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En el 79, en parte como ya lo he dicho, gracias a dos buenas cosechas y gracias también al arreglo que había hecho con los de La Roque, Malevil era rica, si riqueza quiere decir que teníamos abundancia de granos, de forraje y de animales. En el 79, también, no tuvimos que sufrir más que una sola incursión de saqueadores, en el curso de la cual Colin perdió la vida. Aunque siempre resueltos a vigilar, nos consultamos entre Malevil y La Roque sobre lo que haríamos en la paz, o mejor dicho en los momentos de paz de los cuales quizás llegaríamos a gozar.

Hubo primero un debate privado entre Meyssonnier, Judith Médard y yo, luego un debate público que confirmó las decisiones a las cuales habíamos arribado.

La pregunta, en el fondo, era la misma que se habían planteado Meyssonnier y Emanuel el día que liberamos a La Roque de la tiranía de Fulbert. Además de la pequeña biblioteca de Malevil, teníamos la del castillo de La Roque, particularmente bien provista de obras científicas, dado que el señor Lormiaux era un antiguo alumno de la Escuela Politécnica.

A partir de todo el saber que dormía allí -y de nuestros muy modestos conocimientos personales- ¿nos íbamos a comprometer en la búsqueda de útiles para facilitar nuestra vida y de armas para defenderla? O bien, conociendo demasiado bien -por la horrible experiencia que habíamos vivido- los peligros de la tecnología, ¿íbamos a poner fuera de la ley de una vez por todas el progreso científico y la producción de máquinas?

Creo que habríamos elegido el segundo miembro de esta alternativa si hubiésemos podido estar seguros de que otros grupos humanos, que sobrevivieran en Francia o en otros países, no fueran a elegir el primero. Porque, en ese caso, nos parecía evidente que esos grupos, al tener sobre nosotros una superioridad técnica aplastante, concebirían al punto la idea de avasallarnos.

Se decidió pues en favor de la ciencia, sin ningún optimismo, del todo convencidos de que aunque muy buena en sí sería siempre mal empleada.

En la Asamblea de La Roque y de Malevil donde se discutió el problema, Fabrelâtre, a quien La Roque había nombrado guardalmacén, nos llamó la atención sobre el hecho de que las municiones de los fusiles 36 empezaban a agotarse, y que esos fusiles no nos servirían para nada cuando hubiéramos tirado nuestro último cartucho. Meyssonnier hizo entonces observar que sería perfectamente posible fabricar pólvora negra porque en la región había una vieja mina de carbón, que también se podría obtener azufre puesto que había aguas sulfurosas y que sería fácil recoger salitre en nuestros sótanos y sobre nuestros viejos muros. En cuanto al metal, teníamos en cantidad en la ferretería de Fabrelâtre y el antiguo negocio de Colin. Quedaban los problemas de la fundición y del engarce, pero no parecían insolubles.

Al fin de cuentas, la Asamblea general de La Roque y de Malevil, decidió, el 18 de agosto de 1980, que las búsquedas y las experiencias para la fabricación de las balas de los fusiles 36 comenzarían con prioridad acto seguido.

Un año ha pasado desde entonces y puedo decir que los resultados han sobrepasado a tal punto nuestra previsión que acometemos, siempre en el campo de la defensa, proyectos mucho más ambiciosos. Podemos pues desde ahora en adelante enfrentar el futuro con confianza. Si por lo menos la palabra "confianza" fuera la que conviene.

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