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El día en sí

Fue Marcos el primero en subir al muro. Eran algo más de dos metros. Se puso de pie. De idéntica forma a la que se pondría de pie encima de un muro de algo más de dos metros cualquier persona de treinta y cuatro años. Incluso cualquier persona de treinta y tres años. Después, toda su atención se fijó en el lápiz que llevaba en el bolsillo: quería comprobar si la escalada al muro había roto la punta. Pero la punta estaba intacta.

Después se puso de rodillas y cogió la mano de Roma. Y de haber una sola persona encima de un muro de algo más de dos metros, de piedra, pasó a haber dos personas encima de un muro de algo más de dos metros. Desde allí se veía perfectamente la zona trasera del caserón y una parte del jardín. Decían que era de un político la casa. De un político que respiraba con una máquina cuando no estaba en público y que, cuando estaba en público, decía que no pasaba un fin de semana sin coger la bicicleta y sin subir dos o tres puertos de montaña, y que hacía poco había subido el Galibier, con un amigo y con un belga que tenía una imprenta en Nantes.

Lo raro era que el político estuviera en casa. Iba y venía con la máquina de respirar. En la parte de atrás del caserón había cuatro ventanas. Las cuatro tenían las persianas bajadas. Roma respiró un poco.

Marcos saltó al jardín, sin tener en cuenta la dirección del viento. Se hizo daño en las plantas de los pies. Roma bajó de forma mucho más elegante. Por culpa de la falda seguramente.

El jardín era cuesta y era grande. El objetivo de Roma y de Marcos era el césped de la parte superior. Desde allí se veía todo el jardín. También unos litros de mar. No querían que les viera nadie: Marcos se tiró dramáticamente al suelo y, como en las fotografías de la Segunda Guerra Mundial, se arrastró un poco manchándose mucho. Roma se tumbó encima de él y le mordió la oreja izquierda.

Y fue así como llegaron a aquel trozo de césped de la parte superior de la casa. Y vieron todo el jardín y una banda azul que parecía que quería dar a entender que era la mar o una parte de la mar, y que lo mismo podía ser un toldo o una parte de un toldo (azul). Se sentaron en la hierba, juntos y formales: Marcos sacó el lápiz del bolsillo; Roma papel y una goma de borrar.

Habían entrado allí a jugar. El juego era simple: Marcos escribía, por ejemplo, No hay ambulatorios para los pájaros que van a África. Si Roma veía algún elemento que no le gustaba, lo borraba con la goma. Después introducía alguna novedad, que podía ser Los pájaros que van a África no necesitan tarjetas de crédito. Había veces, sin embargo, en las que la frase quedaba totalmente desfigurada; tal como Los pá jaros no necesitan subvenciones del gobierno para llegar a África. Entonces era Roma quien escribía la siguiente frase: Con las plumas de algunos pájaros que van a África se podrían hacer kleenex de lujo. Llegados a este punto, correspondía a Marcos usar la goma de borrar, pero frases así eran imposibles de corregir y lo que hacía era proponer una tercera: Habrá algún pájaro que se enamore de la hiena más fea de África. Roma entonces: Habrá algún pájaro que se enamore dela máquina de Coca-Cola de una calle de la ciudad de Nairobi. Pero Marcos: Habrá algún pájaro de los que vayan a África que tenga alergia a las máquinas de Coca-Cola de las calles de la ciudad de Nairobi y que prefiera quedarse mirando a una especie de lagartija que hace como que baila, encima de la arena o encima de una piedra.

Y viendo Marcos que el juego estaba totalmente echado a perder, cuando hacía Roma ademán de cambiar la frase, metía la goma de borrar entre dos botones de su blusa.

Y Roma hurgaba en el ombligo de Marcos.

Etcétera.

*

Rosario vivía sola desde que su hijo se mató en una pista de tenis y su hija había ido a casarse a la isla de Man. Aún más sola se sentía desde que se enfadó con los vecinos de arriba, con María y con Lucas (sobre todo con María), hacía ocho años. Sabía en todo momento, sin embargo, cualquier cosa que hicieran Lucas y María. Supo que estuvieron en el hospital y por qué, supo que María se cayó por las escaleras, supo que metieron en casa a un maleante. Y, cómo no, también sabía que aquel día, Nochevieja, tenían una invitada. Una chica pelirroja, la hija del dentista.

Y mientras comía un trozo de merluza que llevaba ciento diecisiete días en el congelador, Rosario escuchó palabras suaves en el piso de arriba, y un par de risas; después escuchó una discusión en tonos azules y grises, carcajadas, gritos con bufanda, más risas. Y cuando Rosario estaba masticando el segundo mazapán, se oyó una guitarra, y canciones tolerables al principio, más vivas después y pronto canciones impuras, de mal gusto, anticlericales.

Rosario, entonces, con toda la potencia de sus pulmones de setenta y ocho años y con medio kilo de mazapán en la boca, empezó a dar gritos mirando a sus vecinos de arriba: que qué escándalo era aquél, que se callasen de una vez. Como si le hubieran impedido dormir, como si hubiera tenido intención de irse a dormir.

Los primeros siete gritos pasaron desapercibidos arriba. El octavo fue un grito más corrosivo, y María pidió a los demás que estuvieran un poco en silencio. Se oyeron el noveno y décimo grito. María llenó una copa, de champán, y salió al viento sur del balcón. Empezó a hablarle a Rosario. Rosario abrió un poco el balcón cuando oyó la voz de María.

– Rosario -dijo María suave.

Rosario empezó a andar por la sala, tres o cuatro pasos, para volver enseguida a la puerta del balcón. No respondió.

– Rosario -María otra vez-, ven a tomar una copa, mujer.

Rosario no reaccionaba. María pensó que era un buen esfuerzo el que estaba haciendo, y le dolió que Rosario no contestara.

– En el purgatorio… -dijo María, pero empezó a toser y le entró un hipo como de gato. No sabía cómo acabar la frase-… no hay ni sofás.

María pensó que había dicho una cosa extraña. Y teniendo como tenía una ligera costumbre de despistarse cuando empezaba a pensar en algo, se le escapó la copa de la mano, y fue a estrellarse en los tiestos de Rosario. Ésta cerró rápidamente la puerta del balcón y sintió nervios en las manos. Dio cinco vueltas y media al salón antes de sentarse delante del teléfono.

Y llamó a la policía. Que los vecinos de arriba estaban venga a gritar, que no le dejaban dormir, que no hacían sino blasfemar, contra ella misma y contra algún cura y contra algún párroco, y que le habían tirado una copa de champán. El policía le dijo que sí, que tenía unos vecinos que eran el Mal en persona, pero que en aquel momento había mucho trabajo en la comisaría y que no iban a poder ir. Y le siguió diciendo que, si quería, tendría mucho gusto en ayudarle a preparar el contraataque, que para eso estaban. Le aconsejó que hiciese ella lo mismo y que les tirase otra copa a los vecinos de arriba, pero que en vez de llenarla de champán, la llenase de licor de color rojo; que toda salpicadura de licor rojo siempre reviste de cierta vistosidad a cualquier evento bélico de tamañas características.

*

Marcos empezó en la nuca y, bajando por la columna, hizo que su dedo llegase a la cintura. Roma estaba desnuda.

*

A Lucas siempre le había parecido que las vías que utilizaba la compañía del ferrocarril para limpiar los trenes, no eran para limpiar los trenes; siempre le había parecido que eran para matar trenes. Se veía claramente que les costaba respirar a los trenes, que tenían una tos fea. Esa era la impresión que le daba a Lucas. Era una impresión sencilla, eso sí, sin ramificaciones.

Lucas solía andar entre los vagones cuando no estaba Rosa. Hablaba con los que limpiaban los trenes. Ahora había tres chavales; hacía cuarenta años un viejo: Arturas. Eran elegantes las conversaciones entre Arturas y Lucas. ¿Mucha basura, Arturas? Menos que en el infierno. (…) ¿Qué tiempo va a hacer, Arturas? Mejor que en el infierno.

A Lucas le gustaba estar cerca de las ruedas de los trenes. Desde los andenes de las estaciones no podía ver las ruedas, pero sí desde allí; era un privilegio estar allí. Y solía coger un clavo en el taller y hacía dibujos en la roña de las ruedas, y algunos dibujos seguían en el mismo sitio al de una semana, cuando los volvían a traer a limpiar, pero muchos de ellos no eran ya ni siquiera dibujos, eran un poco más de roña encima de la roña de antes.

Cuando decidía que ya había andado lo suficiente entre vagones, se acercaba al balcón de la estación. Para Lucas era el balcón de la estación porque dejaba ver toda la parte baja del pueblo, y los últimos árboles, y el monte, y las setas, si se era joven y se tenía buena vista. Pero había niebla entre los árboles, el monte y las setas. En lugar del bochorno del pueblo. No una niebla caliente; una niebla simpática y una niebla como Dios manda.

Entonces se despedía de la estación y de quienquiera que estuviese limpiando los trenes, y andaba hacia la niebla. Andaba seguro. Y torcido. Conocía muy bien las calles cercanas a la estación: la panadería de Juan, la casa de su tía (la sopa de su tía), la plaza. Pero daba la vuelta a una esquina, y aparecían casas que no había visto nunca, rojas casi siempre, y otro parque y niños y madres nuevas. Lucas dejaba de estar tranquilo entonces. No entendía las calles nuevas.

Se sentaba en un pretil sin personalidad, se mareaba. No sabía el camino de la niebla. Ni el de casa. Casi siempre se le acercaba un policía municipal entonces.

– ¿Otra vez, Lucas? -le decía.

Lucas no le solía conocer, hasta que llegaba a su lado y le veía la barba.

– ¿Adónde ibas, Lucas?

– A la niebla -contestaba-. O a casa.

El municipal cogía a Lucas del brazo y le acompañaba a casa, igual que si estuviera dando de comer a uno o dos peces tropicales.

*

Roma se tumbó boca abajo, o bien esperó sentada. Marcos se puso al lado de Roma, o bien encima de ella. Roma dijo algo y Marcos respondió. Roma se arrodilló después, o bien se apoyó sobre su costado. Marcos cayó de la cama. Roma sonrió, o bien quedó mirando el siete de la sábana. Marcos cogió el cuello de Roma, o bien al revés. Marcos vio un anticiclón en las Azores; Roma en Gran Sol.

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