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Lucas le solía decir a Marcos que el día tiene dos partes. «Casi todos los días tienen dos partes: el día en sí y cuando el día empieza a dejar de ser día.»

Decía que el día en sí era para hacer cosas, para ir y venir, para serrar si había que serrar y para hablar si había que hablar. Pero que cuando el día empezaba a dejar de ser día las cosas cambiaban bastante. Cuando el día empezaba a dejar de ser día era para contar. Para contar las idas y venidas, para contar qué se había hecho con la sierra y para contar con quién se había hablado y de qué. Para eso era, esencialmente, el final del día. Lucas le contaba a Marcos que había una tribu en Australia en la que elegían a una persona. «Eligen a una persona para contador de la tribu. El contador ve cosas y piensa cosas. Después se las cuenta a los demás, cuando el día se va acabando.» Decía Lucas que ése era su oficio, que no tenía que cazar el contador, ni cocinar, ni pelear…, que era el contador de la tribu y que ése era su oficio.

Todo eso lo había visto Lucas en un documental.

«Y en esa misma tribu les quitan la cabeza a las cucarachas; es como una afición de ellos», siguió diciendo Lucas. «Pero, aun así, sin cabeza, tardan nueve días en morir las cucarachas.» Al final, según Lucas, morían de hambre; no porque les faltase el cerebro o las ocurrencias -tan típicas de las cucarachas-, sino porque no tenían boca por donde tragar.

Ese triste secreto de las cucarachas lo había visto Lucas en otro documental diferente, pero mezclaba los dos documentales. Con precisión y estilo.

Lucas sufría bastante con aquellas cucarachas acéfalas, y por eso le decía a Marcos que no se preocupara nunca por la comida. Decía que decía el brujo de la tribu: «No os preocupéis; nunca os ha de faltar sustento. Del mismo modo que los dioses tienen contados los cabellos de vuestra cabeza, bien saben lo que necesitáis».

Esto lo había oído en la iglesia, claro; no en un documental, ni en una tribu.

Está claro, por lo tanto, que el día tiene dos partes: el día en sí y cuando el día empieza a dejar de ser día.

El día en sí

Diciembre era un mes bastante gracioso para Marcos. Don Rodrigo pensaba que claro, que a Marcos diciembre le parecía gracioso porque recordaba que en Argentina, en Sudáfrica y sobre todo en Australia era verano. Creía don Rodrigo que diciembre le parecía gracioso porque imaginaba Marcos al contador australiano en medio de la tribu, contando algo -al final del día, claro-, o porque se imaginaba a un peruano achicharrándose al sol en la plaza de Armas de Lima. En verano siempre. Porque todo el mundo sabe que la época del año que se ha elegido para el buen humor es el verano (telediarios, segunda edición; encuestas y estadísticas). Otra cosa muy distinta son, cómo comparar, el otoño y el invierno. El otoño y el invierno han sido elegidos, por periodistas, personas afines y moscas -comunes y especiales-, para deprimirse lo que buenamente se pueda. No tienen otra función el otoño y el invierno. Pero no. A Marcos le parecían igual de graciosos abril, Santa Águeda o lodos los Santos. Pero ahora era diciembre, y le tocaba pensar que diciembre le parecía un mes gracioso.

Marcos se puso los tirantes; los de colores, los de diciembre. Por encima un jersey, gordo y con dos agujeros: uno aquí y otro un poco más allí. Después cogió el reloj, la chamarra y la guitarra. El jersey era el más gordo del hemisferio norte, según palabras de la propia autora, tía de Marcos, y de más gente.

Cuando entró en la sala, vio a Lucas en la silla del ventanal. Tenía una revista de monte en la mano izquierda y parecía estar hablando con algo que volaba a su alrededor.

– ¿Llueve, Lucas? -dijo Marcos sin saludar, gritando casi.

Lucas se asustó. Pensó que las cosas no se pueden hacer así, sin avisar, gritando casi. Estaba claro que Marcos no entendía que los viejos tienen otro ritmo y que no se puede hacer todo corriendo, entrar en la sala, preguntar «llueve», gritando casi, sin ninguna clase de aviso, sin saludar, como un murciélago con gasolina.

– Mira en el paragüero -se enfadó Lucas.

Si la madera del paragüero estaba oscura, era lluvia o tiempo triste; si estaba clara, tiempo sano, y si estaba brillante, como sudando, bochorno. Eso decía Lucas. Que se lo había oído decir a un hombre que nunca se confundía en nada y que estaba muerto ya.

– ¿Vas a cantar? -preguntó Lucas.

– Más que a cantar a… -contestó Marcos, frotándose un dedo contra otro, haciendo el gesto del dinero.

Pero Lucas sabía que Marcos no era dinero; que Marcos era otra cosa. Que disimulaba. «Tiene que disimular», le decía Lucas a María, «tiene que aparentar que le gusta el dinero».

– Quédate cerca -le pidió Lucas.

Quédate cerca, quédate por estas calles, no te vayas a ir lejos. Siempre le pedía lo mismo Lucas. Para poder oírle desde casa. «Hay alguna canción tuya que no me disgusta», le decía a Marcos. «Mías, mías…, no son muy mías las canciones», decía Marcos.

– No. Voy a la estación; siempre hay gente en la estación.

Marcos se empezó a arrepentir nada más cerrar la puerta de casa. Por qué a la estación. ¿Y Lucas? Cuando salió del portal, miró hacia arriba. Desde la acera no se veía el ventanal de casa y tuvo que salir a la carretera. Entonces vio a Lucas en la ventana, mirándole. Sacó la guitarra de la funda y empezó a tocar la canción que tanto no disgustaba a Lucas. En medio de la carretera. Los coches pitaban convencidos de pitar, un hombre le insultó desde la acera, se acercaba ya un municipal, de luto y amarillo, convencido de que era Marcos persona de malvivir.

Lucas abrió la ventana para poder escuchar. Hasta que empezó a toser. Demasiado frío. Cerró Lucas la ventana, y Marcos corrió hacia la estación.

*

Una vez en la estación, vio Marcos a tres chicas entre otras. Y vio a una cuarta chica también; pero tenía demasiadas uñas aquella cuarta. Tenía doce uñas en vez de diez, o quince uñas en vez de diez. Por eso pensó Marcos que había visto a tres chicas entre otras y no a cuatro chicas entre otras.

Entró en el tren una corbata de unos cuarenta años. Dejó entrever, mediante gestos de asco y compasión, que no tenía él por qué estar allí, y «Tengo el coche en el taller, ya sabes», le aclaró a un desconocido, con el irreprochable objetivo de no privarle de la verdad absoluta. Después desglosó, no sin admirable suficiencia

analítica, la marca, el modelo y la relación de características más subrayables de Su Coche. El desconocido dijo que sí, que le creía, pero le señaló el libro que tenía en la mano, que si no le importaba iba a leer un poco, y que perdonase. Abrió el libro y salió Kafka.

Marcos empezó a tocar. Se le puso un niño delante, de unos siete años. Escuchó el final de una canción. La siguiente la escuchó entera. Después dijo:

– ¿Por qué eres pobre? -la bufanda no le dejaba decir frases demasiado largas y, en cuanto abría la boca un poco más de lo normal, metía cientos de pelusas hasta su garganta. Las bufandas son seres siniestros. Las bufandas de los niños más.

– Yo no soy pobre -le explicó Marcos, acordándose de las cucarachas-. Y tú…, ¿tú eres pobre?

– No, yo no: mi padre pasa muchas horas fuera de casa.

«Frío», pensó Lucas en el ventanal de casa.

*

«El calor no es sólo calor», pensaba María en verano. «El calor es dar un paso y empezar a sudar, y sentarse en el sofá, sin fuerza ni para suspirar, o cansarse después de leer cuatro páginas de una novela, y dejarla, y levantarse del sofá para ir a la cocina, y empezar a sudar otra vez.» El calor es la bufanda del niño que se preocupaba por la situación económica de Marcos.

Cuando más sufría María era cuando Lucas se ponía la gabardina, en verano. A pesar de todo le hacía gracia. Lucas enrojecía y empezaba a sudar. «Luego va a refrescar, Rosa», le anunciaba entonces a María, «Nevar va a hacer», le quitaba María la gabardina. Luego le decía que claro, que todo el mundo sabe que la nieve y el viento sur siempre han venido juntos.

Por eso esperaba María el día del cambio de estación. Debía ser un día oscuro, desde la mañana hasta la noche. Con viento feo y con lluvia. Entonces volvía a respirar María.

Ese día llegó el siete de septiembre, como podía haber llegado el veintiocho de agosto. María pasó cuarenta y tres minutos peinándose. Se puso tres sortijas y un collar. Los pendientes de su madre. Parecía que tenía los ojos pintados; los labios no. Se puso un sostén blanco, por primera vez en mucho tiempo. Y unos zapatos bastante nuevos. La blusa de la última boda (de hecho «Fue una boda bonita, eh, Lucas», «Yo no fui») y una falda gris y larga.

Nunca tuvo María demasiada habilidad para manejar el paraguas. En las escaleras de los arcos se acordó de Lucas: cuánto le costaban aquellas escaleras. Cada día más. Pensó María entonces que por eso hablaba Lucas tanto de los montes y de las expediciones a los montes. María todavía. Gracias a Dios.

Pero María tenía que estar pendiente ahora de lo que había salido a hacer. Cuando llegó a la plaza de los arcos, se paró frente a la puerta de la biblioteca. La puerta de la biblioteca era blanda; un poco húmeda también. Entró y, en el mismo portal, encontró tres flechas: biblioteca nueva, biblioteca antigua y bibliotecarios.

El bibliotecario era un futbolista de ojos azules. Estaba delante de un ordenador.

– Rulfo, Juan -pidió María, nerviosa; un poco nerviosa.

Escribió en el ordenador. Cuando apareció la información en la pantalla:

– Sólo tenemos dos -dijo el bibliotecario, como si la culpa fuese suya.

– Ése -señaló María uno de los dos.

*

Sacó Marcos la guitarra de la funda y empezó a tocar la canción que tanto no disgustaba a Lucas. En medio de la carretera. Los coches pitaban convencidos de pitar, un hombre le insultó desde la acera, se acercaba ya un municipal, de luto y amarillo, convencido de que era Marcos persona de malvivir. Aun así tocó la canción para Lucas, y tocó: por las paredes ocres, y luego tocó se desparrama el zumo, y un poco después de una fruta de sangre, y después cantó debe ser primavera, entre otras cosas que también tocó.

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