Hubo un silencio. Al mismo tiempo que se insinuaba en mí un principio de miedo tenía un sentimiento de irrisión. Sólo Dios sabe con qué ardor, con qué amor, con qué arrebato casi desesperado, habíamos rezado dentro de nosotros mismos para que otros hombres además de nosotros hubieran sobrevivido. Y bueno, ahora estábamos seguros: los había.