Литмир - Электронная Библиотека

La recepcionista le entregó las llaves de un bungaló que daba a la bahía de Carmel. Lauren deshizo su equipaje cuando los primeros rayos rasgaron el cielo. Corrió al exterior para poner su Triumph al abrigo de un tejado y regresó bajo una lluvia diluviana. Enfundada en un albornoz de algodón grueso, encargó una bandeja y se instaló delante del televisor. En la ABC estaban dando su película preferida, Tú y yo . Se dejó mecer por las gotas que golpeaban los cristales. Con el beso que Cary Grant dio por fin en los labios a Deborah Kerr, cogió la almohada y la apretó contra su cuerpo.

La lluvia cesó a última hora de la madrugada. Los árboles goteaban en el gran parque y Lauren seguía sin poder dormir. Se vistió, se echó una gabardina encima de los hombros y salió de la habitación.

El coche recorría los últimos minutos de aquella larga noche, y los faros iluminaban las rayas anaranjadas y blancas que se alternaban entre cada curva tallada en la parte cóncava de los acantilados. Adivinó a lo lejos los contornos de la propiedad y se metió por un camino de tierra batida.

Después de una curva aparcó en un hueco, escondiendo el coche detrás de una hilera de cipreses. El pórtico verde de hierro forjado se alzaba ante ella. Empujó la verja cerrada con la cadenilla de un letrero que indicaba la dirección de una agencia inmobiliaria de la bahía de Monterrey. Lauren se deslizó entre los dos batientes.

Contempló el paisaje que la rodeaba. Largas franjas de tierra ocre, donde había plantados algunos pinos piñoneros y plátanos, secuoyas, granados y algarrobos, parecían extenderse hasta el mar. Subió por la pequeña escalera de piedra que bordeaba el camino y, a mitad del trayecto, adivinó a su derecha los restos de una rosaleda. El jardín estaba abandonado, pero una multitud de perfumes entremezclados despertaban a cada paso un carrusel de recuerdos. Las hojas de los árboles vibraban por el viento ligero del alba.

Delante de ella, vio la casa de los postigos cerrados. Avanzó hacia la escalinata, subió los peldaños y se detuvo bajo el porche. El océano parecía querer destrozar las rocas, y las olas acarreaban montones de algas entrelazadas con espinos.

El viento echó hacia atrás sus cabellos.

Rodeó la casa, buscando el modo de entrar en ella. Acarició la fachada con la mano y sus dedos se detuvieron en un calce, en la parte inferior de un postigo. Lo retiró y el panel de madera se abrió, chirriando al girar sobre sus goznes.

Lauren apoyó la cabeza contra el cristal. Intentó levantar la ventana de guillotina; insistió, desencajando ligeramente el armazón, que cedió y se deslizó sobre sus rieles. Ya nada le impedía colarse en el interior.

Cerró otra vez el postigo y la ventana detrás de ella. Luego atravesó el pequeño despacho, lanzó una mirada furtiva a la cama y salió.

Fue avanzando con paso lento por el pasillo; detrás de las paredes, cada estancia contenía un secreto. Y Lauren se preguntaba si aquella sensación íntima surgía de un relato escuchado en una habitación de hospital, o si venía aún de más lejos.

Entró en la cocina y su corazón latía cada vez más fuerte; miró a su alrededor con los ojos húmedos. Encima de la mesa, una vieja cafetera italiana le resultó familiar. Vaciló, cogió el objeto y lo acarició antes de dejarlo otra vez.

La siguiente puerta daba al salón. Un largo piano dormía en la oscuridad del lugar. Se aproximó con paso tímido y se sentó en el taburete; sus dedos posados sobre el teclado hilvanaron las primeras y frágiles notas del «Claro de luna» de Werther. Se arrodilló sobre la alfombra e hizo vagar su mano sobre la superficie de lana.

Repasó cada rincón, subió a la planta y fue de habitación en habitación; y poco a poco, los recuerdos de la casa se transformaron en instantes presentes.

Un poco más tarde, bajó y regresó al despacho. Miró la cama, se acercó paso a paso al armario y extendió la mano. Apenas lo había rozado cuando el pomo empezó a girar. Bajo sus ojos, brillaban los dos cierres de una pequeña maleta negra.

Lauren se sentó cruzando las piernas, corrió los dos pestillos y la maleta se abrió.

Su interior estaba a rebosar de objetos de todos los tamaños: contenía cartas, algunas fotografías, un avión de pasta de sal, un collar de conchas, una cuchara de plata, dos patucos de bebé y un par de gafas de sol infantiles. Había un sobre de papel Rives que llevaba su nombre. Lo cogió, lo olió, lo despegó y se puso a leer.

A lo largo de las palabras que iba descubriendo con mano temblorosa, los fragmentos de recuerdos recompusieron por fin la historia…

Avanzó hasta la cama y apoyó la cabeza en la almohada para leer una y otra vez la última página, que decía: «… Y así termina la historia, con tus sonrisas y el tiempo que dura una ausencia. Todavía oigo tus dedos sobre el piano de mi infancia. Te busqué por todas partes, incluso las más lejanas. Te encontré, y esté donde esté, siempre me duermo con tu mirada. Tu carne era mi carne. Con nuestras mitades habíamos inventado promesas; juntos, éramos nuestros mañanas. Desde ahora, sé que los sueños más locos se escriben con la tinta del corazón. He vivido allí donde los recuerdos se construyen entre dos, al abrigo de las miradas, en el secreto de una sola confidencia donde tú aún reinas.

»Tú me diste lo que yo no sospechaba: un tiempo donde cada segundo de ti contará en mi vida mucho más que cualquier otro segundo. Yo pertenecía a todos los pueblos, pero tú inventaste un mundo. ¿Te acordarás al gúndía? Te he querido como nunca imaginé que fuese posible. Entraste en mi vida como se entra en el verano.

»No siento ira ni arrepentimiento. Los momentos que tú me has dado llevan un nombre: la maravilla. Todavía lo llevan, y están hechos de tu eternidad. Incluso sin ti, nunca más volveré a estar solo, ya que tú existes en algún lugar.

Arthur»

Lauren cerró los ojos y apretó la hoja contra ella. Algo más tarde, el sueño que la había esquivado por fin la invadió.

Era mediodía y una luz dorada se filtraba por entre las persianas. Los neumáticos de un coche crujieron sobre la grava, justo delante del porche. Lauren se sobresaltó. Enseguida buscó un sitio donde esconderse.

– Voy a buscar la llave y vengo a abrirte -dijo Arthur mientras abría la puerta del Saab.

– ¿No quieres que vaya yo? -propuso Paul.

– No, tú no sabrías abrir el postigo, tiene truco.

Paul descendió del coche, abrió el maletero y sacó la caja de herramientas.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Arthur al tiempo que se alejaba.

– Voy a desmontar el letrero de «Se vende»: tapa la vista.

– Un minuto y te abro -repitió Arthur, alejándose hacia el postigo cerrado.

– ¡Tómate tu tiempo, amigo! -contestó Paul, con una llave inglesa en la mano.

Arthur cerró la ventana y fue a recuperar la llave que había en la maleta negra. Abrió la puerta del armario y se sobresaltó. Un pequeño mochuelo blanco lo miraba en la oscuridad desde el extremo de un brazo y con la mirada al abrigo de un par de gafas infantiles que Arthur reconoció de inmediato.

– Creo que ya está curado, nunca más le dará miedo la luz del día -dijo una voz tímida oculta entre las sombras.

– Me lo creo: yo llevaba esas gafas, y con ellas se ven maravillas de colores.

– ¡Eso parece! -contestó Lauren.

– Sobre todo, no me gustaría ser indiscreto, pero ¿qué estáis haciendo ahí los dos?

Ella avanzó un paso y salió de la oscuridad.

– Lo que voy a decirte no es fácil de entender y es imposible de aceptar, pero si quieres escuchar nuestra historia, si quieres confiar en mí, entonces tal vez acabes por creerme, y eso es muy importante, porque ahora lo sé: eres la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.

Y Arthur entró por fin en el armario…

49
{"b":"93377","o":1}