– El radiólogo es optimista.
– ¡No le he pedido su opinión, sino la de usted!
– No lo sé, pero mi instinto me dice que valía la pena despertarle.
– Pues si no lo sacamos de ésta, maldeciré su instinto. ¿Dónde están las imágenes?
– En el neuronavegador, los perímetros de los campos operatorios están establecidos y los hemos enviado por el Dicom. He encendido el ecógrafo e inicializado los protocolos operativos.
– Bien, deberíamos poder operar en un cuarto de hora. ¿Podrá resistir? -le preguntó el profesor mientras se ponía la blusa.
– ¡Concrete la pregunta! -lo desafió Lauren, anudándole los cordones a la espalda.
– Me refiero a su cansancio.
– ¡Está obsesionado con eso! -protestó ella, cogiendo del armario otro par de guantes esterilizados.
– Si dirigiera una compañía aérea, me importaría la capacidad de alerta de mis pilotos.
– No se preocupe, tengo los pies en el suelo.
– ¿Y quién es ese cirujano de la sala de operaciones? No lo reconozco debajo del casquete -dijo Fernstein mientras se lavaba las manos.
– Es una larga historia -dijo ella, incómoda-; se va, sólo ha venido a ayudarme.
– ¿Cuál es su especialidad? No sobrará nadie esta noche, toda ayuda será bienvenida.
– ¡Es psiquiatra!
Fernstein se quedó desconcertado. Norma entró en la sala de preoperatorio. Ayudó al profesor a ponerse los guantes y le ajustó la bata. La enfermera contempló al viejo profesor, orgullosa de su elegancia. Fernstein se acercó al oído de su alumna y murmuró:
– Cree que, a medida que me hago mayor, me voy pareciendo a Sean Connery.
Y Lauren pudo ver la sonrisa que se dibujaba debajo de la mascarilla del cirujano.
El doctor Lorenzo Granelli, anestesista reputado, hizo una entrada estrepitosa. Instalado en California desde hacía veinte años, titular de una cátedra en el centro hospitalario universitario, jamás se había desembarazado del acento elegante y soleado que subrayaba sus orígenes venecianos.
– ¿Y bien? -exclamó, con los brazos muy abiertos-. ¿Cuál es la urgencia que no puede esperar?
El equipo entró en el quirófano. Para gran sorpresa de Paul, lo saludaron llamándole doctor. Lauren le sugirió firmemente con la mirada que saliera de allí, pero cuando se dirigía hacia la puerta de la sala, el anestesista le pidió que lo ayudara a instalar la bolsa de la perfusión. Granelli miró, perplejo, las gotas que perlaban la frente de Paul.
– Un pajarito me dice que ya ha entrado en calor, estimado colega.
Paul contestó con un movimiento de cabeza y colgó, tembloroso, la bolsa de plasma en la percha. Lauren, por su parte, puso rápidamente en situación al resto del equipo mientras iba comentando las imágenes en la pantalla del ordenador.
– Pediré una nueva ecografía cuando hayamos reducido la presión intracraneal.
Fernstein se apartó de la pantalla para acercarse al paciente. Al descubrir el rostro de Arthur, retrocedió un paso y dio gracias al cielo por llevar la mascarilla quirúrgica que disimulaba su expresión.
– ¿Va todo bien? -le preguntó Norma, que notó la turbación del profesor.
Fersntein se alejó de la mesa de operaciones.
– ¿Cómo ha llegado este joven aquí?
– Es una historia que le parecerá difícil de creer -contestó Lauren con una voz apenas audible.
– Tengo todo el tiempo del mundo -insistió él, ocupando su puesto detrás del neuronavegador.
Lauren explicó el caótico proceso que había conducido a Arthur por segunda vez a las Urgencias del Memorial Hospital y lo había sustraído de las desventuradas mano de Brisson.
– ¿Por qué no le hizo un control neurológico exhaustivo cuando lo examinó por primera vez? -Preguntó Fernstein, comprobando el buen funcionamiento de su aparato.
– No había traumatismo craneal, ni pérdida de conocimiento, y el equilibrio neuromotor era satisfactorio. La consigna es que limitemos los exámenes inútilmente costosos…
– Usted nunca ha respetado las consignas, no me diga que de repente ha decidido acatarlas hoy. ¡Para ser la primera vez, no ha tenido mucha suerte!
– No había ningún motivo para preocuparse.
– Y Brisson…
– Fiel a sí mismo -replicó Lauren.
– ¿Le ha permitido llevarse a su paciente?
– No del todo…
Paul simuló un increíble acceso de tos. Todo el equipo quirúrgico se lo quedó mirando. Granelli abandonó su puesto y fue a darle unas palmadas en la espalda.
– ¿Está seguro de que se encuentra bien, estimado colega?
Paul tranquilizó al anestesista con un movimiento de cabeza y se alejó de él.
– ¡Eso es una excelente noticia! -Exclamó Granelli-. Ahora, y se lo digo confidencialmente, si pudiera evitar esparcir sus bacilos por toda la sala, el cuerpo médico del que formo parte le estaría infinitamente agradecido. Hablo en nombre de este estimado paciente, que sufre ya ante la idea de que se le acerque usted.
Paul, que tenía la sensación de que una colonia de hormigas había decidido alojarse en sus piernas, se aproximó a Lauren y le murmuró al oído, suplicante:
– Sáqueme de aquí antes de que esto empiece. ¡No soporto la visión de la sangre!
– Hago lo que puedo -susurró la joven interna.
– Mi vida se transforma en un calvario cada vez que ustedes dos se juntan. Si un día pudieran verse como hace todo el mundo, estaría la mar de bien.
– ¿De qué está hablando? -preguntó Lauren, desconcertada.
– ¡Yo ya me entiendo! Encuéntreme el modo de salir de este sitio antes de que me desmaye.
Lauren se apartó de Paul.
– ¿Está listo? -le preguntó a Granelli.
– Más listo sería casi imposible, querida, sólo espero la señal -contestó el anestesista.
– Unos minutos más -anunció Fernstein.
Lauren colocó la sábana operatoria sobre la cabeza de Arthur, cuyo rostro desapareció bajo la tela verde.
Fernstein quiso comprobar las placas por última vez y se volvió hacia el panel luminoso, pero estaba limpio de toda imagen. Fustigó a Lauren con la mirada.
– Se han quedado al otro lado, lo siento.
Lauren salió de la estancia para ir a buscar las placas de la resonancia magnética. La puerta del quirófano se cerró mientras Norma aplacaba a Fernstein con una sonrisa cómplice.
– Todo esto es inadmisible -dijo, cogiendo las asas del neuronavegador-. Nos despierta en plena noche, nadie está avisado de esta intervención, apenas tenemos tiempo de prepararnos… ¡El hospital debe tener, por lo menos, ciertos protocolos que hay que respetar!
– Pero, estimado colega -exclamó Granelli-, el talento se expresa a menudo en la espontaneidad de lo imprevisto.
Todos los rostros se volvieron hacia el anestesista. Granelli carraspeó.
– En fin, o algo por el estilo, ¿no?
Las puertas de la sala de preoperatorio donde Lauren estaba recogiendo los últimos informes de los análisis se abrieron bruscamente. Un agente uniformado precedía aun inspector de policía. Lauren reconoció de inmediato al médico con bata que la señalaba con el dedo.
– ¡Es ella, deténganla ahora mismo!
– ¿Cómo han llegado hasta aquí? -le preguntó Lauren, estupefacta, al policía.
– Al parecer, había una urgencia, y lo hemos traído con nosotros -contestó el inspector, refiriéndose a Brisson.
– ¡He venido para acusarla de intento de asesinato, secuestro de un médico en el ejercicio de sus funciones, rapto de uno de sus pacientes y robo de una ambulancia!
– Si me lo permite, doctor, yo mismo haré mi trabajo -replicó el inspector Erik Brame, dirigiéndose a Brisson.
Le preguntó a Lauren si reconocía los hechos. Ella aspiró hondo y juró que sólo había actuado en interés del herido.
Se trataba de un caso de legítima defensa…
El inspector Brame lo sentía mucho, no le correspondía a él juzgar tal cosa y no le quedaba otro remedio que ponerle las esposas.
– ¿Es realmente necesario? -suplicó Lauren.
– ¡Es la ley! -se regocijó Brisson.
– Me he traído otro par; ¡si vuelve a hablar por mí una sola vez -dijo el inspector-, le detengo por usurpación de la función de agente de la fuerza pública!
– ¿Existe ese delito? -preguntó el interno.
– ¿Quiere comprobarlo? -contestó el inspector Brame en tono firme.
Brisson retrocedió un paso, dejando al policía proseguir el interrogatorio.
– ¿Qué ha hecho con la ambulancia?
– Está en el aparcamiento. Pensaba devolverla por la mañana.
El altavoz crepitó. Lauren y el policía se dieron la vuelta y vieron a Fernstein, que se dirigía a ellos desde el quirófano.
– ¿Pueden decirme qué está pasando?
Las mejillas de la joven neuróloga se tiñeron de púrpura; se inclinó sobre el pupitre, con un gran peso sobre los hombros, y pulsó la tecla del interfono.
– Perdón -murmuró-, lo siento muchísimo.
– ¿Acaso esta intrusión policial tiene algo que ver con el paciente que se encuentra sobre esta mesa?
– En cierto modo -admitió Lauren.
Granelli se aproximó al cristal.
– ¿Se trata de un bandido? – preguntó casi estático.
– No -contestó Lauren-. Todo es culpa mía, estoy muy confusa.
– No esté confusa -replicó el anestesista-; yo mismo, cuando tenía su edad, hice dos o tres gamberradas que me valieron varias noches en compañía de los carabinieri, que, dicho sea de paso, llevan unos trajes mucho más elegantes que los de sus policías.
El inspector Brame se acercó al micro e interrumpió al anestesista.
– Ha robado una ambulancia y se ha llevado a ese paciente de otro hospital.
– ¿Ella sola? -Exclamó el anestesista, en el colmo de la excitación-. ¡Pero esta chica es el no va más!
– Tenía un cómplice -resopló Brisson-, estoy seguro de que estará en el vestíbulo, hay que detenerlo también.
Fernstein y Norma se volvieron hacia el único médico que aún no se había presentado, pero, para su gran sorpresa, había desaparecido. Acurrucado en el compartimento que se encontraba bajo la mesa de operaciones, Paul no lograba comprender cómo su velada se había convertido en semejante pesadilla. Hacía unas horas, era un hombre feliz y sereno que cenaba en compañía de una joven adorable.
Fernstein se acercó al cristal y le preguntó a Lauren porqué había cometido un acto tan estúpido. Su alumna levantó la cabeza y lo miró con los ojos llenos de tristeza.
– Brisson iba a matarlo.
– Buenas noches, profesor -dijo el joven interno, encantado-. ¡Quiero recuperar a mi paciente ahora mismo! Le prohíbo que comience esta intervención: me lo llevo conmigo.