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El Día de Todos los Santos se venden bastantes flores, de Colombia la mayoría. Las expediciones del Shisha Pangma hacen un nuevo intento; no tienen conocidos en los cementerios. Y en la radio ponen sinfonías, en caso de lluvia o frente nuboso.

El día en sí

Lucas le dijo a María que no quería ir al cementerio, que estaba cansado y que quería ver las olimpiadas en la televisión, y que, si tenía tiempo, iba a leer el artículo del Annapurna en la revista, que le faltaba la mitad. Luego le explicó que uno de los de la expedición lo estaba pasando mal y que le decían que se volviera, que venía tormenta, que se veía claro en el cielo y en las ciento veinte pulsaciones por minuto que tenían.

María le dijo que el Annapurna no se iba a mover, que los dioses llevaban horas sin mover montañas, y que tenía días y días para ver las olimpiadas y solamente el Día de Todos los Santos para ir al cementerio.

Lucas se empeñó en que ya iría al cementerio dentro de dos semanas, que por qué hoy, que sólo faltaban doce días para que se acabasen las olimpiadas y «¿Por qué hoy, María?», que no lo entendía.

Cuando se vio sitiada, María le ofreció chocolate, para que se dejara de olimpiadas y Annapurnas y fuera al cementerio. Era un soborno el chocolate. Al principio se resistió Lucas, pero pronto empezó a imaginarse un Annapurna todo de chocolate, y pensó que era posible que en la retransmisión de las olimpiadas no hubiese atletismo, sino hípica, y que la hípica también era olimpiadas, pero un poco menos que el atletismo y que la gimnasia, y que se iba a aburrir igual viendo hípica y en el cementerio, pero que en la hípica se iba a aburrir sin chocolate.

– Si no nos damos prisa -dijo Lucas cogiendo la gabardina-, no llegamos a la misa.

*

En la estación solía haber más gente, eso sí, pero a Marcos le gustaba la avenida para tocar la guitarra. Era peatonal y era sin trenes. Por eso le gustaba más. Pero le gustaba, sobre todo, desde que empezó a recibir avisos.

Marcos tenía alguna manía. Nunca tocaba, por ejemplo, en el mismo sitio del día anterior. De un día para otro se movía, por obligación, nueve metros o cinco milímetros; pero, eso sí, cinco milímetros por lo menos, con tal de no tocar en el mismo sitio del día anterior. Así empezaron los avisos en la avenida: todos los días encontraba Marcos lienzos doblados hasta la angustia en el lugar del día anterior, debajo de una piedra, en una alcantarilla. Eran cuadros. Eran cuadros a pastel, cuadros con colores por todos los sitios. Eso eran en general. Las pinceladas tenían sentido del humor. Y eran avisos todos esos cuadros.

Y al ser avisos, tenían que tener algún significado, seguro; pero debían de ser avisos en sánscrito o, como mucho, avisos en esperanto, porque entender se entendían, pero poco.

Y estaban firmados: Roma Malo. Y la firma sí; la firma tenía un significado claro: «Me llamo Roma Malo y es Roma Malo la que te manda este aviso». Eso era lo que significaba. Roma Malo.

Estuvo a punto de coger el listín telefónico. Buscar el teléfono de Roma Malo, llamar a Roma Malo. Pero no, el listín no. Tenía que ser de otra manera. Pero tampoco estaba para perder el tiempo; podía aburrirse Roma Malo. Entonces se acordaba del listín otra vez. Pero no, era fácil el listín.

Una mañana encontró el cuarto lienzo en la avenida. Pero se atragantó un poco, porque había estado lloviendo. Se había mojado una esquina del lienzo, a pesar de estar bien metido entre dos piedras. Lo sacó con cuidado y empezó a desdoblarlo con la misma paciencia con la que comen los gatos las aceitunas. Lo primero que vio fue la firma, totalmente seca. Roma Malo.

El lienzo estaba mojado en el centro: el agua había esparcido los colores. Ya no eran pinceladas derechas, ya no eran líneas; ahora era un círculo en color. Y le parecía a Marcos, no se sabe muy bien por qué, que ese círculo era su respuesta a Roma. Y que el agua había contestado por él. Ese círculo que había hecho el agua era su que sí, su claro que sí, Roma, cómo no. Así quiso creerlo Marcos. Después tocó algo pensando en Roma, hasta que sintió la difícilmente delegable necesidad de expulsar ciertos líquidos de su cuerpo, cosa que en ningún modo impide el pensamiento romántico, pero que lo excluye, en cualquier caso, de su carácter sublime.

*

Desde la casa de Lucas y María hasta el cementerio había veintisiete balcones de madera. Lucas pensó que sería curioso morirse en el camino del cementerio. Pero no le apetecía morirse todavía; no antes de la final de cien metros lisos. Además, si llegase a morir en el camino del cementerio traería un grave problema a la conciencia de María, porque había vendido a su hermano por unas pocas onzas de chocolate, que era bastante peor que negarlo tres veces antes de que cantara el gallo. Por eso iba mirando Lucas a los balcones de madera y a las cesiones que hacían los perros al municipio en forma de volúmenes semicilíndricos y marrones. Y cuando vio y contó el balcón número dieciocho, se dio cuenta de que bajo su zapato cambiaba de forma uno de aquellos volúmenes semicilíndricos y marrones. Se empezó a reír, y María le preguntó «¿Qué?», porque no había visto, y le volvió a preguntar «¿Pero qué?», y fue entonces cuando se dio cuenta y ella también se empezó a reír. No se reían por el olor del zapato de Lucas, por supuesto; reían porque si algo había todavía que les hiciese disfrutar, era entrar en los céspedes a limpiarse las suelas de los zapatos (los Días de Todos los Santos sobre todo). Entraron, pues, a un césped y empezaron a restregar los zapatos contra la hierba, y gimieron y aullaron y barritaron, para escándalo de una mujer que pasaba por allí y que había tenido una educación ligeramente desacompasada.

*

– ¿Sí? ¿Quién es? -dijo María en el teléfono.

– ¿María? Teresa -respondió la prima de María, Teresa.

– ¿Todo bien?

– Todo bien.

– Dime.

– Mira…, ese chico que habéis metido en casa…

– No hemos metido; entró él solo.

– Peor.

– Pues él está bastante a gusto.

– Mira…, la familia cree…

– Hombre, la familia.

– Hombre no, María, las cosas son así.

– ¿Las cosas? Por favor.

María colgó clinc.

*

A Roma se le enredó un pelo entre los dedos. Estaba pensando delante de la ventana y esperaba ver a alguien. Pero el pelo no le dejaba estar atenta a la calle; de vez en cuando tenía que dejar de mirar por la ventana para vigilar su mano. Si es que quería desenredar el pelo. Pero no era tan fácil: un extremo del pelo había creado una especie de vínculo amistoso con la manecilla del reloj. Era un pelo rojo. Bastante indeseable. Como todos los pelos rojos. No le gustaba a Roma su pelo rojo. En otoño llegaba a odiar su pelo rojo. Pero era un odio moderado. Y, a decir verdad, así, aislado, parecía rubio incluso. Y se alegró Roma de su pelo rubio, hasta que empezó a pensar en las personas rubias y en las ansiedades que tenían y en los desasosiegos que tenían.

Tiró del pelo y lo rompió. Parte de él quedó, sin embargo, enganchado en la manecilla. Y era el rabo de una lagartija roja y coleaba igual. Volvió a mirar a la calle. Le faltaban veinte minutos para coger el coche, para ir a trabajar. Se acercó más a la ventana. Si no lo veía entonces, no vería a Marcos en todo el día. De hecho, Roma llamaba Marcos a Marcos, aunque no lo conociese; igual que podía llamarle Santos o llamarle Félix. Pero había decidido Marcos, y era Marcos desde el primer día; y había decidido, del mismo modo, que los padres de Marcos se llamaban Mateo y María.

Marcos tenía una nariz suculenta. «Se llama Marcos, seguro», pensaba Roma, y luego pensaba «nunca ha venido tan tarde», y luego pensaba «igual está enfermo».

Se apartó de la ventana y volvió a acercarse al cuadro. Era un cuadro imposible de acabar. No se dejaba acabar el cuadro. Willem decía que siempre hay un cuadro difícil de acabar. Roma cogió el pincel. «Es más», decía Willem, «casi todos los cuadros son difíciles de acabar». Roma dio una pincelada después de estar nueve minutos pensando. Cuanto más se sabe de pintura, más difícil es acabar los cuadros. Eso decía Willem.

Tiró el pincel en el aguarrás y corrió a la ventana. Corrió con insolvencia. Se ahogó. No había llegado Marcos todavía.

Roma se tenía que empezar a vestir. Fue al dormitorio y se quitó la ropa de casa. Dudó delante del armario, qué ponerse. De pronto se le ocurrió que Marcos podía haber llegado en aquel momento y, tal y como estaba, medio desnuda -en ropa interior-, cruzó toda la casa, hasta la ventana. Abrió la cortina escandalosamente, mucho más de lo que necesitaba para ver la calle. Y le dio un poco de vergüenza, porque Marcos podía estar allí abajo, mirando hacia arriba, y porque ella llevaba una ropa interior enormemente didáctica.

Pero Marcos no estaba en la avenida, y Roma llegó siete minutos tarde al trabajo, y además «igual está enfermo».

*

Lucas se desató despacio los botones del pantalón. Vio una hormiga en la pared y dio un paso a la izquierda. No les sientan bien los líquidos a las hormigas. Se angustian con los líquidos. Pero no fue demasiado grande el paso que dio Lucas hacia la izquierda, porque María le había encontrado un buen sitio para desahogarse -detrás de la estatua de un mausoleo-, y estaba a dos pasos de quedarse a la vista de todo el mundo, en un cementerio grande, un Día de Todos los Santos. El ángel del mausoleo tenía cara de entender poco. Y cuando estaba Lucas en mitad del desahogo, se dio la vuelta y apuntó a los pies del ángel. Le emocionaba pensar que bajo aquel mausoleo estaba el antiguo alcalde, o algún diputado.

Quiso, sin embargo, el destino, que es analfabeto la mayoría de las veces, que una chica que venía de dejar flores en los nichos viese toda la virguería de Lucas. Le dedicó éste una cariñosa sonrisa y la joven, con el mismo tipo de cara del ángel del mausoleo, intentó una sonrisa similar, convirtiendo aquel encuentro en algo parecido a una recepción episcopal. La chica desapareció rápido, como desaparecen los dolores musculares y como desaparecen las cosas que desaparecen rápido.

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