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– Por las escopetas, comprendo -dice Colin-. Ellos tienen diez, les tomamos tres. Les quedan siete. Y nosotros, con nuestras cuatro escopetas y las tres que les tomamos, tenemos siete. Estaremos pues iguales. Y los cartuchos también, es una buena idea, ya que tenemos tan pocos.

Silencio. Los miro. Por más que nadie tenga voluntad para decirlo es la primera parte del trueque lo que no comprenden. Me siento bastante cansado, pero hago un esfuerzo y retomo la palabra:

– Evidentemente, ustedes se dicen: los caballos, tenemos bastantes ya: Malabar, Amaranta, Lindo Amor, sin contar a Malicia. Ustedes se dicen, no son los caballos los que dan leche. Bueno. Pero traten de ver la situación real en cuanto a los caballos en Malevil. Malicia, por el momento, inutilizable. Lindo Amor también, ya que alimenta a Malicia. Quedan dos caballos, para montar o para hacer trabajar: Malabar y Amaranta. Yo digo que dos caballos para montar para seis hombres válidos, no es bastante, porque entiendan bien una cosa (me inclino hacia adelante y acentúo con fuerza), es necesario que todos aquí un día u otro aprendan a montar. ¡Todos! Y les voy a decir por qué: antes del día del acontecimiento, en el campo, el muchacho o hasta la chica que no había aprendido a manejar, era el pobre tipo. Y el pobre tipo, ahora, va a ser el tipo que no sabe montar y que no tiene caballo. En tiempo de paz, como en tiempo de guerra. Porque si combatimos, para caer como el rayo sobre el adversario, o para huir si perdemos, no queda más que el caballo. El caballo, ahora, reemplaza todo: la moto, el auto, el tractor y la autoametralladora. Sin caballo, en la hora actual, no eres nada. Eres de la infantería, eso es todo.

A la Menou y a la Falvina no sé si las he conmovido, pero a los hombres, sí. No es el argumento guerrero, es el del estatus el que ha ganado. El pobre tipo definido como el hombre sin caballo. Exactamente como estaba definido antes del día del acontecimiento el cultivador sin tractor. ¡Ah, esa locura del tractor en nuestro rincón! ¡Un tractor para propiedades de diez hectáreas, y hasta dos! Uno compraba uno nuevo de 50 CV endeudándose y se quedaba con el viejo de 20 CV, para ayudar. ¡Como el vecino! ¡Uno no se podía arreglar con menos! ¡Para diez hectáreas cultivables y el resto de bosques!

Para algo sirve la locura, puesto que he podido operar la transferencia de prestigio del tractor al caballo.

Se vota. Incluso las mujeres están a favor. Doy un suspiro de alivio y de fatiga. Me levanto, todos me imitan y en la algazara que sigue me acerco a Meyssonnier y a Thomas y les digo en voz baja que quisiera hablar con los dos en mi habitación. Están conformes. Vuelvo a pedir silencio y digo:

– Mañana tengo la intención de asistir a la misa y comulgar, por lo menos si Fulbert me autoriza, porque no tengo intención de confesarme.

Esta declaración los deja pasmados. Siembra la cólera entre los unos (pero estos se contienen, puesto que en seguida van a verme en privado) y la alegría entre los otros. Y especialmente en la Menou, por una razón particular. Porque se había peleado a muerte con el cura de Malejac antes del día del acontecimiento, porque por falta de confesión, no le había querido dar la hostia a Momo. Y ahora espera a que si Fulbert me lo concede, su hijo podrá pasar por la brecha que yo habré practicado.

– Los que se confesarán, harán muy bien en ser muy prudentes si se le hacen sobre Malevil -siempre el "se"- preguntas indiscretas.

Silencio. -¿Preguntas cómo? -dice de pronto Jacquet que ya tiene miedo, sabiéndose débil e influenciable, de decir demasiado.

– Bueno, preguntas sobre las armas que tenemos, y también sobre nuestras reservas de vino, de grano y de chacinados.

– ¿Y qué tengo que decir si hace preguntas como esas? -dice Jacquet, lleno de buena voluntad.

– Dices: eso, no lo sé. Habrá que preguntarle a Emanuel.

– Vamos a ver -dice el gran Peyssou, con la carota partida por una sonrisa y poniendo su grueso brazo sobre la musculosa espalda de Jacquet. (Se entienden muy bien, esos dos, desde cuando el segundo aporreó al primero.)-. Vamos a ver, para estar seguro de no equivocarte respondes así a todo. Ejemplo: el Fulbert te pregunta: ¿Hijo mío, has cometido el pecado de la carne? Y tú contestas: ah, eso, no lo sé. Hay que preguntárselo a Emanuel.

Nos reímos. Nos reímos con Peyssou, porque está tan contento con su broma, y nos reímos de Jacquet quien recibe algunas palmadas. Está encantado. Con todo, en Malevil hay otra atmósfera que en El Estanque.

En mi habitación, unos minutos después, la charla es bastante tensa con Thomas y Meyssonnier. Me reprochan vivamente que entre en el juego de Fulbert (y hasta, horror, el comulgar) en lugar de poner de patitas en la calle a ese sacerdote abusador. Les explico mi posición. Tengo miedo de un conflicto armado con La Roque, ese es el fondo del asunto. Y no quiero dar a Fulbert el más mínimo pretexto -material o religioso- para fomentarlo. Por eso le he cedido la vaca arreglándomelas para debilitar su poder combativo. Y por eso también abrazo la religión de la mayoría. Es un compromiso. Y un compromiso, por lo menos deberías comprender lo que es eso, Meyssonnier. Tu partido bastante los ha usado, antaño. (Meyssonnier pestañea.) En cuanto a Fulbert estoy casi seguro que no es un sacerdote. ¡Al seminarista pelirrojo lo inventé de cabo a rabo y Fulbert se acordó de él! Total, un impostor, un aventurero, un hombre totalmente sin escrúpulos. E incluso muy peligroso. Si ustedes fueran sensatos, tú y Thomas, también asistirían a la misa. No es una verdadera misa puesto que Fulbert no es sacerdote, y no será una verdadera comunión, puesto que no habrá consagración.

No puedo llegar más lejos, creo, con mis esfuerzos de persuasión y gozo en secreto ese colmo de la ironía: convencerlos de asistir a la misa asegurándoles que es "falsa".

En ese momento rascan en la puerta de la pieza. No golpean, rascan. Me quedo quieto, miro a mis dos huéspedes, luego mi reloj. Una de la mañana. En el silencio, vuelven a rascar. Tomo mi carabina de la repisa que Meyssonnier me ha instalado contra la pared frente a mi cama, hago una señal a Meyssonnier y a Thomas de armarse, levanto el cerrojo y apenas entreabro la puerta. Es Miette.

El tiempo de sonreír a Thomas, a quien esperaba encontrar ahí, y a Meyssonnier cuya presencia le extraña, y luego con sus manos, sus labios, sus ojos, sus pestañas, su torso, sus piernas y hasta sus cabellos, me habla. Es un método espontáneo que no tiene nada que ver con el lenguaje manual de los sordomudos que nunca aprendió, y que por otra parte yo no comprendería. Me cuenta cosas sorprendentes. Cuando acompañó a Fulbert, después de la comida, a su pieza, él le pidió que volviera con él cuando todo el mundo se hubiera dormido (un dedo girando circularmente para decir "todo el mundo" y las dos manos planas sobre su mejilla recostada para decir "dormir"). Tiene la sospecha que es para hacer el amor (aquí un gesto de una crudeza indescriptible). Habiendo visto luz en mi cuarto (el dedito de la mano derecha levantado y con la otra mano dibujando una aureola en la extremidad del dedito para significar la llama), subió para preguntarme si yo estaba de acuerdo.

– No me opongo -dije al fin-. Haces lo que quieres, Miette. Nadie te fuerza, ni en un sentido ni en otro.

Bueno, voy, dice su mímica, por cortesía y por gentileza. Pero sin ningún entusiasmo.

– ¿Entonces no te gusta, Miette?

Bizquera y manos juntas (Fulbert), luego la mano derecha sobre su corazón y por fin el índice de la misma mano es sacudido de derecha a izquierda con vigor delante de su nariz. Hecho esto sale y cierra la puerta detrás de ella. Los tres estamos clavados delante de la puerta cerrada.

– Hay que ver, ese -dice Thomas.

– Hubieras podido oponerte -dice Meyssonnier, con la mirada dura y el entrecejo fruncido.

Me encojo de hombros. -¿En nombre de qué? Sabes muy bien que el principio es dejarla hacer lo que quiere.

Los miro. Están furiosos y ultrajados como maridos engañados. Es un sentimiento paradójico y hasta un poco cómico, porque al fin y al cabo no estamos celosos los unos de los otros. Probablemente porque todo sucede en el interior del grupo, a la vista y paciencia de todo el mundo. No hay engaño ni desvergüenza. Nuestro arreglo comporta incluso un aspecto institucional completamente tranquilizador. Mientras que Fulbert, no sólo no pertenece a nuestro grupo, sino que ha actuado con la mayor hipocresía. Thomas y Meyssonnier me hacen ver que si Miette no hubiera sido tan leal, ni se hubieran enterado de su "adulterio". No pronuncian la palabra, porque de todos modos tienen el sentido del ridículo, pero la cosa no está muy lejos de su mente. No hay más que verlos hervir de rabia.

– ¡Qué puerco! -dice Meyssonnier, y como el francés no le basta, lo dice también en dialecto.

Thomas asiente, saliendo por una vez de su impasibilidad.

– En todo caso -dice Meyssonnier con tono amenazador- vas a ver cómo les voy a decir mañana a Colin y a Peyssou de qué modo el Fulbert ha pasado la noche.

Exclamo, asustado:

– ¡No se lo vas a decir!

– ¿Por qué? -dice Meyssonnier-. Tienen derecho a saberlo ¿no te parece?

Es verdad, tienen derecho a saber cómo también ellos han sido engañados. Sobre todo Colin, que lo fue doblemente.

– Y hasta se lo diré a Jacquet -agrega Meyssonnier con los puños cerrados-. El siervo tiene los mismos derechos que nosotros.

Intervengo otra vez, cediendo algo para no perderlo todo.

– Díselo a Colin, pero no a Peyssou. O mejor espera para decírselo cuando Fulbert se haya ido. Conoces a Peyssou ¡sería capaz de romperle la jeta!

– Y haría muy bien -dice Thomas, con los labios apretados.

En cuanto a Miette, ni una palabra, y hasta estoy seguro, ni un pensamiento de reprobación, sino al contrario, la certidumbre que el furbo de Fulbert ha abusado del sentimiento del deber y de la hospitalidad de la pobre chica. Estoy seguro también que si propusiera ir a despertar en seguida a Colin, Peyssou y Jacquet, y entre todos derribar la puerta de Fulbert y tirarlo afuera con su burro, la proposición sería aclamada. No deseando de ninguna manera vivir esta escena, me contento con soñarla. Y cuando imagino a los seis maridos engañados precipitándose a la habitación y dándole una paliza al amante de su mujer, me pongo a reír.

– No hay de qué reírse -dice Meyssonnier con severidad.

– Vamos, vete a acostar. Lo que está hecho está hecho.

Ese truismo tranquilizador no surte efecto en él, en ellos debería decir, porque Thomas, aunque hable menos, rabia igual.

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