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Cuando más aire necesitaba Marcos, sintió un mechón en la boca. Liberó la mano que estaba trabajando y trató de que su boca recuperase su función. Roma, menos alterada para entonces, intentó ayudarle.

Marcos dijo algo; Roma respondió. A Roma se le escapó un sonido, y Marcos se dio cuenta de que le estaba aplastando el muslo izquierdo con el codo.

Marcos empezó a utilizar un idioma especial; Roma también. Marcos dijo «lura, Roma» y Roma dijo «lura kidu» y «leda idus». Y siguieron diciendo palabras no tan significativas y de sentido mucho más oscuro.

*

Hay personas, según Marcos, a las que no queda más remedio que inventarles trozos de biografía. Sobre todo a aquellas que tienen dos, tres y hasta cuatro biografías diferentes. A los que, por ejemplo, estuvieron en la guerra de jóvenes, en el manicomio después y en las últimas patadas de la vida habían sido empresarios o algo peor. O a los que habían nacido y habían muerto en unos altos hornos pero que, en algún momento, habían pensado en dejar el trabajo e intentar conseguir una beca de pintura de la diputación.

Las biografías más aprovechables eran las que aparecían en los veranos de las ciudades. Como la del hombre que intentaba decir algo moviendo una especie de muñecos al lado de la fuente de la catedral. Marcos lo miraba con tensión: tenía siete muñecos y llegaba a mover hasta cuatro al mismo tiempo. No decía más que siete palabras; todas con acento totalmente sancionable.

Nació en Dresde, en 1947. El cuarto de siete hermanos. Ya desde pequeño le prohibieron dos cosas: la bicicleta y comer manzanas compartidas. También escribir cuentos. Y no los escribía pero se los contaba a sus hermanas pequeñas hasta que se enteró su padre. A partir de entonces, no le quedó otra solución que pensarse un cuento de vez en cuando. Sólo para él. Imaginaba oyentes diferentes, eso sí: algunos le increpaban; otros, los que no entendían el cuento, llegaban incluso a enfadarse, y la mayoría se quedaba como al principio. Había unos pocos, pobres de espíritu seguramente, que, después de escuchar el cuento, intentaban simular gozo o, los más instruidos, empatía. Así es como entendió que tenía que seguir mejorando los cuentos, que hacer un cuento no es abrir una botella de gaseosa o coger una babosa parda en el hábitat de la babosa parda.

Fue también su padre el que le matriculó en la universidad, como si para entonces no hubiera tenido dieciocho años. Allí lo enrevesaron de arriba abajo. Hasta convertirlo en ingeniero.

Acabó los estudios, y pasaron tres días y una tarde antes de que lo contratara una empresa. A partir de entonces salía a las siete y media de trabajar y era muy feliz de ocho menos cuarto a nueve de la noche.

Sería, posiblemente, el ser más inteligente de la empresa y, para el segundo año, tenía un cargo largo y un sueldo largo. Salía a las ocho y media de trabajar y era muy feliz de nueve menos cuarto a nueve de la noche.

Un día cumplió cincuenta y un años, y veintisiete días antes pidió la mañana libre en el trabajo para ir al dermatólogo. No llegó a la consulta. Un sobrino lo vio mirando al Elba, a las once y cuarto de la mañana, en calzoncillos. Allí es donde empezó a pensar el cuento de los siete muñecos, hasta que sintió un poco de frío y un poco de escándalo por todas y cada una de las aberturas del calzoncillo. A la hora de cenar.

Cuando el día empieza

a ser más noche que día

María estaba en la cocina. Lucas en la sala. Marcos no estaba. Sonó el timbre. María abrió despacio. Había un cuadro de unos dos metros en la puerta, junto a las escaleras. Un cuadro vistoso. María se asomó un poco: quería ver quién era el ser humano que había traído aquello. «¿Sí? ¿Quién es?» Llamó a Lucas entonces. Vino Lucas. «Un cuadro vistoso», dijo. Luego dijo «¿Quién lo ha traído?». «No sé.» También Lucas se asomó, con el mismo gesto que su hermana: «¿Sí?». En la escalera olía a alubias.

María no hubiera sabido definir el cuadro; no lo quería definir, además. O hubiera dicho, como mucho, «Un cuadro vistoso». Lucas lo hubiera definido diciendo «Vaya, vaya», o diciendo «Un cuadro vistoso».

María ya estaba cerrando la puerta cuando salió Marcos de detrás del cuadro. Con la mano izquierda sostenía el lienzo; con la mano derecha hacía gestos de interpretación poco clara. Lucas se alegró. También María se alegró, pero sin querer alegrarse.

– Regalo de Roma -dijo Marcos.

– ¿Para ti? -María a Marcos.

– Para Lucas -Marcos.

Lucas se derritió con el regalo y fue a contárselo a don Rodrigo. También María se derritió un poco.

– Es artista Roma, entonces -María a Marcos.

– No: médico -Marcos.

*

María no hizo mucho caso a Lucas. Pensó que su hermano seguía igual, que hablaba y hablaba pero no decía, o decía muy poco. O ni siquiera pensó todo eso; lo único que preocupaba a María en aquel momento era un bizcocho que poco a poco estaba tomando forma de zepelín marrón. Sin más.

Lucas se enfadó un poco. Se enfadó porque creía que lo que había dicho era importante. Hizo un ruido de enfado y se fue hacia la puerta. Anduvo con decisión. Hasta que se dio cuenta de que no sabía adónde iba.

– ¿Marcos? -le preguntó a María.

– Leyendo. En el cuarto -María preocupada.

Llegó al cuarto de Marcos después de entrar en todas las habitaciones de la casa y darse cuenta de que no eran el cuarto de Marcos.

Marcos cerró el libro al ver entrar a Lucas. A éste le gustó mucho el gesto; de hecho, creía que era importante lo que tenía que decirle y que merecía que cerrase el libro. Se sentó en la cama y esperó a que Marcos le preguntara. Marcos le preguntó a ver si quería decirle algo.

– Ando soñando cosas raras, Marcos -dijo al final.

– Qué cosas raras.

– Ando soñando que Rosa está muerta.

*

– ¿Y dónde trabaja Roma? -le preguntó María a Marcos.

– En el hospital.

– ¿Y está contenta?

– Es ginecóloga.

*

Aparecieron imágenes del interior de la catedral San X en la televisión. Tenía columnas gordas y ángeles gordos en las esquinas. El suelo estaba sucio, y las esculturas eran de piedra, igual que el aire. No se oía la voz del locutor. En el fondo, detrás del altar, estaba Jesús, en la cruz. Ése no es Jesús, dijo Lucas, Jesús estaba en mi taller. Allí estaba. Ese no es Jesús. Para los que vayan a la catedral puede que sea. Para mí no. El mío estaba en el taller. ¿Dónde está el tuyo, Marcos? Todo el mundo tiene uno. También María. En San Nicolás. Al final todos serán el mismo, seguramente. O, como mucho, habrá dos o tres en total. A Marcos se le ocurrió entonces que Bekebul era un bonito nombre para una lagartija criada en casa.

Después de la catedral apareció un helicóptero en pantalla. Debajo del helicóptero estaba Mozambique. No era Mozambique, sin embargo, lo que se veía en la televisión, sino el agua que tapaba Mozambique. Era una inundación Mozambique. Y la gente seguía en las copas de los árboles, esperando a los helicópteros. Pero había pocos helicópteros en Mozambique; o demasiadas personas.

*

– Voy a empezar a buscar un trabajo de oficina -Marcos.

– ¿Para qué? -María.

Marcos se quedó mudo.

– ¿Y la guitarra? -Lucas.

Marcos se volvió a quedar mudo. Y cada vez que le hacían quedarse mudo le dolía el estómago, y un poco la zona de las costillas.

*

Encendieron la televisión, cerca de las diez. Al parecer habían muerto tres personas en un partido de la selección brasileña o en un acto del carnaval. No se podía entender muy bien la noticia; estaban dando las dos informaciones -el partido de la selección y el carnaval- al mismo tiempo. Después se oscureció la pantalla. Eran imágenes del universo. En palabras del locutor «… según estudios de importantes científicos» dado el extraño comportamiento de una estrella que está «cerca» de nosotros «nuestro planeta podría sufrir daños irreparables», sobre todo en Siberia. «De todos modos, lo que tenga que ser ocurrirá dentro de ciento veinte años, y nosotros no estaremos, seguramente, en Siberia dentro de ciento veinte años, ja, ja.»

El locutor se rió ja-ja.

Marcos

Ahora por lo menos tengo esa opción: pasar todo el día en casa sin sacar la guitarra de la funda. Leer, comer, leer, mirar por la ventana, leer. Hasta la noche. Pero esa especie de vacación tiene un inconveniente; inmenso, no obstante: se me enfrían los pies. Y parece un problema insulso a primera vista, pero puede llegar a ser un enfriamiento de hasta diez horas. Y puedo estar leyendo la mejor literatura que se haya hecho nunca y no disfrutar, porque tengo los pies fríos.

Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas.

Lucas está cada vez peor. Por una parte es bonito ver la enfermedad de Lucas, pero, aun así, me gustaría verle como para hacer cualquier cosa; me gustaría ver un Lucas de mi edad, por ejemplo. De todas formas, Lucas está más tranquilo desde que Roma viene más a menudo a casa. Le cambiamos los pañales Roma y yo. Y eso puede parecer dramático (si se es una persona dramática, como los notarios). Pero nosotros nos reímos de los pañales y de lo que significa tener que ponerse pañales. Porque somos igual de niños que Lucas, o igual de niños que los mismos pañales, o igual de niños que los adhesivos de los pañales, que a veces, sin previo aviso, dejan de adherir. No porque tengan una razón seria y contundente, sino porque se les ha metido entre ceja y ceja que no quieren adherir, y lloran y berrean, antes de cumplir su función y cerrar el pañal de forma impecable e higiénica. Y tanto a Roma como a mí nos parece bien ser igual de niños que los adhesivos de los pañales; si no podemos ser-por ejemplo- escritores o directores de cine, lo mejor que podemos hacer es ser igual de niños que un adhesivo de un pañal, que a veces adhiere y que otras veces no le da la gana de adherir.

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