes en el pelo es pizza?

Me llevé la mano al pelo y tanteé.

– ¿Hay pepperoni?

– No. Sólo queso y salsa de tomate.

– Bueno -dije-. Mientras no haya pepperoni…

– Espera un momento -dijo Carol-. Recuerdo que Evelyn me contó que Annie había hecho una nueva amiguita en el colegio. Evelyn estaba preocupada porque aquella niña se creía que era un caballo.

Palmada mental. Mi sobrina Mary Alice.

– Lo siento, pero no sé cómo se llama la niña caballo -añadió.

Dejé a Carol y recorrí en coche las dos calles que me separaban de la casa de mis padres. Era media tarde. Las clases ya habrían acabado y Mary Alice y Angie estarían sentadas en la cocina, comiendo galletas mientras eran interrogadas por mi madre. Una de las primeras lecciones que aprendí es que todo tiene un precio. Si quieres una galleta después de clase, tienes que contarle a mi madre cómo te ha ido el día.

Cuando éramos pequeñas, Valerie siempre tenía montones de cosas que contar. Que la habían admitido en el coro. Que había ganado el concurso de ortografía. Que la habían elegido para la función de Navidad. Que Susan Marrone le había dicho que Jimmy Wiznesky pensaba que era muy guapa.

Yo también tenía montones de cosas que contar. A mí no me habían admitido en el coro. No había ganado el concurso de ortografía. No me habían elegido para la función de Navidad. Y había empujado sin querer a Billy Bartolucci por las escaleras y se había roto la rodillera del pantalón.

La abuela me abrió la puerta.

– Justo a tiempo para comer una galleta y contarnos cómo te ha ido el día -dijo-. Seguro que ha sido tremebundo. Estás rebozada en comida. ¿Has estado persiguiendo a algún asesino?

– He estado persiguiendo a un tío acusado de violencia doméstica.

– Espero que le hayas dado una patada donde más duele.

– La verdad es que no he tenido la oportunidad de darle una patada, pero le he destrozado la pizza -me senté a la mesa con Angie y Mary Alice y pregunté-: ¿Cómo van las cosas?

– Me han admitido en el coro -dijo Angie.

Contuve los deseos de gritar y tomé una galleta.

– ¿Y qué tal tú? -pregunté a Mary Alice.

Mary Alice bebió un trago de su vaso de leche y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Ya no soy un reno porque he perdido las astas.

– Se le cayeron cuando volvíamos del colegio y un perro hizo sus necesidades encima de ellas -dijo Angie.

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