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VII

Elegí el rifle calibre 22 largo (mi tío me lo había regalado para mis quince años) y Thomas, la escopeta de cañones superpuestos. Se había convenido que los demás quedarían en Malevil con el fusil de dos tiros. Pobre armamento, pero Malevil, por sí mismo tenía sus murallas, sus matacanes y sus fosos.

En el momento de tomar la curva en horquilla que, desde el camino de Malevil lleva al caminito de los Rhunes, eché una larga mirada al castillo metido en el acantilado. Me di cuenta que Thomas también lo miraba. Inútil comunicarnos nuestras impresiones. A cada paso, uno se sentía más desnudo, más vulnerable. Malevil era nuestra guarida, nuestro "nido almenado". Hasta ahora nos había protegido de todo, incluso de los últimos refinamientos de la tecnología. Qué pesadilla dejarlo, y qué pesadilla también esta larga caminata uno detrás del otro. El cielo gris, la tierra gris, los tocones de árboles ennegrecidos, el silencio, la inmovilidad de la muerte. Y al final los únicos seres que vivían todavía en ese paisaje nos esperaban al acecho para abatirnos.

Estaba convencido: el robo de la yegua, dado que las huellas eran imborrables en el suelo polvoroso y quemado, quería decir que los ladrones habían previsto nuestra persecución y que una emboscada nos esperaba en alguna parte, en algún punto del horizonte pelado. Sin embargo, no teníamos otra alternativa. No podíamos admitir que golpearan a uno de los nuestros y que nos robaran un caballo. Si no queríamos quedarnos pasivos, debíamos comenzar a intervenir en el juego del agresor.

Entre el momento en que había visto a Peyssou tendido sin movimiento en el campo de los Rhunes y el momento en que habíamos abandonado Malevil, no pasó más de media hora. Manifiestamente el ladrón había perdido bastante de su adelanto luchando con Amaranta. Veía los sitios donde se había negado a avanzar, pataleado, dado vueltas en redondo. Por más dócil que fuera, estaba apegada a su caballeriza, a Malevil, a Lindo Amor cuyo box era vecino del suyo y a la que ella podía ver a través de la abertura guarnecida de barrotes que las separaba. Además, era un animal joven, y todavía tenía miedo de todo, de un charco de agua, de una manguera de riego, de una piedra en la que hubiera tropezado, de una hoja de diario arrastrada por el viento. Las huellas de pasos al lado de las huellas de cascos demostraban muy bien que el hombre no se había animado a montarla en pelo. Prueba de que la petulancia de la anglo-árabe lo había asustado y de que no era un buen jinete. Milagro era que Amaranta, a pesar de sus resistencias, hubiera con todo consentido en seguirlo.

Los Rhunes formaban una planicie ancha de unos cien metros apenas entre dos hileras de colinas antes arboladas, con los dos brazos del tío corriendo de norte a sur y el camino vecinal siguiendo una vía paralela al flanco de la ladera a orillas de las colinas del este. El ladrón no había seguido la ruta rectilínea la que hubiera sido visible desde muy lejos, sino el bajo de la ladera de las colinas del oeste, cuyo trazado más sinuoso lo ocultaba más a la vista. De todas maneras, me parecía que había poco peligro en tanto no hubiera llegado a su albergue. Él y sus compañeros no iban a entrar en acción hasta tanto no hubieran puesto a Amaranta en lugar seguro, caballeriza o recinto.

Estaba sin embargo en guardia, con el arma no ya a la espalda, sino en la mano, escrutando alternadamente el suelo y el horizonte. No cambiaba una palabra con Thomas. A pesar del frescor del aire, la tensión me hacía transpirar, en particular las manos, y aunque Thomas, en apariencia por lo menos, estuviese tan tranquilo como yo, noté un rastro húmedo en el sitio en que tenía apoyada el arma cuando, para descansar, la puso de plano sobre el hombro manteniéndola por el cañón.

Hacía una hora y media que estábamos caminando cuando la pista de Amaranta salió de los Rhunes y dobló en ángulo recto en dirección oeste entre una colina y un acantilado. La orientación y la disposición del lugar eran las mismas que las de Malevil: el acantilado al norte y al pie del acantilado, un río que en Malevil había desaparecido pero que, aquí, existía aún bajo el aspecto de un pequeño arroyo abundante y saltarín corriendo a ras de tierra. Era de toda evidencia que no se había hecho nada para agrandar su lecho y, con sus desbordes, había podrido completamente el agua de la pequeña planicie apenas de cuarenta metros de ancho entre la colina y el acantilado. Recuerdo que, por esta razón, mi tío la había declarado tabú para los caballos de las Siete Hayas. Por otra parte, hasta en la época del Círculo, no nos habíamos atrevido a entrar a pie en este pantano adonde jamás un tractor había aventurado sus ruedas.

Tampoco ignoraba quién vivía ahí, en una gruta del acantilado cerrada por un muro horadado de ventanas. Gentes que se tenían por brutales, poco conversadoras, sospechosas de malas costumbres y peor todavía, de cazar furtivamente en los predios de los vecinos. El señor Le Coutelier, en razón del carácter de sus habitantes, los llamaba los "troglotipos", nombre que nos encantaba en la época del Círculo. Pero para Malejac, eran simplemente los "extranjeros", y llegando al colmo esta confusión, por ser el padre originario del norte, los "gitanos". Y tanto más inquietantes, esas gentes, que nunca se las veía en Malejac: se abastecían en Saint-Sauveur. Y tanto más temibles, por supuesto, por que no se sabía casi nada de ellos, ni siquiera de cuántas personas se componía la tribu. Se comentaba sin embargo que el padre, del que mi tío me había dicho que por el aspecto y el semblante se parecía al hombre de Cromagnon, había "tomado" dos veces cárcel: una primera vez por golpes y lesiones, una segunda vez por haber violado a su hija. Ésta, el único miembro de la familia que conocí, por lo menos de nombre, se llamaba Cati y servía en la casa del alcalde de La Roque. Era, se comentaba, una linda muchacha con unos ojos muy descarados y una conducta que daba que hablar. Si hubo violación, eso no le hizo tomar ojeriza a los hombres.

La granja de los trogloditas tenía un nombre que nos intrigaba en los tiempos del Círculo: El Estanque. Nos intrigaba porque, por supuesto, no había más estanque, solamente tierras podridas encerradas entre un acantilado y una colina también abrupta. Ni electricidad, ni camino. Una especie de garganta húmeda adonde nadie iba nunca, ni el cartero, que dejaba la correspondencia, es decir, una carta por mes, en Cussac, una linda granja sobre la ladera. Por el cartero Boudenot al menos se sabía cómo se llamaban: los Wahrwoorde. Según la opinión general, no era un apellido cristiano. Boudenot decía que el padre era un "salvaje", pero que no era pobre, lejos de eso. Tenía animales y unas buenas tierras en la ladera.

Alcancé a Thomas y lo detuve tomándolo del brazo, y acercándome a su oído, le dije en voz baja:

– Es aquí. Yo dirijo.

Echó un vistazo a su alrededor, miró su reloj, y dijo en el mismo tono:

– No he terminado mi cuarto de hora.

– Déjame. Conozco el lugar.

Seguí:

– Tú me sigues a unos diez metros.

Lo pasé, tomé un poco de distancia, y haciéndole un signo, a la altura de la cadera, con mi mano derecha bien abierta para pedirle que se detuviera, me detuve a mi vez. Saqué los gemelos del estuche y llevándolos a los ojos escruté el terreno. La estrecha pradera subía en una suave cuesta entre la colina y el acantilado, cortada trasversalmente por taludes y muros de piedras secas. La colina presentaba el mismo aspecto pelado y negro que todas las que habíamos visto hasta ahora. Pero la pradera, bien protegida por el acantilado, al norte, y también por su situación encajonada, había sufrido, como decirlo, un grado de menos en la devastación. Presentaba el aspecto de un lugar cuya vegetación ha ardido pero sin carbonizarse y sin que el suelo, quizá porque antes del día del acontecimiento estaba impregnado de agua, hubiera tomado esa apariencia gris y polvorienta que tenía en todas partes. Hasta se veía, aquí y allá, unas matas amarillentas que debieron ser de pasto, y dos o tres árboles pelados y negruzcos, pero en pie. Guardé los gemelos y avancé con precaución. Pero otra sorpresa me esperaba: el suelo era firme y resistente bajo mis pies. El día del acontecimiento bajo el efecto del calor, el agua había debido brotar de la tierra como los chorros de vapor de un hervidor. Y como después no había llovido, la marisma se había desecado.

En tanto que con inteligencia clara registraba todos esos detalles con perfecta nitidez, el cuerpo, ese, me jugaba malas pasadas: abundante transpiración en el hueco de las palmas, corazón muy acelerado, sienes palpitantes y hasta, cuando guardé los gemelos en el estuche, un ligero temblor en las manos, nada bueno como augurio para mi puntería, si tuviera que ejercitarla. Me apliqué a hacer inspiraciones lentas y profundas ritmándolas con mi paso, con el ojo fijo tan pronto sobre la pista de Amaranta a mis pies, como sobre la pradera que se extendía ante mí. Ni un soplo de viento, y ni un ruido, ni siquiera lejano. Frente a mí, a diez metros, un murete de piedras secas.

Todo pasó muy rápido. Reparé en un montón de estiércol que me pareció fresco. Me inmovilicé y me agaché para examinarlo: más exactamente, tenía la intención de tantearlo con el dorso de la mano para ver si aún estaba caliente. En el mismo instante algo silbó por encima de mi cabeza. Un segundo más tarde, Thomas surgió a mi lado, en cuclillas él también, con una flecha en la mano. Su punta negra y muy acerada estaba manchada de tierra.

En el mismo momento se oyó un nuevo silbido, tan intenso como el primero. Me tendí y me puse a reptar hasta el muro de piedras secas. Creía haber dejado a Thomas en el mismo lugar pero ante mi gran sorpresa, cuando deposité mi carabina a mi lado y me di vuelta hacia la izquierda, lo encontré tendido cuan largo es, tratando de construir una tronera disponiendo sobre el muro las piedras desprendidas. Cosa extraña, se le había ocurrido llevarse a la flecha con él. Ahí estaba a su lado, en el suelo, con las plumas amarillas y verdes de su penacho, como únicas manchas de color en el paisaje. La miré. ¡No podía dar crédito a mis ojos! ¡Los trogloditas nos tiraban con un arco!

Eché un rápido vistazo por encima del muro. A cincuenta metros de nosotros, cortando el estrecho valle, otro muro de piedras secas se elevaba. En el medio, un grueso nogal, quemado pero en pie. Buen emplazamiento, pero de todos modos habían cometido un error: debieron dejarnos franquear el pequeño murete y atacarnos en terreno descubierto. Habían tirado demasiado temprano, animados sin duda por la inmovilidad que me sobrecogió en el momento en que había visto el montón de estiércol.

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