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Roma quiere ir a Lisboa. No tengo dinero.

Lucas. Ejercicios

Eran gente curiosa los faraones. Hacedme una pirámide aquí, para cuando me muera. No, así no. Más grande. Quinientos siete esclavos para hacer la pirámide. Cuarenta y tres muertos al final de la pirámide. Algo habrían comido que no les sentó bien. Lo he visto en la televisión. Las pirámides. Pirámides grandes. Pero los reyes eran peores. También lo he visto en la televisión. Los reyes ponían sus imágenes en las catedrales: Jesús, los apóstoles, ángeles y los propios reyes (Abelardo IV, por decir uno). ¿Qué tipo de cielo le dieron a Abelardo cuando se murió, después de echar a perder la catedral? Seguro que le dieron un trozo de cielo más pequeño que a los faraones, y más sucio. Y bien sé que a los faraones les dieron uno de los trozos más sucios. Pero don Rodrigo me ha dicho que Abelardo IV fue uno de los reyes más católicos y que no puede ser que no le den cielo. Me da igual. Que le den cielo también a Abelardo, porque no se puede dejar a nadie sin cielo, pero que le den un trozo sucio o, por lo menos, desaseado.

No sé si Rosa me creía. Yo creo que sí. Que las cosas que hacía con ella delante del espejo no las había hecho nunca antes, ni con nadie más. Y se lo he seguido diciendo después de que se murió. Me acuerdo perfectamente de aquella vez que le puse la mano debajo de la falda, en el tranvía, y de cómo retorció ella el dedo entre los botones de mi pantalón, y que ya sé que no fue más que un segundo, pero que no fue un segundo normal, que fue un segundo deportivo. Fue un segundo como los segundos de las olimpiadas, que no son segundos normales. Los segundos de las olimpiadas están un poco más rellenos que los demás segundos, y valen un poco más y pesan un poco más también. Por eso se lo sigo diciendo a Rosa, ahora que está muerta: «Aquel segundo fue un segundo como los segundos de las olimpiadas». Rosa no me contesta casi nunca. Seguramente no le explicaré bien lo de las olimpiadas.

El mundo es más pequeño de lo que se piensa. Es mucho más pequeño que el cementerio, por ejemplo. Yo he visto el mundo por la televisión, y es bastante pequeño.

Tengo mala gana. Hoy me he caído tres veces yendo al cuarto de baño. Lo más curioso ha sido que no me he metido en el cuarto de baño al final, sino en la cocina. María no ha visto con muy buenos ojos que yo hiciera mis necesidades dentro de la caja para guardar patatas. La verdad es que yo tampoco lo he visto con muy buenos ojos. Ahora me he dado cuenta de lo que he hecho. Me lo ha explicado Marcos. Están a gusto Marcos y Roma. Pero tienen un problema grave. No hay tranvía aquí. Hace tiempo creo. Es importante el tranvía. Yo me pasaría días en un tranvía. Hasta el Karakorum en tranvía. Para ver los ochomiles por una vez, aunque sea desde abajo. Los ochomiles también son bastante pequeños. Lo he visto en la televisión. Hay expediciones que han hecho cumbre en programas de media hora escasa.

Roma

Al final nos pasamos la vida calculando cosas. Empezamos sin darnos cuenta de que estamos empezando, y llega un mes de invierno en el que ya sabemos, sin ninguna duda, que no podemos parar de calcular.

Empezamos a calcular, ya un poco seriamente, cuando estudiamos la carrera. Cuánto tiempo vamos a necesitar para hacernos médicos: a) si somos buenos estudiantes, pasaremos, más o menos, X años en la universidad; b) si somos estudiantes del tipo ya-estudiaré-cuando-acabe-la-película, tardaremos X+l o X+2 años, según el metraje de las cintas y la capacidad de los guionistas para marear de aburrimiento, y c) si somos estudiantes tragicómicos, en cambio, podemos llegar a tardar hasta (x+N)2 años. Entonces decidimos que igual lo mejor es el grupo A, pero que tampoco pasa nada por saltar al grupo B un par de veces al año. Que es incluso bueno. También tres veces. Cuatro ya no. Pero estar en el grupo A nos lleva a calcular cuánto tiempo necesitamos para cada curso y para cada semestre y para cada examen.

La carrera no la hacemos en balde, claro; no la hacemos porque tengamos una necesidad asfixiante de cultura. No. El objetivo es mucho más noble: conseguir trabajo. Y entonces empezamos a calcular cuál es el mejor trabajo. Y cuando conseguimos trabajo empezamos a calcular los días laborables, y cuando los días laborables son demasiado largos, pasamos a calcular las horas laborables, sobre todo cuando no hemos dormido bien.

Y es entonces cuando calcular ya es vicio. Y aplicamos el cálculo también a la pintura. Fíjate, a la pintura, que utilizamos para no ser todo el rato médicos y para no estar todo el rato calculando. Y calculamos, por ejemplo, cuántas pinceladas tenemos que dar para pintar el cuadro más relevante de nuestra generación. La cuestión es que querríamos un nombre entre los críticos de arte; antes de cumplir treinta años, claro.

Pero todos los cálculos son teóricos, por supuesto, como los ascensores que no se estropean o los hipopótamos de patas limpias. Y de repente pasa algo que no tenía que pasar, claro. Empezamos un cuadro que es difícil de acabar o, más que difícil, que es imposible de acabar. O Marcos nos toca en un sitio que no estaba previsto que nos tocase, y sentimos algo por la espalda que parece que es algo que se acaba de inventar.

Entonces empieza una pequeña crisis, claro; una crisis que nos lleva a pensar que todo cálculo es falso. Pero nos tranquilizamos enseguida, y sistematizamos también las excepciones (el cuadro, Marcos) y los metemos en nuestro programa de cálculo, en el apartado Curiosidades de De Vez En Cuando (CD-VEC).

Y, felices ya, cuando vemos que nuestros cálculos se van ajustando, nos damos cuenta de que el trabajo no es sólo el trabajo, sino cuarenta años de trabajo, mínimo, y nos dicen que ha muerto una chica que estudió la carrera con nosotros, anteayer, y que todavía no saben qué puede haber sido.

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