Lucas se ató los botones y se acercó a María. Ocho minutos para la misa. No había sillas (detalle importante para Lucas, cansado incluso antes de salir de casa). Lucas tocó el hombro de la persona que tenía delante. Era un hombre serio y gordo.
– ¿Por qué ha venido hoy aquí? -le dijo Lucas.
El hombre giró su kilo y medio de gafas, miró a Lucas y volvió a retomar la postura, sin llegar a contestarle.
María sudó de risa. Lucas, entonces, torció el cuerpo hacia la derecha y preguntó a una señora maquillada:
– ¿A qué ha venido aquí?
– A visitar a la familia -dijo la mujer. Con voz de jirafa. De cría de jirafa.
– ¿Y por qué hoy?
Quedó muda. Contestó su amiga por ella (otra señora maquillada):
– Porque es el Día de Todos los Santos -con voz más parecida a la de una jirafa. A la de una cría de jirafa.
Lucas dijo «¡Ah!» y dio un paso hacia atrás. Quería seguir la encuesta. La risa ahogó a María, y perdió de vista a su hermano. Para cuando quiso darse cuenta, no había nada parecido a Lucas junto a ella. María, nerviosa, buscó por todas partes, pero ni rastro de Lucas. Salió de entre la gente y buscó.
Viendo que no estaba en los alrededores y sufriendo un poco más cada minuto, María habló con cuatro hombres que hablaban de boxeo y de jerséis. Los hombres movilizaron a casi toda la familia que, cómo no, había ido al cementerio a visitar a la familia y, con una sistematización no exenta de uno o varios líderes, buscaron en cada milímetro cuadrado de cementerio hasta que, dentro de un panteón, alguien gritó Aquí.
María se acercó al panteón -Familia Gandarias- y bajó las escaleras. Lucas estaba tumbado en la mesa de mármol, en el centro de las tumbas.
– ¡Lucas!
– ¿No estás cansada, Rosa? Ven a la cama -le dijo a María.
Se necesitaron tres personas para bajar a Lucas de la mesa. Tardó cerca de dos minutos en subir las escaleras, y arriba lo recibieron con aplausos. Aplaudieron todos, a excepción de aquellos a los que les daba rabia aplaudir cuando la situación no estaba hecha para aplaudir, y a excepción, claro está, de la familia Gandarias y satélites de la familia Gandarias.
– ¿A casa, Lucas?
– A casa, María -dándose más cuenta.
Anduvieron entre plantas, hacia la puerta del cementerio.
– ¿Vamos a ver a Rosa? -María.
– Rosa no está aquí -Lucas.
*
Roma aparcó mal el coche, como si tuviera prisa. Las escaleras de la plaza las subió despacio, sin embargo. Estaba cansada, del trabajo, le sudaban los reflejos, y le parecía que a veces las escaleras bailaban y que otras veces se derretían. Pensaba sin orden, con muchas comas, con frases interrumpidas, con frases muy cortas o con frases exageradas. Y de la misma forma que le daba igual la gramática, le daba igual todo lo demás, y era capaz de hacer cualquier cosa, y era capaz, también, de quedarse sin hacer nada. Le gustaba estar así además. Porque cuando estaba así dormía con holgura. Y cuántas escaleras. Y ponerse el pijama. Y dormir.
Andaba poca gente por la calle. Roma pensaba en Marcos, y pensó que ya no estaría en la avenida, que hacía frío para estar en la avenida. Sintió algo ocre. Algo ocre mezclado con azul cobalto, porque no había visto a Marcos en todo el día, ni ahora, ni antes de ir a trabajar. Por eso decidió no pensar más en Marcos y pensar en sus cuadros y en los cuadros de otras personas. Y pensó en los óleos y en el aguarrás.
Y se acercó a la avenida pensando en todo eso, y no se oía música. Tenía los cuadros en la mente, pero un trozo de cerebro se daba perfecta cuenta de que era demasiado tarde y de que no se oía música y de que Marcos debía de estar en casa ya. Por eso se asustó Roma cuando vio una guitarra en el suelo y cuando vio, al lado de la guitarra, a Marcos, de rodillas, leyendo un libro irlandés.
«Tener un gramófono en cada tumba o guardarlo en casa. Después de la comida, el domingo. Pon al pobrecillo bisabuelo. ¡Craa-haarc! Holaholahola mealegromuchísimo craarc mealegromuchísimodeverosotravez holahola gromuchi copzsz. [1] Recordar la voz como la fotografía recuerda la cara.»
Roma abrió los ojos como se abren los cubos de basura, y se le llenaron de hormigas, rojas y negras, malas algunas, amables en general. Sin pensarlo mucho, o habiéndolo pensado demasiado, Roma se puso delante de Marcos, esperando. Marcos siguió leyendo hasta que se dio cuenta de que alguien le estaba mirando. Levantó los ojos y se le llenaron de hormigas, rojas y negras, comunes dos o tres, librepensadoras la mayoría.
– ¿Roma? -dijo.
– Roma -dijo Roma.
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Encendieron la televisión y vieron al Papa. El titular era El Papa en la India. Cami naba por una explanada importante (despacio, eso sí); por una explanada que podía ser el propio aeropuerto o la parte delantera de un palacio. Lo acompañaban políticos hindúes o actores contratados para la ocasión. Lo que más se veía por la televisión era el calor de la explanada, y el Papa, vestido con la sabiduría de todo protocolo (setecientas diez capas), debía de perder de tres a cuatro kilos por cada paso y medio que daba. Tendría sed seguramente.
Durante el mismo día había visitado la tumba de Mahatma Gandhi. En una explanada más ancha y más calurosa. Eso vieron, al menos, la angustia de Marcos y la angustia de Lucas. Llegó el Papa hasta Gandhi y empezó a tambalearse, a marearse, hasta perder el equilibrio. Apareció una mano por la izquierda de la pantalla; sostuvo al Papa.
– Ya jubilarán a ese hombre algún día -dijo Lucas.
– No se puede jubilar -María.
– ¿Por qué?
– El cielo de la India también: no hay otro -María.
– Bien a gusto pasearíamos el Papa y yo -explicó Lucas-: Alrededor de la estación. Despacio, eso sí.
– Los ojos de los hindúes -gritó Marcos-, fíjate en los ojos de los hindúes.
– Le hablaría de Rosa -Lucas-, al Papa.
*
– He empezado a escribir un cuento -le dijo María a Marcos.
– Ya era hora. ¿Y?
– Bien. Al principio es un cuarto de baño, y una chica hablándole al cuarto de baño; al final todo lo contrario.
*
Lucas gritó Marcos, Marcos, Marcos, desde el sofá, como si le tuviera que decir algo importante. Marcos llegó corriendo y se sentó al lado, como diciendo qué pasa o como diciendo no tendrás algo malo. Lucas le dijo que había catorce grados en Lisboa y tres en Dublín. Que en Viena habían reunido a los mejores músicos del mundo para formar una orquesta extraña a favor de algo. Que un político le había tirado el micrófono a otro. Que en Australia habían necesitado un camión lleno de bomberos, dos ambulancias y cuatro artificieros para rescatar un koala de un precipicio.
Lucas dijo todo con ilusión, como si fuera uno de los organizadores del concierto o, más aún, como si fuera uno de los músicos; uno de Belgrado, por ejemplo. O si no del mismo Belgrado, de las afueras de Belgrado.
Marcos agarró el cuello de Lucas, de la misma forma que se agarran los cuellos de los koalas a punto de despeñarse. En Australia.
*
Lucas estaba solo delante de la televisión. Eran las olimpiadas, los saltos de longitud. Lucas se divertía como siempre, calculando la distancia de los saltos antes que los jueces. Al final ganó Thompson. Después dudó: no estaba seguro si se llamaba Thompson, o se llamaba Smith, o Reynolds. Pero pensó que no, que claro que se llamaba Thompson, y se acordó del inglés que conoció de joven, que también se llamaba Thompson. Se le ocurrió que el de la televisión podía ser un nieto del inglés. Pero el saltador era negro y el amigo de Lucas pelirrojo, y más tarde se acordó de que lo habían fusilado en Madrid y de que no tenía hijos. Novia sí; novia sí tenía, en su pueblo, en Cardiff, y fue el propio Lucas el que le escribió a la chica, que era pelirroja también. Lucas siguió recordando, y recordó que el pelirrojo no se llamaba Thompson, sino Johnson, y que era un buen chaval y que siempre parecía que tenía el pelo limpio, aunque no tuviéramos tiempo de lavarnos.
– Ha ganado Jackson -le explicó a María cuando entró en la sala.
– Ha ganado Johnson el salto de longitud -le dijo a Marcos tres horas después, cuando llegó a casa.
*
Antes de conocer a Lucas, Marcos no sabía que en el mundo había catorce montañas de ocho mil metros. No sabía dónde estaba Katmandú. No sabía lo que podía ser una cosa llamada Annapurna. Pero nada más conocer a Lucas supo que el Shisha Pangma era el más pequeño de los ochomiles y que tenía una forma curiosa y un peligro importante también; supo que una expedición japonesa pasó de largo al lado de unos colombianos que se morían en el segundo campamento, y supo que alguien había dicho que el Nanga Parbat (8.125 metros) era como una hiena, pero que no se reía y que tenía colores diferentes, y que en eso no se parecía a las hienas.
Lucas llevaba días nervioso; la televisión no hacía más que anunciar un reportaje sobre la última expedición al Shisha Pangma. Y cada vez que veía Lucas el anuncio, llegaba a contárselo a Marcos tres veces.
Al final contagió a Marcos, claro. Y esperó el reportaje con las mismas ganas que Lucas. Pero la víspera del programa Lucas amaneció con dolor de garganta, y con un poco de fiebre, y no pudo mirar al Shisha Pangma con toda la atención que hubiese querido.
*
– Que de joven escribías -le dijo Marcos a María-. Me lo ha dicho Lucas.
– Bueno… -María.
– ¿Y ahora?
– Por favor.
– ¿Por qué por favor?
– Ahora no tengo…
– No vas a tener. Un cuento aunque sea.
– Por favor, Marcos.
*
– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.
María. Ficciones
Aunque se lo explicara, no lo entendería mi madre. «Tonterías», diría. Diría que tengo que estar con ella, «sobre todo ahora», diría. Me diría que ahora que se ha muerto mi padre. Y volvería a decir «tonterías». No lo entendería. Mi madre.