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I

En la Escuela Normal teníamos un profesor enamorado de la magdalena de Proust. Bajo su férula estudié, admirado, ese famoso texto. Pero ahora, con más perspectiva, me parece asaz literaria la tal. Bueno, sé muy bien que un sabor o una melodía traen a la memoria, nítidamente, el recuerdo de un momento. Pero es una cuestión de pocos segundos. Una luz breve, el telón cae y el presente, tiránico, ahí está. Volver a encontrar todo el pasado en una masita ablandada por una infusión, qué delicioso sería, si fuera cierto.

Estoy pensando en la magdalena de Proust, porque el otro día descubrí, en el fondo de un cajón, un viejo, un viejísimo paquete de tabaco gris que debió pertenecer a mi tío. Se lo di a Colin. Loco de contento con sólo la idea de encontrar, después de tanto tiempo, su veneno favorito, carga su pipa y la enciende. Lo miro hacer, y desde las primeras bocanadas que respiro, mi tío y el mundo de antes resurgen. Era como para cortar la respiración. Pero como ya dije, fue muy breve.

Y Colin se enfermó. O estaba demasiado desintoxicado o el tabaco era demasiado viejo.

Lo envidio a Proust. Para reencontrar su pasado, se apoyaba sobre cosas sólidas, un presente seguro, un futuro indubitable. Pero para nosotros, el pasado es dos veces pasado, el tiempo perdido lo es doblemente, ya que con él hemos perdido el universo en el que transcurría. Hubo un corte La marcha hacia adelante de los siglos se ha interrumpido. Ya no sabemos en qué estamos y si todavía hay un futuro.

Es evidente que intentamos disimularnos nuestra angustia con palabras. Para designar el corte usamos perífrasis. Primero decíamos, de acuerdo con Meyssonnier, siempre un poco prusiano, "el día J". Pero eso le daba un tono demasiado marcial. Y adoptamos entonces un eufemismo más púdico, debido a la Menou y a su prudencia paisana: "el día del acontecimiento". ¿Es posible acaso imaginar algo más anodino?

Siempre con palabras, volvimos a poner orden en el caos e incluso hasta restablecimos una progresión lineal del tiempo. Decimos: "antes"-"el día del acontecimiento"-"después". Estas son nuestras astucias lingüísticas. Nos dan una sensación de seguridad proporcionada a su hipocresía. Porque "después" designa a la vez nuestro incierto presente y nuestro hipotético futuro.

Sin magdalena ni bocanadas de pipa, pensamos a menudo en el mundo de antes. Cada uno en su rincón. En la conversación, el uno sobre el otro ejercemos una especie de control, porque esas vueltas hacia atrás son poco útiles para nuestra supervivencia. Evitamos multiplicarlas.

Pero cuando uno está solo, el asunto cambia. Aunque apenas tengo más de cuarenta años, desde el "día del acontecimiento" tengo tendencia al insomnio, como los ancianos. Y es durante la noche cuando rememoro. Empleo este verbo sin complemento, porque el complemento varía de una noche a la otra. Para darme una excusa a mí mismo por esta complacencia, me digo que dado que el mundo de antes no existe más que en mi cabeza, dejaría de existir si no pensara en él.

Desde hace muy poco, hago una distinción entre el recuerdo ocasional y el recuerdo habitual. He terminado por entender la diferencia que hay entre los dos: el recuerdo habitual es aquel que sirve para convencerme de mi identidad, convicción que me es muy necesaria en este "después" en donde todos los puntos de referencia han desaparecido. Y resumiendo, eso es lo que hago en mis noches sin sueño: en ese desierto, en esas arenas movedizas, en ese pasado dos veces pasado, pongo una baliza de tanto en tanto, para estar seguro de no perderme. Y cuando digo "perderme", quiero decir también "perder mi identidad".

1948 es uno de esos hitos. Tengo doce años. Soy el primero del curso -gloria inefable- en la entrega del Certificado de Estudios. Y en la cocina del Gran Hórreo, a la mesa, a la hora del almuerzo, trato de convencer a mis padres de que roturen la tierra. Lo que es nada más que sentido común. Como todos aquí, sobre cuarenta y cinco hectáreas no tenemos más que diez hectáreas de prados y tierras labradas. El resto es bosque, y bosque inútil, puesto que ahora ya no se recogen las castañas y con las varas de los castaños ya no se hacen aros de tonel.

Mis padres me hacen poco caso. Lo mismo da hablarle a un montículo de tierra. Por otra parte tienen el mismo color, ya que son de pelo y piel oscuros. Yo también, salvo que heredé de mi tío sus ojos azules.

A distancia, reveo ahora esa escena con mis ojos de adulto, la comprendo mejor, creo, y la encuentro muy desagradable.

Mi madre, por ejemplo, quejumbrosa y siempre sermoneando, tiene el defecto de la gente mediocre: recrimina. Simple coartada para su espíritu rutinario. Desde el momento en que todo está mal ¿para qué mover ni un dedo? Mi propuesta de trabajar la tierra la ofende.

– ¿Y con qué dinero? -dice socarrona-. ¿Vas a ser tú quien pagará las horas de la excavadora?

Además de que su tono es despreciativo, sé muy bien que en la Caja de Ahorros existen sumas que se devalúan mes a mes. Sé que se devalúan, porque mi tío me lo ha explicado. Y a mi vez les explico, sin nombrar a mi tío. Prudencia inútil.

Mi padre escucha, pero no fuma. Mis razonamientos vuelven a ofender a mi madre. Se deslizan sobre su cráneo duro de cabellos ralos. Ni me mira. Se dirige a mi padre por encima de mi cabeza.

– Este chico -dice- es el vivo retrato de tu hermano Samuel. Orgulloso. Que le gusta dar lecciones. Y después de su certificado de estudios, con la cabeza como un melón.

Mis dos hermanas menores, Paulette y Pelagia, se mueren de risa, y a la que está más cerca le pego un puntapié por debajo de la mesa que la hace aullar.

– Y duro de corazón, para colmo -concluye mi madre.

Eso de mi dureza de corazón, ya lo oirán repetir seguido. Durante todo el tiempo que se tarda en comer dos platos de sopa y echar vino en la sopa. Porque mi madre tiene el genio de la contabilidad. Mis faltas son recapituladas en detalle a cada nuevo error. El hecho de que ya hayan sido castigadas no cambia el asunto. Ni olvidados, ni perdonados, mis crímenes siempre tienen el mismo peso.

Por lo demás, ese machacar lo hace con ese acento quejumbroso al que le tengo horror: lo malévolo envuelto con lo blando. La Pelagia grita, la Paulette, a la que ni he tocado, lloriquea.

Gran escándalo: la Pelagia se levanta la pollera y muestra su tibia: está colorada. La queja materna asciende unos cuantos tonos en lo chillón.

– ¿Y, qué esperas, Simón, para darle una cachetada a tu hijo?

Porque, por supuesto,, soy el hijo de mi padre, no el suyo. Mi padre se calla. Es su papel en esta casa. Inaccesible al razonamiento, extraña a toda lógica, mi madre no toma en cuenta para nada lo que él dice. Lo ha reducido al silencio y casi a la servidumbre por la simple virtud de su flujo verbal.

– ¿Me has oído, Simón?

Dejo el tenedor y el cuchillo y despego mis asentaderas de la silla, listo para esquivar la bofetada de mi padre. Éste, sin embargo, no se mueve. Me doy cuenta que necesita mucho coraje, porque para esta noche, en el lecho conyugal, le espera una homilía donde todas sus culpas le serán repetidas otra vez.

Pero es el coraje del cobarde. En cambio, he visto a mi tío -¡admirable espectáculo!- levantarse, echar pestes y pulverizar a su mujer que se parece mucho a mi madre. Y me hago esta pregunta: ¿por qué se da que en esa familia todas sean secas, ásperas, quejumbrosas y peludas?

Mi tía no lo pudo aguantar y murió a los cuarenta años, de odio a la vida. Y el tío se desquitó, se puso a correr tras las jovencitas. No lo censuro, lo mismo hice yo en mis años floridos.

Me calmo. Ninguna bofetada en camino del lado de mi padre, ninguna bofetada, tampoco, del lado de mi madre. No le faltan ganas, pero desde hace poco he puesto a punto una parada con el codo la que, sin desmedro de un aparente respeto, lastima el antebrazo materno. No es una parada pasiva: adelanto mi brazo con fuerza al encuentro del suyo.

– Te quedas sin torta -dice mi madre después de un momento de reflexión-. Así aprenderás a no atormentar a estas pobres chicas.

Mi padre hace "t-tt" con la lengua. Y no dirá más. Yo me callo con altura. Y aprovechando que mi padre baja tristemente la nariz sobre el plato y que mi madre se levanta para traer de la cocina la mixtura que se cuece a fuego lento desde el día anterior, le dirijo a la gritona Pelagia una espantosa mueca. De nuevo se pone a pegar alaridos y, en su limitado lenguaje, se queja a mi madre de que la he "mirado".

– ¿Y entonces, qué? -digo mirando a cada uno de ellos con mis ojos inocentes (doblemente inocentes puesto que son azules)-. ¿Entonces ahora no tengo ni el derecho de mirarte?

Un silencio. Hago como que como con la punta de los labios el riquísimo guiso materno. Incluso llego hasta tener el coraje de rechazar otro plato que por obligación se me ofrece. Y mientras los comensales se delectan, me quedo con la mirada fija en un grabado cagado por las moscas que está encima del aparador. Representa "La vuelta del hijo pródigo".

El hijo serio, en una esquina de la imagen, pone muy mala cara. No le dejo de dar la razón. Porque a él, que no ha dejado de trajinar para su padre, se le ha rehusado un corderito para darse un banquete con sus compañeros. Y para ese canallita que vuelve a la granja después de haber dilapidado su parte con unas putas, nadie vacila en tirar la casa por la ventana.

Apretando los dientes pienso: con mis hermanas y yo, igual. Unas blandengues, unas tontonas. Y a pesar de eso, la madre siempre mimándolas, inundándolas de agua de colonia, peinándolas, poniéndoles rulos. Me río con sarcasmo, en silencio. El último domingo, a paso de lobo me deslicé hasta ellas y deposité sobre sus lindos bucles unas telas de araña.

Ese feliz recuerdo me es absolutamente necesario para no ceder a la desesperación, en tanto que mi mirada desciende del grabado del "Hijo pródigo" a la tarta de damasco de la que distingo su dorada circunferencia sobre el bargueño. En ese instante, mi madre se levanta y, no sin cierto aire pomposo, la pone sobre la mesa, delante de mi nariz.

Enseguida me levanto y, con las manos en los bolsillos, me dirijo hacia la puerta.

– Y bueno -dice mi padre con esa voz ronca de la gente que habla poco- ¿no quieres tu porción de tarta?

Tardía contraorden, que no agradezco. Me doy vuelta sin sacar las manos de los bolsillos y digo con sequedad por encima del hombro:

– No tengo hambre.

– ¡Bah! ¡Qué bien le hablas a tu padre! -dice mi madre de inmediato.

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