Volvieron a la una de la tarde, con la mirada vaga y hundida, cubiertos de ceniza, con las manos y las caras negras. Peyssou estaba con el torso al aire. Con su camisa había hecho un bulto en el que trasportaba los huesos o los fragmentos de huesos que hablan encontrado en sus casas. No pronunciaron una palabra, salvo Meyssonnier para pedirme tablones y herramientas, y no quisieron ni comer ni lavarse antes de haber terminado una pequeña caja de sesenta centímetros de largo por treinta centímetros de ancho. Estoy viendo aún las caras mientras Meyssonnier, su obra concluida, tomaba uno a uno los huesos para depositarlos en la caja.
Se decidió enterrarla en la playa de estacionamiento delante del recinto, en el sitio en que la roca da lugar a la tierra, y al lado de la tumba de Germán, que yo acababa de enterrar. Feyssou cavó el suelo hasta unos sesenta centímetros de profundidad, echando la tierra hacia su izquierda. La pequeña caja reposaba al lado de él. Su misma pequeñez tenía algo de lastimoso. Costaba imaginar que ese minúsculo féretro encerraba lo que restaba de tres familias. Pero sin duda mis compañeros no habían querido recoger las cenizas que rodeaban los huesos por temor a que estuvieran mezcladas con la de las cosas.
Noté que una vez la caja descendida al fondo de la fosa, Peyssou ponía sobre ella gruesas piedras como si tuviera miedo de que fuera desenterrada por un perro o un zorro. Precaución del todo inútil puesto que lo más probable era que toda fauna había sido aniquilada. Cuando hubo llenado el agujero, Peyssou dispuso la tierra que quedaba en un pequeño montículo rectangular del que tuvo la precaución de dejar los bordes bien rectilíneos con el filo de la pala. Luego se dio vuelta hacia mí.
– No es posible dejarlos ir así. Hay que decir las oraciones.
– Pero no las sé -dije, desconcertado.
– ¿No tienes un libro en el que estén escritas?
Asentí.
– Quizá pudieras ir a buscarlo.
Dije a media voz:
– Conoces sin embargo mis ideas, Peyssou.
– Eso no tiene nada que ver. Es por ellos que las dirás, no por ti.
– ¡Unas oraciones! -dijo Meyssonnier a media voz mirando la punta de su nariz.
– ¿Tu Matilde no iba a la misa? -preguntó Peyssou dándose vuelta hacia él.
– De todos modos… -dijo Meyssonnier.
Toda esta discusión proseguía en voz baja y contenida, y largos silencios cortaban las réplicas.
– Mi Yvette -dijo Peyssou con los ojos al suelo- a la iglesia todos los domingos, y a la noche, Padre nuestro y Dios Te Salve, en camisón al pie de la cama (el haberlo evocado hizo que ese recuerdo se hiciera demasiado intenso. Su voz se estranguló y se quedó petrificado dos o tres segundos antes de continuar). Bueno -retomó al fin- si para las oraciones ella estaba a favor, yo digo, que en el momento en que se va no la voy a dejar sin. Y a los niños tampoco.
– Tiene razón -dijo Colin.
Lo que pensaba la Menou nadie lo supo, porque no abrió la boca.
– Entonces voy a buscar el misal -dije al cabo de un momento.
Me enteré más tarde que, durante mi ausencia, Peyssou había pedido a Meyssonnier que fabricara una cruz para marcar la tumba y que Meyssonnier había aceptado sin ofrecer resistencia. Cuando volví a aparecer, Peyssou me dijo: -Eres muy amable, pero si te cuesta mucho, Colin o yo podemos leerlas.
– Pero no, puedo muy bien hacerlo, puesto que me dices que es para ellos.
El comentario de la Menou, lo obtuve cuando estuvimos solos. Si te hubieras negado, Emanuel, yo no hubiera dicho nada, porque las cosas de la religión son siempre un poco delicadas, pero no te hubiera dado la razón. Y además que las dijiste muy bien, mejor que el cura, que murmura todo eso tan rápido que la gente no entiende nada, y hasta parece que no estuviera ahí.
Tú, Emanuel, lo dijiste bien claro.
Hay que prepararse para la noche. Ofrecí a Thomas la hospitalidad de mi diván, lo que dejó libre la pieza al lado de la mía para Meyssonnier. Di la del primer piso a Colin y a Peyssou.
Tendido en mi cama, agotado e insomne, estaba con los ojos bien abiertos. Ni el menor resplandor. La noche, generalmente, era una yuxtaposición de gris. Esta era color tinta. No distinguía nada, ni siquiera el más vago contorno, ni siquiera mi mano a tres centímetros de mis ojos. A mi lado, bajo mi ventana, Thomas daba vueltas y vueltas en su cama. Lo oía. No lo veía.
Golpearon a la puerta. Me sobresalté y grité "entre" mecánicamente. La puerta chirrió al abrirse. En la oscuridad todos los ruidos se tornaban de una intensidad anormal.
– Soy yo -dijo Meyssonnier.
Me di vuelta hacia la dirección de su voz.
– Entra. No dormimos.
– Yo tampoco -dijo Meyssonnier, inútilmente.
Se quedó inmóvil en el umbral, sin decidirse a entrar. Por lo menos así lo suponía yo, puesto que no distinguía nada de él. Si hubiéramos sido sombras en el más allá no hubiéramos sido más invisibles el uno para el otro.
– Siéntate. El sillón de mi escritorio está frente a ti.
El ruido que hizo me reveló sus movimientos. Cerró la puerta, avanzó y tropezó con el sillón. Debía de estar descalzo, y largó un improperio. Luego oí los gastados resortes del sillón chirriar bajo su paso. No era pues una sombra. Tenía un cuerpo, él también, presa como el mío entre dos angustias: la de morir, y no menos fuerte ahora, la de vivir.
Pensé que Meyssonnier iba a hablar, pero no dijo nada. Colin y Peyssou dormían juntos en la pieza del primero; yo y Thomas, en el segundo. Meyssonnier estaba solo, en la pieza de Brigitta. No había podido soportar a la vez la oscuridad, el insomnio y la soledad.
En ese momento recordé a su Matilde y sus altercados con ella. Me sentía un poco culpable porque no conseguía acordarme del nombre de sus dos varones. Cómo conseguía seguir viviendo Meyssonnier, eso era lo que me hubiera gustado saber. En cuanto a mí, aparte de Malevil y de mi trabajo, mi vida era vacía. Pero él. ¿Qué significará para un hombre el que todo lo que ha amado esté encerrado bajo tierra en una pequeña caja?
Estaba desnudo sobre la cama y transpiraba. Habíamos dudado qué hacer con la ventana. Las paredes de la pieza agobiaban tanto, que primero la habíamos abierto de par en par; pero no habíamos podido respirar durante mucho tiempo el acre olor a quemado. Afuera, la naturaleza terminaba de consumirse en el mayor auto de fe de todos los siglos. Ya no había llamas, por lo menos hubieran iluminado. De la ventana no llegaba más que el olor letal del campo carbonizado. Al cabo de un minuto, le había pedido a Thomas que cerrara.
No existían nada más, en la absoluta oscuridad de la pieza, que la respiración de tres hombres, y fuera, del otro lado de las paredes recalentadas, un planeta muerto. Lo habían matado en plena primavera, las yemas apenas formadas, los gazapos apenas nacidos en las madrigueras. Ni un animal. Ni un pájaro. Ni un insecto. La tierra calcinada. Las casas en cenizas. Aquí y allá, unas estacas hechas trizas y carbonizadas, habían sido árboles. Y en medio de todo eso un puñado de hombres. ¿Conservados en vida, quizá, como cobayas-testigos de una experiencia? Era irrisorio. En pleno centro de ese montón de cadáveres, algunos pulmones que bombeaban el aire. Unos corazones que bombeaban sangre. Cerebros de hombres en actividad. ¿En actividad para qué?
Cuando hablé fue, me parece, a causa de Meyssonnier. No podía soportar por más tiempo lo que estaba pensando, completamente solo, sentado en la oscuridad, delante de mi escritorio.
– ¿Thomas?
– Sí.
– ¿Cómo explicas que no haya habido radiactividad?
– Quizá fue una bomba de litio.
Agregó con voz débil, pero fáctica y, aparentemente, desprovista de emoción.
– Es una bomba limpia.
Oí a Meyssonnier revolverse en el sillón.
– ¡Limpia! -dijo con voz átona.
– Quiere decir sin lluvias -dijo la voz de Thomas.
– Ya había comprendido -dijo Meyssonnier.
De nuevo, el silencio. Las respiraciones, nada más. Aprieto mis dos sienes entre mis manos. Si la bomba era limpia, significaba que quien la tiró tenía idea de invadir el territorio. No lo invadiría. A su vez había sido destruido: el silencio de las estaciones de radio lo decía. Y en cuanto a Francia, totalmente inútil suponer que había tenido tiempo de entrar en guerra. Dentro del cuadro de una estrategia global, Francia era destruida para asentarse. O para impedir al adversario asentarse. Una pequeña precaución previa. Un pequeño peón sacrificado de antemano. Resumiendo, una "destrucción", como se dice en términos militares.
– ¿Y es suficiente una sola bomba, Thomas?
No agregué "para destruir Francia", pero lo comprendió.
– Sólo una potente bomba explotando en la vertical de París a cuarenta kilómetros de altitud.
Juzgando inútil seguir se detuvo. Hablaba con una voz articulada e impasible, como si dictara a unos alumnos el enunciado de un problema. Y yo, hubiera debido pensar en todo eso desde tiempo atrás, para los míos, cuando era maestro. Era con todo un poquito más moderno que el problema de las dos canillas. Dado que el efecto de soplo no se propaga debido a la escasa densidad del aire a elevada altitud, pero dado que el efecto del calor, por la misma razón, es experimentado a una distancia que aumenta proporcionalmente a la altitud de la explosión, ¿a qué altura sobre París se debe hacer explotar una bomba de tantos megatones, para que Estrasburgo, Dunkerque, Brest, Biarritz, Port-Vendres y Marsella sean quemadas? Por otra parte, hubiera podido variar. Introducir dos x en lugar de una sola: hacer calcular el número de megatones necesario al mismo tiempo que la altura de la explosión.
– No es sólo Francia -dijo Thomas de golpe-. Europa entera. El mundo. Si no, hubiéramos podido captar otras estaciones.
En ese momento, vuelvo a ver a Thomas en la bodega, con el transistor de Momo en la mano, paseando sin fin la aguja sobre el cuadrante de las estaciones. En esta ocasión, su rigor matemático le había salvado la vida. Sin ese inexplicable silencio de las estaciones, hubiera salido.
– Con todo -dije yo-. Supón que haya una pantalla entre el rayo térmico y tú. Una montaña, o un acantilado, como en Malevil.
– Sí, localmente.
Ese "localmente", en la mente de Thomas, significaba una restricción. Yo no lo tomé así. Me confirmó lo que ya estaba pensando. Era muy probable que en Francia hubiera otros puntos salvados y aquí y allá otros grupos de sobrevivientes. Inexplicablemente sentí que me invadía una cálida esperanza. Digo inexplicablemente, puesto que el hombre acababa de demostrar que no merecía sobrevivir, ni que fuera tranquilizador el encontrarse con él.