Y estuvieron cerca de una hora haciendo planes para el futuro.
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Hacía calor-oficina en la oficina. En la oficina de Marcos. Entraban allí familias enteras de moscas, con maletas en las manos. Las maletas las llevaban, en realidad, el padre y la madre; las pequeñas llevaban pelotas de plástico y bolsas de cerezas.
Cerca del oído de Marcos pasó un moscón de desproporcionada melena. Por octava vez. A pesar de que tenía un zumbido bastante estándar, Marcos dobló el cuerpo hacia delante, porque estaba seguro de que, tarde o temprano, el moscón acabaría chocando contra sus ojos o contra sus labios. Y eso sí que no. Estuvo varios segundos agachado. Estuvo agachado hasta que se dio cuenta de que estaba presionando con la nariz la letra ñ del ordenador.
Cuando las moscas se marchaban o, simplemente, se morían -debajo de un cable o en un cenicero-, Marcos se quedaba mirando a sus compañeros. Parecía que estaban cómodos; eran cocodrilos los compañeros de Marcos. Tenían la misma actitud que tiene todo cocodrilo que se sienta delante de un ordenador. Y parecía que iban a seguir así cincuenta y ocho horas, o sesenta horas, o las que hiciera falta, porque quién iba a sacar la empresa a flote si no. Pero no. Primero se levantaba Álvaro. Siete segundos después Andrés. Casi al mismo tiempo Elvira. Miguel después. Pilar. Ruth. Alberto… Treinta y nueve segundos más tarde no había nadie que no estuviera en el cuartucho al lado de la oficina. Marcos se quedaba solo.
Este repentino abandono de las obligaciones laborales parecía espontáneo, incluso improvisado. Pero no. Era la hora del café. Y no había más remedio que tomar café. A todos los cocodrilos les gusta el café. Les tiene que gustar el café. Y si hay alguno al que no le gusta el café, dice que le sienta mal al estómago y que prefiere tomar manzanilla. Que tampoco le gusta mucho, pero que es la única manera de estar con los demás.
Marcos seguía pensando que la hora del café no era una simple hora del café, sino una especie de tentempié erótico. Era la primera fase del proceso de reproducción de los cocodrilos. Pronto se casarían entre ellos y pronto empezarían a tener crías, de piel dura y ojos marrones. No había otra forma de explicar aquella afición de los cocodrilos.
Marcos pasaba las horas del café mirando los extintores de la pared. Sin levantarse de la silla.
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Lucas estaba comiendo un trozo de turrón delante de la televisión. En la pantalla se veían imágenes, pero la voz estaba quitada. Marcos entró en la sala y se sentó al lado de Lucas sin quitarse los zapatos. Lucas le ofreció turrón.
En la televisión apareció una manada de científicos (porque lo que está claro es que los científicos se miden en manadas). Estaban en un yacimiento arqueológico. La cámara enfocaba un pequeño hueso que tenía un científico en la mano. En la siguiente escena apareció una mesa alargada; encima de la mesa, en fila, un montón de cráneos; al lado de los cráneos un científico de más edad. El científico tenía buena planta y movía los labios de forma muy acompasada y virtuosa, pero era grande el esfuerzo que tenían que hacer Lucas y Marcos para entender algo, teniendo en cuenta que la televisión seguía sin voz.
También había pinturas en el yacimiento. Eso era lo que estaba intentando demostrar la cámara. Eran, sobre todo, dibujos de caballos. Pero había un poco de todo. Fue entonces cuando Lucas le prestó más atención que nunca a la televisión: miraba, sobre todo, a los caballos. Y también un poco a todo lo demás. Tiró la manta que tenía sobre las piernas y corrió a su habitación (como si Lucas pudiera correr). Volvió de la misma, con un cuaderno y con un lápiz. Empezó a imitar las pinturas del yacimiento en el cuaderno -los caballos sobre todo, pero también algún otro-, y dibujó caballos peculiares, y parecía que era contemporáneo de los pintores del yacimiento y que iba a cumplir veinte mil años el 9 de abril y no noventa y tres.
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Marcos tenía una única costumbre brillante: de vez en cuando entraba en el baño, se acercaba exageradamente al espejo y escudriñaba sus ojos. Sobre todo los alrededores de los ojos -pocas veces el color-: Párpados, cejas, pestañas. Tenía unas pestañas lustrosas, de las que ya le gustaría a más de un gato. Eso era lo que decía Roma. También María. Lucas no: Lucas sólo le decía que no fuera tonto, que aprendiese a escalar ahora que podía. Ya quisiera tus pestañas más de un gato, le decía María. Las pestañas de Marcos eran bastante más negras que los ojos de los hindúes.
Se dio cuenta un día, sin embargo, de que tenía varios vacíos entre pestaña y pestaña, y de que cada vez que se tocaba los ojos se le caían tres o cuatro. Se acordó de Roma entonces. Al principio se acordó de Roma de una manera bastante razonable: Roma con una bata blanca, Roma desnuda, Roma pelirroja -eran escasas las pestañas de Roma-, Roma mojada, Roma mojada por la ducha. Luego recordó la discusión que había tenido la tarde anterior con Roma y la relacionó con la caída de las pestañas. De hecho, todo el mundo sabe que disgustos de esas características debilitan las pestañas y han hecho desprenderse de sus respectivos ojos a miles de pestañas, en la historia de las pestañas.
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Le dio pena a María tener que volver a casa. La cuestión era que había una luz curiosa en la calle. Una luz que se veía muy pocas veces; que únicamente se veía cuando en el mismo día había habido, por este orden, viento, sol, tormenta, viento, sol, lluvia, sol. Entonces, y sólo entonces, aparecía esa luz por la tarde. Y las cosas se empezaban a ver mejor, y personas con una cantidad de dioptrías tal como para hacer el ridículo dondequiera que fuesen, descubrían, entre otras cosas, que habían puesto un reloj en la pared de la iglesia. En 1888.
Pero nada más pisar la sala se dio cuenta María de que la luz era capaz de entrar dentro de la casa y de que también dentro de la casa hacía que las cosas se viesen mejor, más definidas. Subió rápidamente las persianas y corrió las cortinas. Hasta entonces no había visto que Lucas estaba allí, en el sofá. Estaba mirando Lucas a una mesilla de madera oscura. Se notaba que llevaba ya tiempo en la misma postura.
– ¿Qué tienes, Lucas?
– ¿Qué es esto, María? -dijo Lucas señalando la mesa-. ¿Chocolate?
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«Has oído, Lucas, 4.000 millones un cuadro. Es decir, que a un señor le hicieron un encargo en el siglo XVI o en el siglo XIV, ¿no? Que tenía que hacer un retrato de la sobrina de Carlos, de Felipe o de Duncan, ¿no? Y la sobrina de Carlos, de Felipe o de Duncan era feísima; o no digamos que era feísima, digamos que no era muy fotogénica. Y el personaje que recibió el encargo no era, por supuesto, un personaje vulgar; era un pintor de renombre. De triple o cuádruple renombre, cómo no, en el siglo XXI. Pero el cuadro lo hizo sin demasiadas ganas, porque estuvo siete días con descomposición, o porque le habían cogido un hijo para la guerra. Y ahora ha comprado el cuadro el Ministerio -lo ha dicho la televisión: 4.000 millones-. Porque hasta un niño de tres años sabe lo importante que es el patrimonio cultural; por eso, un niño de tres años nunca dejaría manosear a nadie las cucarachas que hace con plastilina verde y con plastilina amarilla. Por eso y porque no le pagan 4.000 millones.»
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Hacía tiempo que Lucas no se separaba mucho de la cama. María aprovechaba para decirle a Marcos:
– He visto triste a Lucas. Dice que le duele.
– ¿Dónde? -Marcos.
– Dice que no sabe dónde, pero que le duele. Y que tiene frío. Y estamos en agosto. Y que le duele, que le duele mucho.
Marcos
Es curioso, y también es pintoresco, quedarse dormido delante de la televisión y al despertarse ver a una persona con pasamontañas. Eso es lo que me pasó a mí. Me quedé dormido en el sofá y vi un pasamontañas nada más despertarme. La verdad es que me descoloca un poco. Quiero decir Marcos. Quiero decir el subcomandante. No sé si me gusta, si me da rabia, si me cae bien. Por una parte lo puedo imaginar sentado en una piedra, entre árboles, y puedo imaginar cómo pasa una araña cerca de su pie y cómo la pisa, la araña, con más fuerza de lo que se necesitaría para una araña, y con un poco de mala leche también. Y eso me angustia. Pero luego se me ocurre que tiene la suficiente habilidad como para escribir cosas como ésta: «Frente a un espejo cualquiera, dése cuenta de que uno no es lo mejor de sí mismo. Pero siempre se puede salvar algo: una uña por ejemplo…». Y entonces me voy tranquilizando. Pero me vuelvo a angustiar de la misma. Porque no tengo ni la más mínima dificultad para imaginar a Marcos dando órdenes. Como si dar órdenes fuera una cosa normal. Y sigo sin saber si me gusta, si me da rabia, si me cae bien. Pero lo que sí me gustaría, seguramente, sería hablar con él. Estar un rato hablando con él.
Ayer le lavé los pies a Lucas. Los tenía fríos, como una foca. Le tiré agua ardiendo al principio y más templada después. Y le hice cosquillas. Porque las cosquillas calientan los pies, igual que leer la Biblia. Al final se animó un poco; se empeñó en que también me los quería lavar él a mí.
He leído un artículo hoy, sobre la trepanación. Hace tiempo que sé lo que es la trepanación, y me ha hecho ilusión saber que sabía. Es una palabra explosiva: trepanación. La trepanación es hacer un agujero en el cráneo o en cualquier otro hueso. En personas vivas. No con una pistola, claro; las trepanaciones las hacen los médicos, y cientos de curanderos, y algún particular. Pero la cuestión principal es que es una palabra explosiva. Trepanación.
Lo de las hormigas es muy diferente. Lo tengo bastante demostrado. Lo único que hay que hacer es elegir una hormiga que pasee confiada por cualquier mesa (a 75-90 centímetros del suelo). Pegarle, acto seguido, un pititaco (con dedo gordo y, sobre todo, con dedo corazón) y tirarla al suelo. Es seguro que siga con vida, y que salga corriendo; más desorientada, eso sí. Una hormiga es como un hueso. En los huesos se hacen trepanaciones; en las hormigas no.