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Arthur examinó uno a uno los títulos de la sección de «Artes marciales».

– Me gustaría darle una sorpresa a una amiga esta noche, ¿qué me aconsejaría? -le preguntó al empleado.

El vendedor desapareció detrás del mostrador y resurgió triunfante con una cajita en la mano, la abrió con un cúter y le entregó la película a Arthur.

– La furia del dragón en edición de coleccionista. Incluye tres escenas de lucha inéditas. Llegó ayer. ¡Con esto la va a volver loca!

– ¿Usted cree?

– Bruce Lee es un valor seguro.

– El rostro de Arthur se iluminó.

– ¡Me lo llevo!

– ¿Su amiga no tendría una hermana, por casualidad?

Satisfecho, salió del videoclub. La velada se presentaba bien. De camino, hizo una breve parada en una tienda de comida preparada, eligió entrantes y segundos platos, a cuál más apetitoso, y volvió a su casa con el corazón alegre tras aparcar el Ford delante del pequeño edificio en el cruce de Pacific con Fillmore.

En cuanto cerró la puerta del apartamento, dejó la bolsa de la compra en la barra de la cocina, encendió la cadena estéreo, insertó un disco de Frank Sinatra y se frotó las manos.

La estancia estaba bañada por la luz anaranjada de aquella tarde de verano y Arthur, mientras cantaba a pleno pulmón la melodía de Strangers in the night, preparó un elegante servicio para dos en la mesa baja del salón. Descorchó una botella de merlot de 1999, calentó la lasaña y dispuso el surtido de entrantes italianos en dos platos de porcelana blanca. Acabado el trabajo, atravesó la sala de estar, salió al rellano y, sin cerrar la puerta de su apartamento, repiqueteó en la puerta de su vecina. Oyó sus pasos ligeros al otro lado del paño.

– ¡Estoy sorda, pero no hasta ese punto! -dijo la anciana, recibiéndole con una gran sonrisa.

– No se habrá olvidado de nuestra cita… -dijo Arthur.

– ¿Estás de broma?

– ¿No se trae al perro?

– Pablo está durmiendo a pierna suelta; es tan viejo como yo, ¿sabes?

– Usted no es tan vieja, señora Morrison.

– ¡Ya lo creo que sí! -contestó ella, llevándoselo del brazo por el pasillo.

Arthur instaló cómodamente a la señora Morrison y le sirvió una copa de vino.

– ¡Tengo una sorpresa para usted! -dijo, presentándole la carátula de la película. El delicioso rostro de la señora Morrison se iluminó.

– ¡La escena de lucha en el puente es un fragmento antológico!

– ¿Ya la ha visto?

– ¡Y más de una vez!

– ¿Es que no se cansa?

– ¿Tú has visto el torso desnudo de Bruce Lee?

Kali se levantó de un brinco, cogió su correa con la boca y empezó a dar vueltas por el salón meneando el robo.

Lauren estaba hecha un ovillo en el sofá, en albornoz y con gruesos calcetines de lana. Abandonó la lectura para seguir con una mirada divertida a Kali, que seguía revoloteando; cerró el tratado de neurocirugía y besó con ternura la cabeza de su perra. «Me visto y nos vamos.»

Unos minutos más tarde, Kali correteaba por Green Street hasta que, en la acera de Fillmore, el maravilloso aroma de un álamo joven provocó que arrastrara a su dueña hasta él. Lauren, pensativa, sintió un escalofrío cuando se levantó el viento de la tarde.

La operación del día siguiente la tenía inquieta, pues presentía que Fernstein la pondría al mando. Desde que había decidido retirarse a finales de año, el viejo profesor la solicitaba cada vez más, como si quisiera acelerar su formación. Cuando volvió a casa, Lauren releyó sus notas una y otra vez a la luz de la lámpara de cabecera.

La señora Morrison disfrutaba de la velada. En la cocina, secaba los platos que Arthur iba lavando.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Todas las que quiera.

– A ti no te gusta el karate, y no me digas que un joven como tú sólo ha encontrado a una anciana de ochenta años para compartir el domingo por la noche.

– Eso no es una pregunta, es una afirmación, señora Morrison.

La anciana puso una mano sobre la de Arthur e hizo una mueca.

– ¡Claro que es una pregunta! Está implícita y tú la has entendido muy bien. Y basta ya de señora Morrison: ¡llámame Rose!

– Me ha gustado pasar esta velada del domingo en su compañía, ¿responde eso a su pregunta implícita?

– ¡Hijo mío, tienes la mirada de alguien que se esconde al abrigo de la soledad!

Arthur se quedó mirando a la señora Morrison.

– ¿Quiere que saque a pasear al perro?

– ¿Es una amenaza o una proposición? -replicó Rose.

– ¡Ambas cosas!

La señora Morrison fue a despertar a Pablo y le puso el collar.

– ¿Por qué le puso ese nombre? -preguntó Arthur en el umbral de la puerta.

La anciana le confesó al oído que era el nombre de pila de su mejor amante.

– Yo tenía treinta y ocho años y él cinco menos, o quizá diez. A mi edad, empieza a fallar la memoria cuando conviene. Era un cubano sublime. Bailaba como un dios y era bastante más despierto que este Jack Russell, puedes creerme.

– La creo de todo corazón -dijo Arthur, tirando de la correa del perrito, que frenaba con las cuatro patas su avance por el pasillo.

– ¡Ay, La Habana! -suspiró la señora Morrison, volviendo a cerrar su puerta.

Arthur y Pablo bajaron por Fillmore Street. El perro se detuvo al pie de un álamo. Por algún motivo que se le escapaba, el árbol despertó de pronto un vivo interés en el animal. Arthur se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en un muro, dejando que Pablo disfrutara de uno de sus raros momentos de vigilia. Entonces el teléfono móvil vibró en el bolsillo y descolgó.

– ¿Qué tal la velada? -preguntó Paul.

– Excelente.

– ¿Qué estás haciendo?

– Oye, Paul, ¿cuánto tiempo puede quedarse un perro olisqueando la base de un árbol?

– Voy a colgar -contestó Paul, perplejo-, y me voy a la cama rápidamente antes de que me hagas otra pregunta.

A dos edificios de distancia, en el último piso de una casita victoriana que daba a Green Street, se apagó la luz del dormitorio de una joven neurocirujana.


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