A primera hora de la tarde, Pilguez siempre dejaba a Nathalia delante de la comisaría.
Justo antes de encontrarse con Onega para cenar, Paul le hacía una visita a su amigo; le presentaba esbozos de proyectos que Arthur corregía con un par de líneas a lápiz o enmendaba con algunas anotaciones sobre la elección de materiales y tonalidades.
Aquel viernes, Fernstein se felicitó por el estado de salud de su paciente. Le haría otro escáner de control en cuanto tuviera un hueco libre y si, tal como pensaba que ocurriría, todo era normal, firmaría el alta. Ya nada justificaba que estuviera ocupando una cama de hospital. Después, tendría que ser sensato durante un tiempo, pero la vida no tardaría en recuperar su curso normal. Arthur le agradeció todos los cuidados que le había dispensado.
Hacía rato que Paul se había marchado. En los pasillos ya no retumbaban los pasos tumultuosos del día y el hospital había recuperado su atuendo nocturno. Arthur encendió el televisor, colocado sobre una mesita delante de la cama.
Abrió el cajón de la mesilla de noche y saco el teléfono móvil. Con la mirada perdida en sus propios pensamientos, hizo desfilar los nombres de su agenda y renunció a molestar a su mejor amigo. El teléfono se le escapó lentamente de la mano y cayó sobre las sábanas, mientras su cabeza se deslizaba sobre la almohada.
La puerta se entreabrió y una interna entró en la habitación. Se dirigió enseguida a los pies de la cama y consultó su historial. Arthur abrió los ojos y la miró, silencioso; parecía muy concentrada.
– ¿Algún problema? -dijo.
– No -contestó Lauren, levantando la cabeza.
– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó, estupefacto.
– No hable tan alto -susurró Lauren.
– ¿Por qué habla en voz baja?
– Tengo mis motivos.
– ¿Secretos?
– ¡Sí!
– Pues tengo que confesarle, aunque sea en voz baja, que me alegro de verla.
– Yo también, bueno, quiero decir que me alegro de que se encuentre mejor. Lamento muchísimo no haber diagnosticado la hemorragia en el primer reconocimiento.
– No tiene nada que reprocharse. Creo que yo facilité mucho la tarea -dijo Arthur.
– ¡Tenía tanta prisa por marcharse!
– ¡Esta obsesión por el trabajo me acabará matando!
– Es arquitecto, ¿verdad?
– ¡Así es!
– Es un oficio complicado: ¡muchas matemáticas!
– Sí; en fin, como en Medicina, y luego uno deja que otros hagan las mates por él.
– ¿Otros?
– Los cálculos de portantes, de resistencias… ¡todo eso es tarea de los ingenieros!
– ¿Y qué hacen los arquitectos mientras los ingenieros curran?
– ¡Piensan!
– Y usted ¿en qué piensa?
Arthur miró a Lauren largo rato, sonrió y señaló con el dedo el rincón de la habitación.
– Acérquese a la ventana.
– ¿Para qué? -se sorprendió Lauren.
– Para hacer un pequeño viaje.
– ¿Un pequeño viaje a la ventana?
– ¡No, un pequeño viaje desde la ventana!
Ella obedeció, con una sonrisa casi burlona en los labios.
– ¿Y ahora?
– Ábrala.
– ¿El qué?
– ¡La ventana!
Lauren hizo exactamente lo que Arthur le había pedido.
– ¿Qué ve? -preguntó, todavía susurrando.
– ¡Un árbol! -contestó ella.
– Descríbamelo.
– ¿Cómo?
– ¿Es grande?
– Dos pisos de altura y grandes hojas verdes.
– Ahora, cierre los ojos.
Lauren se dejó llevar por el juego, y la voz de Arthur la condujo a una oscuridad improvisada.
– Las ramas están inmóviles: a esta hora del día, los vientos del mar aún no se han levantado. Acérquese al tronco, las cigarras se esconden a menudo en los recovecos de la corteza. A los pies del árbol se extiende una alfombra de hojas de pino. Están quemadas por el sol. Ahora, mire a su alrededor. Se encuentra en un gran jardín con largas franjas de tierra ocre donde han plantado pinos piñoneros. A la izquierda verá algunos plátanos, a la derecha secuoyas, delante granados, y un poco más lejos, algarrobos que parecen extenderse hasta el océano. Suba por la escalera de piedra que bordea el camino. Los peldaños son irregulares, pero no tenga miedo: la pendiente es suave. Si mira a su derecha adivinará los restos de una rosaleda, ¿lo ve? Deténgase abajo y mire ante sí.
Y Arthur se inventó un universo, hecho solamente de palabras. Lauren vio la casa con los postigos cerrados que él le describía. Avanzó hacia la entrada, subió los escalones y se detuvo en el porche. Abajo, el océano parecía querer destrozar las rocas y las olas acarreaban montones de algas entrelazadas con espinos. El viento soplaba en sus cabellos, estuvo a punto de echárselos hacia atrás.
Rodeó la casa y siguió al pie de la letra las instrucciones de Arthur, que la guiaba paso a paso en su país imaginario.
Su mano rozó la fachada en busca de un pequeño calce, debajo de un postigo. Hizo como él decía y lo retiró con la yema de los dedos. El panel de madera se abrió y hasta le pareció oír el chirrido de sus goznes. Levantó la ventana de guillotina desencajando ligeramente el armazón, que cedió deslizándose sobre sus rieles.
– No se detenga en esta habitación, está demasiado oscura, atraviésela y llegará al pasillo.
Avanzó a paso lento; cada estancia parecía ocultar un secreto detrás de las paredes. Entró en la cocina. Encima de la mesa había una vieja cafetera italiana, con la que hacer un excelente café, y delante de ella unos fogones como los que podían encontrarse en otros tiempos en las viviendas antiguas.
– ¿Funciona con leña? -preguntó Lauren.
– Si lo desea, la encontrará al abrigo de un cobertizo.
– Quiero quedarme en la casa y seguir visitándola -murmuró.
– Entonces, vuelva a salir de la cocina. Abra la puerta, justo enfrente.
Entró en el salón. Un largo piano dormía en la oscuridad.
Encendió la luz, se aproximó y se sentó en el taburete.
– No sé tocar.
– Es un instrumento especial, traído de un lejano país; si piensa con mucha intensidad en una melodía que le guste, él la tocará, pero únicamente si pone las manos encima del teclado.
Lauren se concentró con todas sus fuerzas, y la partitura del «Claro de luna» de Werther invadió su mente.
Tenía la sensación de que alguien estaba tocando a su lado, y cuanto más se dejaba llevar por aquel sueño, más profunda y presente se hacía la música. Visitó así cada rincón, subiendo hasta el piso de arriba, pasando de habitación en habitación y, poco a poco, las palabras que describían la casa se transformaron en una multitud de detalles que inventaban una vida a su alrededor. Regresó a la pieza que aún no había visitado. Entró en el despachito, miró la cama y se estremeció. Entonces abrió los ojos y la casa se desvaneció.
– Creo que la he perdido -dijo.
– No es tan grave, ahora ya es suya, puede volver allí cuando le apetezca, sólo tiene que pensarlo.
– No podría volver a empezar yo sola, no estoy muy dotada para los mundos imaginarios.
– Se equivoca al no confiar en sí misma. Yo creo que para ser la primera vez, se ha desenvuelto bastante bien.
– Así que en eso consiste su oficio: cierra los ojos y se imagina un lugar.
– No, me imagino la vida que habrá en su interior, y ella es quien me sugiere el resto.
– Es una manera extraña de trabajar.
– Más bien una extraña manera de trabajar.
– Tengo que dejarle, las enfermeras no tardarán en hacer su ronda.
– ¿Volverá?
– Si puedo.
Se dirigió a la puerta de la habitación y se volvió justo antes de salir.
– Gracias por la visita, ha sido un rato agradable, me lo he pasado bien.
– Yo también.
– ¿Existe esa casa?
– ¿No la acaba de ver hace un momento?
– ¡Como si estuviera dentro!
– Entonces, si existe en su imaginación, es que es auténtica.
– Tiene una curiosa forma de pensar.
– A fuerza de cerrar los ojos ante lo que les rodea, algunos se vuelven ciegos sin darse cuenta siquiera. Yo me conformé con aprender a ver, incluso en la oscuridad.
– Conozco un mochuelo al que le irían bien sus consejos.
– ¿Aquel que estaba en su bata la otra noche?
– ¿Se acuerda?
– No he tenido ocasión de frecuentar a muchos médicos, pero resulta difícil olvidar a uno que te examina con un peluche en el bolsillo.
– Le da miedo la luz y su abuelo me ha pedido que lo cure.
– Habría que encontrarle un par de gafas de sol para niño, yo tenía unas cuando era pequeño, es increíble lo que se puede ver a través de ellas.
– ¿Por ejemplo?
– Sueños hechos de países imaginarios.
– Gracias por el consejo.
– Pero cuidado: cuando ya haya curado a su mochuelo, dígale que basta con dejar de creer un solo segundo para que el sueño se rompa en mil pedazos.
– Se lo diré, cuente con ello. Y ahora, descanse.
Y Lauren salió de la habitación.
El claro de luna entraba por entre las persianas. Arthur apartó las sábanas y fue hasta la ventana. Se quedó allí, apoyado en la repisa, mirando los árboles del jardín, inmóviles.
No sentía ningún deseo de seguir el consejo de su amigo.
Ya llevaba demasiado tiempo alimentándose de paciencia, y nada había podido apartarle del recuerdo de aquella mujer; ni el tiempo, ni los viajes poblados de otras miradas. Pronto saldría de allí.