Murió un gorrión en el alero de una casa. El viento maltrataba una servilleta de papel de una pastelería. El poco cariño de los fontaneros municipales oxidó una fuente. Se rompieron dos losas de una acera cuando se les cayó encima el ordenador que un informático llevaba a arreglar. Un director de cine croata intuyó lo que puede ser una obra maestra el día que cumplió cuarenta y siete años, en el cuarto de baño. Los pijamas de algodón siguieron saliendo de la lavadora más pequeños que antes de entrar.
Marcos, María y Lucas estaban escribiendo, como si escribir fuese una cosa natural. María escribía en la cocina y en el cuarto de baño. Lucas escribía en la sala y escribía sobre pirámides, sobre tipos de chocolate y sobre murciélagos humildes. No ponía tildes, ni demasiadas haches.
Marcos escribía en la habitación, y escribía sobre una cosa y pensaba en otra. Pensaba en cómo le había lavado los pies a Lucas y en cómo le había cortado las uñas. Y cada vez que le cortaba una uña, Lucas decía el nombre de una de las ciudades que había conocido en la guerra. Y después de cada ciudad decía nombres de personas: Lleida -Enrique, Pedro, Baltasar-; Tarragona -Josep, Fernando…-. Y llamándose Baltasar, pensaba Marcos, y siendo de Lleida, no podía haber sido otra cosa que poeta ultraísta, y estaba claro que Fernando, de Tarragona, había sido el hijo boxeador de un zapatero anarcosindicalista.
También escribió Marcos algo sobre la música que se elige para el funeral de un compositor.
El día en sí
Parece ser que aquel puesto de trabajo que encontró Marcos en el periódico era lo mejor de entre lo mejor. De hecho, se reunieron mil siete personas, sin contar niños y ancianos, para participar en las pruebas previas a la preselección. Tras un test psicotécnico que describió alma y entrañas de cada uno de los candidatos, eligieron setecientas para la, todavía, preselección. Acto seguido, mediante un examen de nueve horas y cuarto, quedaron fuera otras trescientas personas (cuarenta y dos por selección natural). Pasada la preselección, llegó la pospreselección: dinámicas de grupo. Alcanzaron doscientos la selección en sí (dos entrevistas de doce y catorce minutos), y eligieron a cuarenta y cuatro para los cincuenta puestos que hacían falta. Casi todas las pruebas se hicieron con seriedad.
Marcos era uno de los Cuarenta Y Cuatro.
Los nuevos trabajadores hicieron un curso de doce horas para hacerse cargo de hasta el más mínimo detalle de sus puestos de trabajo. Las doce horas las hicieron en un mismo día, un viernes; en dos agradables tandas de seis horas cada una, eso sí. Algunos de entre los Cuarenta Y Cuatro dijeron que habían aprendido más aquel día que en toda la carrera. Marcos se angustió.
El lunes siguiente, Marcos cogió el tren a las seis de la mañana. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba una hoja de menta que había metido María y en el derecho una astilla del bastón de Lucas. Hacía una semana que se había astillado la punta del bastón, y Lucas estaba nervioso desde entonces. No sabía qué hacer con la astilla: la guardó seis días en el cajón y al séptimo se la regaló a Marcos. Marcos sabía que aquella astilla era importante, pero pensó, al mismo tiempo, que sus bolsillos eran lo más parecido a un bosque de Europa central, y que lo único que le faltaba era un jabalí o media docena de druidas.
Entró con cinco ojos en las oficinas. Una chica que no volvería a ver después de aquel día le enseñó su ordenador. Era una habitación sin ventanas, caldeada por diez personas más. Estuvo unos trece minutos sin saber qué hacer, hasta que un personaje empezó a sacudirle la mano. Era una especie de jefe de sección y lo único que le faltaba para ser la persona más perfecta del mundo era estar muerto o, por lo menos, herido de guerra.
Necesitó siete minutos y algunos segundos para explicarle a Marcos lo que iba a hacer en los próximos seis meses. En el ordenador apareció una tabla bastante fea. Marcos se angustió por segunda vez. La Especie de Jefe de Sección le pasó unos cuantos decagramos de fotocopias. El trabajo era pasar los datos de las fotocopias a la tabla del ordenador. Tenía que estar pasando datos ocho horas al día -nueve si se retrasaba-; cuarenta horas a la semana -cuarenta y cinco si se retrasaba-; tantas al mes y tantas, por supuesto, al año. Marcos se angustió. Por tercera vez.
A Marcos le empezó a apetecer un tiragomas en la mano.
*
Cuando Rosa perdió su primera hija, María decidió que no valía la pena hacer las cosas con prisa. Solamente había una cosa que hacía rápido María: bajar las escaleras.
Cierto día pisó un plástico amarillo en el segundo escalón y cayó rozando la barandilla. Del segundo piso al primero. Disfrutó el vuelo, sin embargo; hasta que se dio cuenta de que tenía serios problemas para ponerse de pie. Incluso se diría que le era imposible ponerse de pie.
Pasó hora y media sentada en el mármol de la escalera. Y el mármol de una escalera no es la cosa más cálida del mundo. Marcos llegó en el séptimo estornudo de María.
– ¿María?
– Aquí, tomando el sol.
– Pero.
– Estaría mejor en casa igual. ¿No crees? Igual me vas a tener que subir.
Marcos dejó la guitarra en el suelo, cogió a María en brazos y la subió hasta casa. Tuvo que hacer virguerías para abrir la puerta. María reconoció más tarde que ni en sus sueños más escandalosos había atravesado el umbral de su casa en brazos de un novio tan aprovechable.
Traía la cadera rota, y los primeros virus de la gripe.
Le dijo a Lucas que se había caído en la arista sudoeste del Broad Peak y que no habían hecho cumbre, que otra vez sería.
Marcos le hacía tres zumos todos los días y le lavaba la ropa y hacía la comida y planchaba las sábanas y le daba las medicinas y cuidaba a Lucas y colgaba la ropa y encendía la radio y movía el dial y le contaba cosas y limpiaba la habitación y la acompañaba al baño y le leía libros y le tocaba la guitarra. Y le cantaba María pintó una raya sobre la raya que otro pintó, y dijo que era una foca bailando… María tenía la impresión de que estaba en una huerta, hacía sesenta años, con sus amigas. Y le parecía que si empezaba a tirar piedras contra las figuras de cerámica o a jugar al truquemé, tampoco le iba a parecer a nadie tan extraño, porque estaba en una huerta, hace sesenta años, con sus amigas. De eso tenía la impresión María. Cuando Marcos estaba alrededor y cuando Marcos cantaba.
Lucas pasó semanas sin darse cuenta de que su hermana estaba enferma.
*
«Tengo un regalo», le dijo Roma a Marcos por teléfono, pero que no se lo podía dar hasta el día siguiente, «ya te lo daré mañana», que ahora se tenía que marchar al hospital. Marcos tuvo el regalo en mente toda la tarde, porque el día siguiente era 29 de septiembre o 2 de abril; porque no era una fecha de las aprendidas.
Y soñó con el regalo: encima de un puente, y Roma le daba un paquete envuelto en papel rojo, y Marcos intentaba abrirlo, pero el sueño iba cambiando de lugar, y estaba en un ochomil (¿Annapurna?), y no podía mover los dedos como él hubiese querido, por el frío, pero poco a poco estaba consiguiendo quitar el envoltorio, hasta que se dio cuenta de que estaba soñando y de que no merecía la pena abrir el regalo, porque total.
Marcos se seguía acordando del regalo mientras desayunaba. También Roma tenía algo en el estómago. Quedaron pronto. Era un paquete de tamaño amable, envuelto en rayas; no era el regalo del sueño, claro. Eso sí, lo abrió mucho más rápido que en el sueño. Después vio el regalo.
*
Lucas fue el primero en llegar. Últimamente era siempre el primero. Llegarán más tarde, pensaba, porque llevan ya tiempo muertos. De hecho, sabía bien poco sobre las costumbres de los muertos. La plaza miraba a la mar.
Se sentó en el pretil de piedra. Los del pueblo se sentaban en el pretil de piedra, no en los bancos de madera. Pero a Lucas le parecía tonto ahora: era marzo y la piedra no estaba caliente todavía. Se cambió a un banco de madera, aunque era segura la bronca de los amigos. Pero el genio de los muertos siempre es más llevadero. Se les derrite el genio a las personas que mueren.
Había un grupo de chavales al lado de Lucas. Casi no miraban a la mar. Hablaban de escarabajos y de canas y de fraudes informáticos y de si para verano iban a salir todas las hojas que faltaban en los árboles de la plaza y de que tenían que comprar más cuerda para escalar. Estaban en el pretil de piedra, eso sí.
Lucas estaba atento a lo que decían cuando llegó Matías. Apoyó la bicicleta en un árbol y se rió exageradamente, pero no dijo nada hasta que se sentó en el banco.
– ¿Te llegaron mis cartas?
– Claro -Lucas.
– ¿Y?
– Se las regalé a Marcos.
– Bien hecho.
Matías estaba joven; Matías estaba demasiado joven para estar muerto. Todos los muertos que recordaba Lucas eran viejos. Y pálidos. Menos Rosa. También Rosa era una muerta joven. Eso decía siempre Lucas. Que era una muerta joven y que todavía tenía tanta fuerza como para coger un tranvía en marcha.
Juan y Joaquín llegaron juntos, viejos y pálidos. Eran muertos de verdad, por lo tanto, ortodoxos, como Dios manda. Juan dijo algo sobre los bancos o sobre los pretiles de piedra, pero nadie le entendió. Joaquín venía más contento que nunca:
– Viene galerna.
– Qué galerna -protestó Juan-, la galerna fue ayer.
Eso es lo que dijo Juan, o eso es lo que creyeron los demás que dijo. Juan hablaba muy raro desde que se había muerto. Un poco antes de morir también, cuando enfermó. Algo le hizo la enfermedad en la boca, y seguía sin poder hablar bien después de haber muerto.
– Ayer hizo buen tiempo -le corrigió Matías.
Todos aceptaron entonces que en la víspera no había habido viento. Y en ese momento de calma llegó Tomás. Tomás pronunciaba las erres al revés y había sido capitán de la marina mercante. Sólo tenía media oreja.
– Matías, tenemos que hablar de la Repú blica -Tomás.
– Sí, señor.
Y hablaron de la República y de chicas y del vino y de los diputados de antes y de la galerna de la víspera y de la novia que tenía Tomás en Guinea y de los bailes y de los tangos y de Strauss.