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– Polillas sólo hay en las casas de los viejos -explicó María.

– Echo de menos a la polilla de casa, María, a don Rodrigo.

– ¿Y cuál es don Rodrigo? En casa hay cientos de polillas.

– Pero todas son una; todas son don Rodrigo.

*

– Anas -continuó Lucas-, tú también estuviste en la guerra, ¿verdad?

– Sí, Lucas; ayer me preguntaste lo mismo, y anteayer igual -dijo Anas, aburrido/orgulloso.

Lucas no hablaba de la guerra hasta que no se quedaban solos.

– ¿Y por dónde anduviste?

– En el sur.

– Yo en el monte, como las lagartijas, siete años. Todavía no sabía ni lo que era una polilla.

*

– ¡Pero todavía en la cama, so vago! -María entró en la habitación seria y rápido.

– … -Lucas.

– El médico me ha dicho que se acabó lo que se daba, que ni caviar ni nada ya, que a casa.

«Me voy, Anas», dijo Lucas, e intentó levantarse sin conseguirlo. «No vuelvas», se oyó desde la cama de Anas. María, mientras tanto, había llamado a una enfermera y estaban sentando a Lucas en la cama. Las piernas colgando.

– Te he comprado una revista de monte -le dijo María a su hermano.

– ¿Y cuál viene? -Lucas, feliz ya.

– El Annapurna y el Nanga Parbat.

– Déjame ver.

– Cuando lleguemos a casa.

Era difícil vestir a Lucas: cuando le ponían el calcetín izquierdo se quitaba el derecho y cuando le estaban atando la camisa se metía las mangas del pijama por los pies. Y lo hacía con virtuosismo y gracia.

– Me voy, Anas.

– No vuelvas.

María. Ficciones

Empiezas a mirar hacia atrás, ¿no? Y encuentras una barbaridad de recuerdos. Algunos bonitos. Pero luego piensas en tu edad y sólo treinta y cuatro años, en abril. Aun así, recuerdos tienes muchos, pequeños y bonitos algunos. Recuerdas, por ejemplo, cómo viste, desde abajo, desde muy abajo, cogida de la mano de tu padre, por primera vez, aquella noria gigante, y qué grande y qué brillante y sus hierros, unos oxidados y otros no, y qué grande era sobre todo.

A mí eso me pasa en el cuarto de baño. Cierro la puerta y tengo recuerdos. Normalmente recuerdos buenos. A veces me echan en cara que estoy demasiadas horas en el baño y que al salir no doy explicaciones. Lo que pasa es que los recuerdos no se pueden explicar. Eso es lo que pasa. Y, claro, mi madre se enfada. Seguramente porque está mayor ya, pero no hay que tenérselo en cuenta, no muy en cuenta por lo menos. Mi padre no. Mi padre no escucha nada, o ésa es la impresión que da, como si tuviera una abeja en cada oído, y parece más sosegado que mi madre. Caza polillas y las clava en un corcho. Luego pone el nombre debajo, casi siempre en latín. También escribe mucho. De ahí mi afición, creo yo. Pero él escribe mucho mejor que yo, y pienso copiar algo suyo aquí, en estos apuntes míos, si consigo coger su cuaderno, para demostrar que escribe mejor que yo y que gracias a él tengo yo esta afición.

La cuestión es que suelo entrar mucho al baño, para no tener que escuchar a mi madre y para recordar cosas.

Lucas. Ejercicios

Si tuviera algo importante que decir. De joven hubiera podido contar cosas. De la guerra y de antes. Pero he olvidado casi todas. Algunas no, porque están ahí, dando vueltas. Además, yo he leído poco y eso es lo que se suele decir, no, que para aprender a escribir hay que leer, mucho. Yo sobre todo revistas de monte. A mí me gustan los ochomiles: el Shisha Pangma mucho. Es el más pequeño de los ochomiles, 8.027 metros, y tiene un nombre que llena la boca al decirlo. Shisha Pangma. María y yo solemos jugar a ese juego, a que hacemos una expedición a un ochomil y a que hablamos por radio. Está bien, a veces. Si no se te congelan los pies, o las manos, o los dedos de las manos, que es lo más común. A mí me gustan los ochomiles. El Shisha Pangma, y también el Nanga Parbat. El Shisha Pangma es malo. Ha matado a mucha gente. También el K2. Pero el nombre del K2 no me gusta, tan pequeño, tan científico. El Annapurna sí, y el Lhotse y el Manaslu también, pero menos. María siempre ha leído más que yo. Tiene una habitación llena de libros y con una cama y con un sillón. También me gusta mucho el bastón. Y por eso dejaba abiertas las puertas del taller casi siempre. Cuando había viento no. El bastón me lo regaló Ángel. Luego se murió. Ángel era marino. Segundo oficial. Era inteligente Ángel. Pero le gustaba la carpintería y tenía un poco de envidia. Cuando estaba en tierra iba más que yo a la carpintería. Y me contaba qué chicas, allí, en Australia. Ahora creo que está cerrada la carpintería. También cuando hace sol. No quiero ni pasar por allí. Creo que están medio podridas las puertas. También me gusta el reloj de cuco. Sólo se ha parado una vez. Cuando murió nuestro padre. Bueno, el reloj se paró al de una semana de morir nuestro padre, pero como dice María, decirlo así es como decirlo con más cariño: el cuco se paró cuando se murió nuestro padre. María dice que hay formas y formas de decir.

Tengo un amigo en casa. Don Rodrigo. Don Rodrigo es una polilla pequeña. Marrón y nerviosa. Nunca se mueve en la misma dirección. «Tranquilo», le suelo decir a las noches, cuando viene a la bombilla. No me hace mucho caso, la verdad.

María ha sido maestra y sabe mucho. Eso dice la señora Verónica. Yo diría que ha leído mucho, eso sí. También los libros que no se podían leer. Yo sólo revistas de monte. A mí me gustan los ochomiles, las expediciones a los ochomiles y el cielo de los ochomiles. También Katmandú.

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